Octubre de 2016
Sujétame fuerte al caminar,
soy torpe, no quiero tropezar
el terreno es inestable
y duro de pisar.
Mírame a los ojos cuando te hablo
aunque no pueda sostener la mirada;
quiero sentir firme y en su totalidad
que estoy siendo escuchada...
... y que te importa.
No finjas desinterés ante mí,
desearía conocer cada rastro de ti.
No me dejas amarte y así
retienes de mí el furor.
No cierres tus puertas ante mí,
no te detengas al comenzar a sentir.
Esto se llama querer y amar,
y doler y llorar y entregarse.
Mas no olvides quién eres,
yo me enamoré de un hombre
que sabe bien lo que quiere,
mas teme compartir demasiado de sí.
No alivias mis tormentos,
los haces soportables.
No traes la luz total a mi vida,
pero la haces más amena y divertida.
Soy una muerta que camina
y que volvió a sentir al conocerte.
Mas sigo muerta, muerta, muerta...
Soy una muerta que siente.
No conozco el amor;
jamás he tenido la plena certeza
de estar siendo amada.
Tal vez sea querida por ti,
mas no podré jamás percatarme.
Perdóname por pretender
que tú debías amarme
como yo te amo a ti.
Créeme que no conozco el amor,
sólo que el que te profeso a ti
y a mí misma.
Hysterie
domingo, 3 de mayo de 2020
miércoles, 10 de octubre de 2018
El conejo de la Luna
Bonnie era una chica bajita, delgada, de cabello gris y ojos
azules cristalinos; tendría al menos veintiocho años. Había pensado alguna que
otra vez, qué tanto tiempo de su vida habría estado consciente de su propia
existencia. Cogió su mochila de cuero negro, la cual era más pequeña que su
espalda; le introdujo un viejo reproductor mp3 de bolsillo, audífonos de
cascos, una barrita energética, una botella de agua, a su osito de peluche “Mitty”,
se colgó una chaqueta de la cintura y salió de casa: un sitio oscuro, húmedo,
lleno de latas medio vacías de cerveza, botellas de refresco y cajas a medio
comer de comida china, y cerró la puerta con llave para no volver a abrirla
nunca.
Al ritmo de There is a
light that never goes out, Bonnie fue caminando por las calles medio vacías,
brincoteando entre paso y paso. Después de algunos semáforos, llegó a un
callejón un poco oscuro. Se adentró en él, mostrando en su porte la confianza
de alguien que estuvo allí antes. «Vamos a la Luna», rezaba un grafiti
mal hecho en un contenedor de basura. Una sustancia viscosa y verde lo rodeaba,
pero Bonnie no dudó ni un segundo y saltó dentro. De acuerdo con lo que uno
podría pensar y, por sentido común, imaginaríamos que Bonnie terminó llena de mugre
y rodeada de bolsas de basura, pero no. En cambio, cayó en un vórtice oscuro con
destellos de neón, para posteriormente alunizar
en un sitio gris y polvoso. El cielo era negro, pero las estrellas lucían
hermosas. Casi todo estaba oscuro a su alrededor, pues se encontraba en el lado
oscuro de la Luna.
Bonnie miró a todas partes, como buscando algo. Pero buscaba
a alguien. Ese alguien era como un hombre de
piedra, si es que se le pudiese llamar «hombre» a él, que no era de la
Tierra. A decir verdad, Bonnie tampoco era terrestre, pero había vivido toda su
vida allí, esperando tener veintiocho años para poder volver al sitio que la
vio nacer. Bonnie era la personificación del conejo de la Luna, que no era más
que un trozo de roca girando alrededor de la Tierra. La Luna estaba viva, al
igual que lo está la Tierra. Sabemos que la Tierra vive por sus erupciones volcánicas, por los terremotos, por el agua
y la vegetación, pero… ¿la Luna?
El satélite único de la Tierra poseía una manera muy
peculiar de albergar cierto tipo de vida,
que es la que los humanos no alcanzan a concebir de manera consciente.
Bonnie no podía encontrar a su amado hombre de piedra, que
llevaba por nombre «Carter». A pesar de ser el conejo de la Luna, debía cuidarse
de los muertos vivientes que habitaban los cráteres, cuevas y demás sitios
recónditos en la superficie lunar. Uno puede pensar que el suelo de la Luna es casi
plano, pero no. Enormes valles, profundas cuevas y altísimas montañas brindaban
un extraño refugio a los hombres y mujeres sin vida, con pieles verdes, que
simplemente rondaban el satélite sin saber qué hacer, sin tener consciencia de
su existencia.
