Brindemos por la dulce
venganza.
PRÓLOGO.
¿Qué es el amor herido sin una
venganza? ¿Qué sería del sacrificio sin un motivo?
Los amantes incomprendidos son un ideal, un sueño efímero
que despierta romanticismo en muchas personas; no obstante, ¿cuál es el precio
por semejante ambición? Sangre, deseo en frenesí y muerte: ese fue el pago de
los protagonistas de esta historia para alcanzar aquel romance que sólo en
delirios se puede rozar con las yemas de los dedos.
«Brindemos por la
dulce venganza» es un relato en el cual el amor y la vendetta son el origen y el final, asimismo la luz y la oscuridad
surgida dentro de un triángulo amoroso de personajes arrebatados por la
violencia, el desastre y el idilio.
La manera en que está redactada la vida trágica de los seres
que a continuación estás a punto de leer, es realista, verosímil y cabe
destacar la estructura de la historia: no lleva un orden cronológico, detalle
que resulta por demás satisfactorio para el lector ya que este tipo de relatos
cuentan la acción en un tiempo normal.
La libertad que otorga la autora nos brinda un mayor
panorama para así enriquecer el argumento, dándonos el punto de vista de cada
uno de sus protagonistas y los actos llevados a cabo de forma simultánea entre
éstos.
Por último, sólo queda hacer una advertencia: no esperes un
final feliz en estas páginas. Esto forma parte de esta realidad envuelta en
fantasía y líquido rubí…
No es sensato dejarse llevar por las emociones que comparten
un par de asesinos.
J. Haller.
I.
Muchos años pasaron luego de la llamada «Masacre de los amantes». Los cuerpos
fueron encontrados el mismo día de la tragedia, pues el sonido del revólver de
Cristian alertó a los vecinos del edificio.
El único cuerpo que no estaba era el de Carlos. Quizás
alguien se lo había llevado, pero, ¿quién?
En la noche, y en la soledad de la morgue se encontraban
ambos cuerpos depositados en unos enormes cajones, esperando ser identificados.
La policía no movió un solo dedo para buscar el cuerpo de Carlos, ni para
investigar un poco sobre el caso.
En la ciudad todos estaban felices, pues los «asesinos silenciosos» no se habían
aparecido en varios días.
Cuando los forenses dieron por hecho de que nadie
identificaría los cuerpos, decidió que al día siguiente los enterrarían en una
fosa común. Fueron a cenar a un restaurante cercano, pues en el Servicio Médico
Forense no había mucho trabajo luego de la extraña desaparición de los
asesinos.
A la pequeña sala fría entró una mujer morena, de cabello
muy largo y lacio de color negro y un vestido de éste mismo color que le
llegaba a los pies. Las mangas eran largas y ceñidas, y tenía un escote
pronunciado en pecho y espalda. Tenía un búho en el hombro y una cría de lobo
amarrado por el cuello a una soga. Buscó entre los nombres de las etiquetas de
los pies de algunos 6 occisos en la morgue y encontró el cuerpo de Cristian.
Sonrió malignamente ante esto.
* * *
Azalee abrió los ojos y lo primero que vio fue a Carlos
sentado en una silla, con un tobillo sobre la rodilla contraria y fumándose un
cigarrillo. Un recuerdo relámpago atravesó su memoria: Cristian apuntando el
arma a la nuca de Carlos, éste sonriendo mientras cae de rodillas. Cristian
acercándose a ella y degollándola. Antes de perder la conciencia puede ver cómo
Cristian se vuela los sesos y... y luego nada.
Sintió como si después de haber visto ésta última escena,
hubiese perdido la consciencia durante unos segundos, como si todo hubiera
sucedido en un parpadeo.
Carlos dejó el cigarro en un cenicero y se aproximó a la
cama donde yacía su amada.
Estuvo muchísimo tiempo esperando a que despertara, fueron
quizás tres meses en los que la mujer estuvo como muerta.
—Cásate conmigo—le dijo como
rogando; Azalee levantó la mano izquierda y la miró: una preciosa argolla de
oro blanco se encontraba en su dedo anular. Miró los ojos color miel de Carlos,
luego volvió la vista a su propio cuerpo. Aún usaba aquel vestido blanco,
aunque ahora estaba algo roto y lleno de sangre y tierra.
No tenía claro lo que había sucedido, nada tenía sentido, y
no era como si le importara mucho, lo único que le mantenía la mente ocupada
era que Carlos estaba vivo, que estaban juntos otra vez.
* * *
Aquella mujer que sacó el cuerpo de Cristian, lo incineró
hasta reducirlo a cenizas; las guardó en una pequeña caja durante exactamente
veintiocho días, esperando la próxima luna llena.
Ese día tomó las cenizas de Cristian, a su cría de lobo y a
su pequeño búho, además de un bolso con diversos materiales. Se dirigió al
cementerio más cercano a hacer su ritual.
Se aseguró de que no hubiera nadie. El cementerio no tenía
velador.
Se introdujo hasta lo más recóndito, caminando entre lápidas
rotas, arena de muerto y huesos viejos. Tomó un cráneo que encontró en el camino
y se detuvo en el lugar en el que el búho ululó; el animal bajó del hombro de
la mujer y se posó sobre las raíces salidas de un viejo y marchito árbol.
La mujer sacó algunos materiales de su bolso de tela: unas
velas rojas y negras, aceite de rosas, incienso, un frasco con corcho con un
líquido rojo y espeso, un puñal y un collar hecho de huesos de cuervo.
Formó un triángulo equilátero con las velas y las encendió;
hizo un pequeño agujero en la tierra en el centro de la figura y ahí colocó las
cenizas, el aceite de rosas, el líquido espeso y encajó levemente el puñal en
el lomo del lobo. Puso una sola gota de sangre en el agujero.
Pronunció la palabra Obscuritatem
durante unos minutos. Un ente se apareció frente a ella y recogió el cráneo del
suelo.
— ¿Qué se te ofrece?—dijo aquella
presencia oscura, cuya forma era la de un hombre con una capucha que portaba un
cetro de madera con una cabeza de carnero en la punta.
—Quiero que despierte—dijo con
odio en la voz señalando los restos del cuerpo de Cristian—. Necesita vengarse
de quien le arrebató la vida.
Obscuritatem señaló al lobo con el cetro.
—El cachorro debe comerlo—señaló
esta vez las cenizas de Cristian—. Sabes el proceso.
La mujer asintió, en realidad no pedía la ayuda de
Obscuritatem para despertar a Cristian de su sueño eterno, sólo necesitaba su
permiso.
Obscuritatem era la muerte.
* * *
Carlos Alvarado nació en España, cerca del siglo XV. Cuando
tenía 22 años su padre, un famoso periodista de la época le pidió le ayudara
con una entrevista que no podría cubrir él mismo, y confiado por los grandes
conocimientos de su hijo, creyó que este podría realizar el trabajo. Carlos
aceptó sin dudarlo, pues sabía que si hacía esto bien, sería un orgullo para su
padre. Emocionado emprendió el viaje hasta Madrid, donde el Marqués de Boutier
lo esperaba.
El castillo de Boutier era grande y muy antiguo, según
comentarios de los sirvientes que guiaron a Carlos al despacho del Marqués, la
edificación había sido construida cerca del siglo X.
La entrevista fue perfecta, Carlos tomó muy buenas notas y
sabía que había hecho un excelente trabajo. Debido a que el viaje había sido
muy pesado y largo, el Marqués le ofreció quedarse un par de días para que el
camino de regreso no le pesara tanto.
—Sólo no te acerques a las mazmorras—le
dijo el Marqués con misterio. Con curiosidad, el joven escritor le preguntó la
razón, a lo que Boutier le dijo que en realidad no sabía lo que se encontraba
en ese lugar, pero que su abuela le advirtió esto antes de morir:
«Quienes entran a esas
mazmorras, no salen siendo ellos mismos».
Al segundo día de su estancia en el castillo, Carlos, movido
por su curiosidad decidió adentrarse en las mazmorras aprovechando que Boutier
había tenido que salir de improvisto. Tomó una vela encendida y comenzó a bajar
las escaleras de madera y roca.
Conforme bajaba, la humedad y el moho se intensificaban y un
insoportable olor a carne podrida le hacía tener arcadas. Comenzó a creer que
había cometido un grave error al desobedecer las órdenes del Marqués, pero ya estaba
demasiado lejos para dar vuelta atrás.