—Acaso
ellos… ¿estarán vivos? —se dijo a sí misma en voz baja.
—Nunca he
sido defensor de estas formas de vida—dijo Carter apareciendo de pronto tras
ella—. Quien no tiene consciencia de sí mismo, y no tiene un camino, no puede
albergar vida.
—¿No crees
que es muy tonto limitar a la vida de esa manera? Es un fenómeno hermoso. Si conocieras
la Tierra… está claro que no es el mejor lugar para vivir (pues mi lugar ideal
se encuentra donde estás tú), pero las plantas, los animales, ellos no tienen
consciencia de que existen, entonces, ¿no son una forma de vida?
—Hablando
de ello de la manera en que lo haces, podría decir que sí, Bonnie. Has ido y vuelto
de la Tierra incontables veces a través de los años. Siempre en períodos de veintiocho
años. Y yo te espero aquí, y reflexiono sobre lo que puedes alcanzar a
platicarme durante los veintiocho años que te quedas conmigo. Pero siempre estaré
de acuerdo en que la vida, la muerte, el amor, todo eso son abstracciones que
creamos para darle sentido a lo que sea que nos rodea. No existen a menos que
nosotros tengamos la capacidad cognitiva de crear esa idea.
—En
ocasiones, te pones muy filosófico. Es sorprendente viniendo de un hombre de piedra—dijo
Bonnie en tono burlesco. Carter arqueó una dura ceja, y saltaron algunas piedrecillas.
—Puede ser,
pero no dejo de tener razón. Bienvenida, por cierto.
—Es tan
fácil para ti hablar sobre «abstracciones». Yo no entiendo mucho de eso, sin
embargo, me lo pregunto muy a menudo.
—Es simple
lógica, Bonnie (que la lógica también es una abstracción). Tan solo piensa en
esto—Carter se arrancó un trozo de piedra del brazo—: Si arrojo esta piedra al
suelo, y cae, pero no hay nadie que pueda escuchar o mirar, ¿hace ruido al
caer? ¿Acaso existe la piedra?
Bonnie frunció el ceño y agitó la cabeza.
—No sé.
—Todo lo
que ocurre en el Universo debería tener un espectador para saber que realmente contó el hecho de que sucediera. Si una
estrella agoniza a mil quinientos años luz de nosotros, no nos damos cuenta. Entonces,
para nosotros no sucedió. Para nadie, de hecho. Todo ocurrió en vano, sin nadie
que pudiese procesarlo—explicó Carter. De pronto, escucharon un grito
desgarrador y olieron lo que parecía ser sangre fresca.
Corrieron a donde provenía aquel horrible sonido, cuidándose
de no ser vistos por los muertos vivientes.
—Otro
vagabundo cayó en el portal, ¿lo dejaste abierto? —le regañó Carter.
—Puede ser,
pero también es inevitable. Es una lástima—se lamentó Bonnie encogiéndose de
hombros. Esta escena era bastante común en la Luna.
Aprovechando la distracción del pequeño grupo de zombis,
Carter y Bonnie caminaron a donde se encontraba su humilde hogar. Carter, con
un movimiento de mano, hizo abrirse un hueco en lo que parecía ser una montaña;
después cerró la entrada.
Era un sitio amplio y poco acogedor para un humano promedio.
Muebles de piedra, luz platinada y parda, pero era su hogar, al cual Bonnie
nacía cada vez ansiando por volver a él.
—¿Alguna
vez te has preguntado por qué vienen aquí? —preguntó Bonnie.
—¿Quiénes?
¿Los zombis? —dijo Carter—. Me lo he preguntado muchas veces. Nunca se
mantienen más de veintiocho días aquí. Van desapareciendo, y cada uno, como
bien sabes, deja un cráter. Con cada uno que aparece, me vuelvo más fuerte.
—Hay
demasiados humanos en la Tierra. No hallo posible que cada uno que muera
termine aquí, pues hay relativamente menos zombis en la Luna—teorizó Bonnie sentándose
en una especie de sillón de piedra.