Cuando al fin llegó ante la puerta que daba entrada a las
mazmorras, sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Tomó aire y
estiró la mano hacia la argolla oxidada que servía de picaporte y la jaló.
La humedad hacía la puerta de madera más pesada, por lo que
puso la vela en el suelo y tomó la argolla con ambas manos, usó todas sus
fuerzas y logró abrirla un poco. El lugar estaba mucho más oscuro que el
pasillo que lo condujo hasta allí. Luego de aclarar la visión, pudo ver lo que
se encontraba dentro:
Allí estaba un hombre maduro sin ropas, bastante sucio,
colgando de los brazos por unas gruesas cadenas oxidadas. Al escuchar a Carlos
entrar, alzó el rostro. Sus ojos eran rojos, destellaban como dos malignas
luces.
Carlos estaba simplemente aterrado, retrocedió un paso y
accidentalmente tiró la vela, provocando que la débil luz que producía se
apagara con el agua que se encharcaba en el suelo de piedra. Todo estaba a
oscuras, no había otro sonido que la agitada respiración de Carlos, quien estaba
paralizado. Luego de unos inquietantes minutos escuchó moverse las cadenas que
sujetaban los brazos de aquella criatura, estaba seguro que eso no era un
hombre.
Las cadenas crujían y crujían hasta que parecieron al fin
romperse, el óxido había ayudado al ente a lograr esta tarea.
No tuvo tiempo de reaccionar cuando dos colmillos se
clavaron en su cuello y comenzaron a succionar su sangre. Las piernas
comenzaban a temblarle, estaba seguro de que iba a morir, nadie podría ayudarlo
y era evidente que el ser de las mazmorras tenía bastantes años allí encerrado,
y estaría hambriento...
Cayó al suelo, debilitado y sentía que se iba a morir. El
vampiro se acuclilló y tomó uno de sus brazos, le rompió la manga del saco y la
camisa. Estaba a punto de clavar una vez más sus afilados dientes en la piel de
Carlos para terminar con el hálito de vida que le quedaba, cuando un estruendo
irrumpió en el mortífero silencio del lugar.
No supo cómo, pero el vampiro salió disparado y colisionó
con la pared más lejana. Abrió un poco los ojos y miró el motivo de aquel
estruendo, el Marqués con una especie de arco y flechas de madera, con las
cuales había herido al vampiro.
— ¡Le dije que no debía
entrar!—gritó Boutier.
El joven escritor perdía el conocimiento durante unos
segundos y luego lo recuperaba, durante esas fases pudo ver al vampiro
levantarse, correr hacia Boutier y devorarlo cual león enjaulado a un ciervo.
Luego de su sanguinario banquete, corrió escaleras arriba.
Después, Carlos perdió definitivamente el sentido.
Pasó mucho tiempo para que el joven despertara, y durante
esos años de sueño ininterrumpido, fue encadenado a la mazmorra al igual que el
vampiro que había escapado.
Boutier murió por el ataque del vampiro, también todos sus
empleados. Sólo quedó vivo uno, el más viejo de todos, Marcelo Villalobos.
El señor Marcelo dijo a los agentes de la policía que Carlos
había abandonado la mansión en el mismo día en que la entrevista a Boutier
había terminado, por lo que los ingenuos oficiales creyeron que este estaba ya
en Sevilla y no vieron relevante el hecho de ir a interrogarlo. Además,
Villalobos se había encargado de mentir diciendo que lo que los atacó había
sido un animal salvaje.
No hubo más investigaciones sobre el caso.
En Sevilla, el padre de Carlos lo buscó insistentemente y
murió sin tener alguna pista de él. El joven Alvarado se mantuvo así, de 22
años durante mucho tiempo, pues la mordida del vampiro no lo había matado, lo
había convertido en uno de ellos.
En el año de 1700 el castillo en ruinas de Boutier fue
comprado por un rico hacendado y ordenó derrumbarlo para construir una hacienda
más.
Carlos, ahora convertido en vampiro, se las arregló para
escapar. A pesar de que su sed de sangre era muy fuerte, su inteligencia y
tacto lo eran más, así que pudo contenerse hasta estar fuera de Madrid.
Vagó durante muchos años, vivió en muchos lugares del mundo
y al final, en pleno siglo XXI fue a parar a una pequeña ciudad en México.
Nunca imaginó que en este país conocería a quien fuera el único gran amor de su
vida.
* * *
Al preguntarle su amada una explicación, Carlos procedió a
platicarle que cuando Cristian le disparó, su cuerpo murió, pero este mismo mudó de piel al igual que una serpiente.
Azalee no entendía mucho, quería respuestas y las quería ya, su momento de
cursilería había terminado y ahora quería saber por qué estaban vivos.
—Soy un vampiro—dijo Carlos y
Azalee soltó una carcajada, el joven la tomó por los hombros y le gritó: —
¿Acaso no es obvio? Estamos VIVOS, mujer.
Azalee negó insistentemente con la cabeza y se soltó del
agarre de Carlos. No podía creer que eso estuviera sucediendo, le sonaba a
alguna película de jóvenes adolescentes que se enamoran y uno de ellos resulta
tener un poder sobrenatural. Su historia de amor con Carlos era única,
inigualable, eran dos asesinos seriales que habían sido asesinados a su vez por
un viejo amor, ¡así sería como iban a terminar las cosas!
— ¡Me convertiste en un estúpido
vampiro!—gritó la mujer pateando una mesa, en la cual se encontraban algunas
copas, que se rompieron al caer.
Carlos intentaba tranquilizarla pero era en vano. Ella estaba
furiosa.
— ¿No puedes entender lo
importante que eres para mí?—le gritó en un arranque de desesperación—. No
puedo, mujer, no deseo una vida sin ti a mi lado, no concibo un mundo sin tu
existencia acompañándome, por eso lo he hecho, soy un maldito egoísta, ¡pero te
amo!
Azalee frunció el ceño desfigurando su fino rostro. Mostró
los colmillos y se abalanzó hacia Carlos haciéndolo caer. Ya en el suelo, lo
besó como nunca antes.
* * *
La cría de lobo fue forzada a comer la pútrida mezcla de la
hechicera. El pobre animal se retorcía en el suelo mientras la bruja intentaba
colgarle el collar de huesos. Luego de unas angustiantes horas para el pobre
animal, al fin dejó de retorcerse cual lombriz y la hechicera se reincorporó
para irse. Salió con sus animales del cementerio casi al amanecer, llegó a su
pequeña casa y se encerró ahí durante días tejiendo la estrategia perfecta para
su próximo plan.
Pasaron algunas semanas y entonces empacó algunas cosas,
dejó al búho encargado con una vecina y se fue con el pequeño lobo. Tomó un
autobús que le llevaría a una ciudad cercana, allí rentó un hotel y por las
tardes se dedicó a buscar por ahí a algún niño desamparado.
No tardó mucho en conseguir lo que buscaba, una madre
hablando por teléfono descuidaba a su bebé, que no parecía tener más de medio
año de nacido; la bruja aprovechó esta oportunidad y tomó al bebé. Cuando la
madre se percató de que el niño no estaba, la bruja ya se hallaba lejos.
Regresó a casa esa misma noche y en la oscuridad de su
habitación preparó lo necesario para dar inicio a su ritual de reencarnación.
Colocó al pequeño bebé en el centro de un círculo de velas
blancas y tomó un puñal. Pronunció algunas palabras en un idioma extraño,
encajó el puñal en el pecho del niño y luego en el del lobo, sacándole el
corazón a éste último.
«Obscuritatem, doy
esta cría de lobo como ofrenda para colocar el alma que fue despojada
injustamente de su cuerpo en el cuerpo de este bebé».
El alma de Cristian
navegó por el aire unos segundos, abandonando el cuerpo del lobo y entró al
cuerpo del niño, que lloraba desconsoladamente. La bruja lo cargó e intentó
calmarlo. La herida comenzaba a cerrarse sola.
—Mi trabajo está
hecho.
II.
No te diré adiós como
la última vez porque me es imposible que todo sea definitivo cuando se trata de
ti...
Hay cosas en la vida que sabemos que están mal y sin
embargo, las seguimos haciendo. Llámese atracción hacia lo prohibido, llámese
rebeldía, llámese ignorancia, maldad... o amor.
Antes de todo, antes del deliberado hurto de cadáveres y
sesiones de brujería, hubo una historia, la historia de cómo Carlos y Azalee
pasaron de ser una pareja de enamorados a dos asesinos despiadados.