—Eres
siempre tan preguntona y curiosa—le dijo Carter dándole una palmadita en la
cabeza y sentándose junto a ella.
—Y tú eres
tan duro, pero aún así te abrazo—Bonnie lo abrazó por el cuello, sus brazos frágiles
se rasguñaron un poco por la aspereza de Carter. Él sonrió, y algunas piedrillas
saltaron al suelo—. ¿Sabes? Me gusta pensar que a la Luna llegan los humanos
que más sufrieron en vida, que permanecen aquí en la espera de volver a la
Tierra en un cuerpo nuevo, que les brinde los placeres que no tuvieron. Es bonito
creer que vuelven a un lugar mejor.
—Siempre
tan soñadora—Carter sonrió de nuevo, preparándose para las preguntas y suposiciones
del conejo de la Luna por los siguientes veintiocho años.
viernes, 5 de octubre de 2018
Porcelana
Blanca y fría porcelana, que es
dura y frágil a la vez. Adornada con caireles castaños, un gorro y vestido de
flores, se convierte en una bella muñeca con pestañas y sonrisa. Empaquetada en
una caja de cartón, la muñeca fue llevada a su nueva dueña. Elena, una mujer de
mediana edad, cabello castaño rojizo teñido, ojos grandes que escondían una enorme
tristeza y una vida de pesares, recibiría su primera muñeca. Con el mayor de
los cuidados abrió el paquete que contenía a su pequeño juguete, y la sacó tomándola
de la cabecita y los piecitos. Observó los detalles de los zapatos, los encajes
bien colocados en el vestido, y con la punta de su índice recorrió las pestañitas.
Miró a su hija Victoria, una
muchacha dulce y tímida. Tenía la piel suave y tersa, unos enormes ojos azules,
cabello negro, ondulado, largo hasta la mitad de la espalda. Era corta de
estatura y delgada en complexión. Era muy similar a Elena cuando era joven.
Victoria se había tomado el tiempo de ahorrar para poder comprarle esa muñeca y
dársela en su cumpleaños. La pequeña chica esperó pacientemente el abrazo de su
madre, pues ella estaba ensimismada admirando los detalles de su obsequio.
Después de las lágrimas y los
abrazos, comieron pastel de vainilla.
Habrían pasado quizás unos veinte
años después de ese día. La muñeca, nombrada “Daniela” por la misma Elena,
residía paradita en uno de los estantes de la sala, junto a la televisión que
veía todos los días. La madre había envejecido, pero se mantenía activa en
casa. Al terminar los quehaceres y la comida, se sentaba a fumar un cigarrillo
a pesar de su tos crónica, y esperaba la llegada de Victoria, quien trabajaba
por y para ella, la cuidaba y le servía de única compañía, por lo cual, nunca
se casó.
Como obsequio para su cumpleaños
número 70, Victoria ahorró dinero para cumplirle su sueño de visitar las pirámides
de Egipto. Elena, conmovida, agradeció infinitamente a su hija por ser tan
buena con ella. Después del proceso de empacar, y demás formalidades, Elena
dejó el país, y el continente. Y por primera vez en muchos años, Victoria tuvo
un tiempo para ella misma.
Salió, se divirtió, incluso conoció
a un hombre. A los catorce días de la partida de su madre, Victoria se dedicó a
limpiar la casa de punta a punta, pues se encontraba bastante sucia y ciertamente
abandonada —con el viaje de su madre, siempre estaba fuera de casa. Al recorrer
con un trapo polvoriento los rincones de la sala de estar, tuvo que quitar a la
muñeca Daniela de su pedestal. Quizá fueron las prisas, quizá un mal
movimiento, pero la muñeca cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos. Su pequeña
cara tenía un agujero que la había dejado sin un ojo, sin un trozo de mejilla y
sin nariz. El terror que invadió a Victoria fue abismal. El cariño que Elena le
tenía a la muñeca era casi enfermizo, pasaba las tardes junto a Daniela,
peinándola, comprándole vestidos y cambiándola de ropa. Al anochecer, la ponía
en la repisa junto a sus adornos rústicos y al día siguiente hacía lo mismo.
Todavía estaba anonadada tratando
de levantar los trozos de la muñeca cuando escuchó el motor de un auto afuera
de la casa. Horrorizada, Victoria miró por la ventana: su madre estaba bajando
de un taxi.