Esa tarde ella pensaba en él más que otros días. Pensar en
él le hacía sentir bien, despejaba el mar de preocupaciones que tenía en la
cabeza.
Hubo un tiempo en el que se sentía poco interesada en lo que
debía realmente interesarle. Le faltaba un año para graduarse de la universidad
y sentía que no le importaba más. Su familia también pasaba desapercibida, su
pareja a veces le hacía sentir mal, rechazada, triste. Aunque él no quería
lastimarla. Lo hacía sin querer, porque de verdad la amaba. Pero a veces dolía.
Se lastimaban mutuamente pero buscaban siempre una solución. Y la encontraban,
o al menos eso creían, ya que después de una o dos semanas, todo volvía a ser
igual.
Entonces, un día sucedió. En la distancia lo encontró, sin
verlo lo conoció. Era algo muy complejo, más que trigonometría avanzada. Y
claro que trigonometría avanzada era una cosa muy difícil.
Al principio, le pareció una persona agradable. Se
identificaba con él porque ambos compartían el amor a la literatura y a la música,
pero luego... fue más allá de eso.
No supo ni cómo ni cuándo empezó todo el sentimiento. Un
pensamiento le invadía la cabeza a cada momento «Lo tuyo con él será algo grande».
Sus corazonadas nunca estaban equivocadas. Ella sentía que
algo habría entre ellos. Algo fuerte. Fue cuando empezó a pensar en él
desaforadamente, cada día, cada noche, su nombre haciendo eco en su mente...
«Carlos, Carlos,
Carlos, Carlos...».
No podía más. Nunca fue una chica discreta, y se lo dijo. Le
dijo lo que sentía. Él, naturalmente se sintió acorralado; no entendía cómo
alguien podía sentir algo por él, estando tan lejos uno del otro y con tan poco
tiempo de conocerse. Además sentía que Azalee sólo estaba confundida o que
sería un amor pasajero y no quería fiarse mucho. Pero la personalidad de Azalee
le hacía contradecir sus instintos.
Lo que Carlos no sabía es que ella era diferente. Algo
mística. Su mente era algo compleja, y a veces poderosa. Tenía la capacidad de
sentir o saber cuándo alguien era malo o bueno, tenía corazonadas muy
acertadas, y lo suyo con Carlos era una de ellas.
Sentía que lo quería, sentía que él era un tipo diferente,
que a pesar de estar sumido en una mísera vida, podía hacer algo con ella. Algo
grande. Lo sentía, lo veía venir de
cierto modo.
Cierto día Azalee cocinaba sopa de fideos. Casi olvidó
ponerle sal por pensar en él. Se recargó en la pared de la cocina y tomó el
teléfono celular para seguir mensajeando.
A Carlos también le gustaba ella, y se lo dijo. Ella, cual
niña pequeña, brincó de emoción, gritó y apretó los ojos rogando por que no
fuera un sueño.
Cada que le mandaba un mensaje, él tardaba en responder.
Ella pegada a la pantalla del teléfono, expectante. Casi se le quemó la sopa.
Esa tarde ella y su novio se vieron. Ella estaba mal, tenía
un tiempo deprimida o estresada. Y no era por la confusión de Carlos, el
problema venía desde antes.
A veces sentía que debía de dejar a su novio. A veces no se
sentía bien, creía que le hacía daño. Y con Carlos ahora, la oferta era más tentadora.
Pero había algo que no la dejaba terminar con él.
Y era difícil. Es difícil tener a dos personas en el
corazón. Ella odiaba sentir esa sensación. Al estar con su novio, él quería
besarla, pero ella pensaba en Carlos y no estaba bien eso, ¡simplemente era
malo, incorrecto, malo!
Pero inevitable.
Y lo besó, y tal vez ocurrió algo, pero no sintió mucho.
Pensaba en Carlos, en mil tonterías que planeaba en sus
tiempos de ensueño.
Deseaba irse de su casa, lejos, buscarlo y estar juntos,
aunque fuera en la calle, debajo de un puente. Deseaba estar a su lado, aunque
fuera demasiado pronto. Pero luego pensaba que si él le ofreciera esto, no
sabría si aceptarlo o no. No sabía si tendría el suficiente valor para hacerlo.