Al entrar Elena a su casa, se
sintió como el mismo Dios al descubrir a Adán y Eva desobedeciendo su mandato. Encontró
a su hija llorando como un bebé a pesar de sus treinta y tantos años. Entre sus
manos, los trozos de su amada muñeca. Su furia no se hizo esperar. De la
chimenea, tomó el atizador y de un golpe en la cabeza dejó a Victoria inerte en
el suelo, con los ojos vacíos, sin vida.
—Mi
Daniela, ¡mi única muñeca! —sollozó Elena tirándose al suelo junto a los trozos
de porcelana. No le había llorado ni cinco minutos cuando se iluminó su mirada;
volteó a ver el cadáver de su hija, con dificultad la giró para que quedase
pecho arriba. Le quitó el cabello ensangrentado del rostro y resolvió que
Victoria sería su próxima muñeca.
Es increíble la fuerza física que
puede tener una persona sumida en la locura. Arrastrándola por la casa dejando
un rastro de sangre en la alfombra, la llevó hasta el baño, donde le arrancó
las ropas y la dejó sin una sola mancha en el cuerpo.
Elena no admiraba la cultura egipcia
en vano: tenían un montón de cosas interesantes. Una de ellas, el proceso de
embalsamamiento.
Con una aguja curva le cosió la
mandíbula. Introdujo algodón en cada uno de los orificios de su cuerpo y lo
masajeó para que perdiera rigidez. La ventaja de haber trabajado en una
funeraria en sus días de juventud era que contaba con las herramientas
necesarias para inmortalizar a Victoria. Perforó varias partes de su cuerpo para
sacar todos aquellos fluidos que no deseaba dentro de su muñeca. Con todo el
cuidado del mundo, le retiró las vísceras, la afeitó para que su piel quedase
suave y tersa. La rapó incluso, intentando arreglar
la herida que había quedado en su cabeza; no era nada que un poco de cera no
pudiese reparar. Después de algunas cuatro horas —el doble de lo que normal
tarda un embalsamador, pues la edad y las dificultades técnicas no le habían ayudado.
Cuando Victoria estuvo terminada, la dejó sentada en su sillón
preferido. La cubrió con una sábana blanca y salió de casa para deshacerse de
la evidencia y de paso, conseguir
telas y demás insumos para comenzar con la confección de los vestidos de su
nueva muñeca.
En casa, en la oscuridad de la
estancia, la muñeca Victoria yacía con la sábana aún cubriéndola. Pudo o no suceder,
pero unas lágrimas resbalaron por las mejillas tersas de la muerta en aquel
primer día como muñeca sustituta de su madre. Y en ocasiones, Elena podía jurar
que la veía abrir los ojos por las noches.
jueves, 4 de octubre de 2018
Finales felices.
—Ahórrame el trabajo de
asesinarte—dijo Daemon. Sus ojos reflejaban la furia de un animal contenido, los
cabellos blancos caían por su entrecejo y sienes; estaba despeinado. Una pequeña
mujer, con pecas cafés por todo el rostro, las mejillas sonrosadas y el cabello
rubio cobrizo rizado, lo miró sin el menor temor en sus pupilas. A pesar de las
palabras de aquel ser, a ella se le notaba embelesada.
—Sé
que no quieres matarme; si lo desearas, lo habrías hecho hace mucho. Me superas
en tamaño y más aún en fuerza. Pero sabes, sabemos
que no es lo que quieres—dijo ella con voz suave, acariciándole el pecho.
—¿Y
qué es lo que quiero, Aíma?
En ese momento, la dulzura de Aíma
se transformó en una mueca acompañada de une tétrica sonrisa.
—No
quiero desaparecer—respondió al albino—. No quiero ser un recuerdo más en tu
vida sempiterna. No quiero perecer como lo habrán hecho otras tantas mujeres,
entre tus brazos, amándote u odiándote, pero siempre yéndose hacia el olvido. O
quizás, a un rincón de tu memoria al cual tu corazón ya no tiene acceso. No
quiero envejecer y dejar de serte útil. No quiero perderme entre el mar de
amores. Quiero ser eterna, junto a ti o no.
Daemon suspiró cerrando los
ojos. Relacionarse con humanas nunca le traía nada bueno. Por eso, cuando comenzaba
a sentir algo por una, por muy ínfimo que fuera, las asesinaba. Pero no solo asesinar. Daemon las vaciaba, bebía su
sangre hasta no dejar ni una gota, hasta que sus rostros se adelgazaran y sus ojeras
se hundiesen bajo sus ojos sin vida. Ni siquiera las dejaba darse cuenta de que
era un vampiro. Él era un cazador, y
como tal, podía utilizar sus encantos para hacerle creer a la gente que
simplemente era un hombre albino con hábitos muy poco comunes, con un apego
sentimental casi nulo (que no proporcionaba datos personales y que solo salía
de noche con ellas, a los moteles). Pero por primera vez en casi medio milenio,
una mujer se había escabullido entre sus
asuntos, descubriendo su secreto milenario. Aíma era una mujer inteligente,
por el contrario de las mujeres con las que Daemon se acostaba, y desde el
momento en que se sintió atraído por ella, supo que las cosas iban a estar
realmente mal. Porque Daemon no se sentía atraído por nadie; era él quien
atraía a las personas.
Aíma se hartaba de no conseguir
una respuesta. Le había costado meses abrirse ante él y pedirle la eternidad. Y
la última línea de su petición, no era más que una jugarreta para hacerle creer
que la vida eterna junto a él no era lo que buscaba. Era cierto que odiaba la
idea de envejecer, por eso quería dejar este mundo cuando su piel aún fuese
tersa y sin arrugas, cuando su cabello aún conservase el color, cuando sus
piernas aún pudiesen moverse con la misma fuerza. Pero no; el destino le había
hecho una mala jugada al ponerle a Daemon en su camino. Aquella mujer que no
deseaba tener un futuro de pronto deseaba una eternidad junto a él. No
obstante, tal como aborrecía la eternidad, de esta manera ponía en juego su autoconfianza.
Para ella era muy poco posible que su amado la quisiera aún con el paso del
tiempo. Aún recorriendo el mundo y probando sus placeres… en algún momento, él
se cansaría. No podía concebir la idea de verlo dirigirle una mirada sin
sentimientos, de sentir una caricia sin amor ni deseo, de escucharle decir
inexpresivamente que ya se había hartado.
Una eternidad después del
desprecio de su amado era intolerable.
—Eres
muy egoísta como para estar enamorada de mí—le dijo Daemon con cierta picardía.
—El
problema es que no lo estoy—respondió ella fingiendo desinterés. Daemon alzó
una blanca ceja y en un bufido echó una risa. Los ojos de Aíma comenzaban a
cristalizarse; era algo que ella no podía ocultar en absoluto.
—Pues
tenemos toda una eternidad para que lo estés—dijo él como no queriendo. Ni siquiera
pudo mirarla al pronunciar estas palabras, que la desconcertaron apenas su
cerebro logró las conexiones necesarias para procesarlas.
—No
me gusta el romance—dijo ella.
—Te
sale bastante bien—respondió él.
Las cosas marchaban demasiado
bien para su gusto. Aíma sonrió para sus adentros. Imaginó su vida a partir de
ese momento, incluso visualizó a aquel vampiro albino diciéndole que ya no la
amaba. Lo pensó todo.
Por su parte, Daemon echó un
bufido y sacudió la cabeza, como si con eso pudiese sacar los pensamientos que
rondaban por su mente. De un momento a otro, se abalanzó hacia Aíma y le arrancó
un enorme trozo de carne del cuello. Comenzó a beber hasta el hartazgo; la
sangre de una mujer enamorada realmente sabía bien, pero la de Aíma era
distinta. El amor que ella le tenía de verdad era puro, y con cada gota de
sangre que succionaba, podía sentir en carne propia los sentimientos de Aíma. Pudo,
por unos momentos, ponerse en su piel. Saber que estaba comiéndose al amor de
su vida, a la única mujer que había hecho su corazón frío palpitar, lo hizo
tener una epifanía de lo que pudo tener y estaba desechando en forma de
lágrimas.
Las lágrimas de Daemon tenían un
color rosáceo. La sangre le salía poco a poco por los ojos, mientras se
aferraba con las uñas al cuerpo inerte de su mujer. A pesar de sus sollozos, no
podía dejar de succionar.
Pero es que, no era su culpa. A Daemon
no le gustaba que las cosas salieran bien.
No le gustaban los finales
felices.
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