Deseaba tanto cumplir una fantasía musical, los amantes de
la demolición. Sentía que Carlos era su plus
en ese aspecto. Se le ocurría que ellos dos podían huir, dejar sus nombres, sus
familias, sus metas, y escapar, todo en una lluvia de balas...
Bastante improbable. Pero tentador. Huir como dos asesinos,
morir juntos al ser casi atrapados por la justicia y hacerse compañía en el más
ardiente infierno, donde sus almas se fundirían formando una sola por toda la
eternidad.
Sueños raros, nada más. Pero al fin y al cabo, posibles, si
se deseaba.
Soñaba con compartir eso con él. A pesar de la distancia y
las circunstancias de miseria y abandono en las que él se encontraba. A pesar
de eso y más, sentía que si pasaban el tiempo suficiente juntos, su mutua
atracción se convertiría en amor. Un amor extraño, lejano, secreto amor.
Porque no podía sacarlo a relucir, no. No todavía. Debía
estar segura que Carlos la querría igual. Así ella sabría si dejar o no todo,
si abandonar o no su vida, para entregarse en cuerpo y alma a Carlos, su amante
de la demolición.
* * *
En la lejanía, pudo ver su silueta acercarse con suma
lentitud. El sol estaba a punto de ponerse entre las colinas, las primeras
estrellas se asomaban con timidez en el firmamento.
Ella lo esperaba en lo más alto del puente. Carlos llegó por
atrás, tomó su mano. Ella se giró, al ver su sombra sonrió.
Él le preguntó si estaba lista. Azalee asintió con
seguridad. Caminaron tomados de la mano, escuchando correr el río de sangre.
Llegaron a la calle de siempre, apodada con razón de sobra,
«La calle de los asesinos silenciosos».
No había vigilancia, hasta los policías temían a los amantes de la demolición.
Por lo tanto, la única manera de no morir asesinado en esa calle era
simplemente no pasar por ahí.
Carlos sacó un cuchillo de su abrigo. Ella sonrió mirando la
mancha de sangre seca en el filo. Él se acercó e hizo una pequeña incisión en
su labio, luego la besó saboreando la sangre. La atrajo con fuerza pegando su
frágil cuerpo con el suyo, mezclando su aliento y su saliva sangrienta y su sed
de muerte.
Unos pasos temerosos interrumpieron el compás de sus
apasionados y sangrientos besos. Carlos preparó el arma, y cuando el hombre
pasó por el callejón, Carlos le clavó el cuchillo en el costado.
El hombre gritó, los amantes no escuchaban. La víctima cayó
al suelo, débil. Ella cargó el revólver y terminó con el sufrimiento de aquel
hombre.
El sonido del arma hizo un eco en la calle desierta. Nadie
salió de su hogar para ver si podía ayudar en algo.
Eran imparables.
El hombre quedó tendido en la acera. La sangre escurrió
hasta llegar a una alcantarilla.
Y luego al río de sangre.
Los asesinos volvieron al puente. Miraron nadar los peces
entre el líquido carmín. Carlos la miró a los ojos y susurró «Hasta el final de todo».
Ella agachó la cara, mientras sonreía. Carlos la hizo
mirarlo y repitió muy cerca de sus labios aún sangrantes «Hasta el final de todo...».
* * *
La noche se volvía su hora habitual de amarse. En el día,
preferían dormir. O tal vez esconderse.
En el día Carlos era un escritor. Ella, una pianista.
Nadie sospecharía de un par de artistas anónimos. Nadie.
Las ventanas del departamento estaban tapadas con cartón
para no dejar entrar la luz.
Una rata se paseaba por el pasillo, Carlos le dio un pedazo
de queso. Azalee tocaba el piano. Escuchó sus pasos acercarse, sonrió. Casi no
hablaban, preferían sentir. Reservan el sentido del oído para la música. Ni
siquiera al asesinar escuchaban las súplicas de sus víctimas, ni el gotear de
la sangre, ni los gritos de los transeúntes que sólo veían dos sombras armadas
en el callejón.
Carlos llegó detrás de ella y posó las manos sobre sus
hombros. Acercó la mejilla a su cabello corto y besó su oreja provocándole un
escalofrío, ella encogió un hombro en respuesta. Carlos la hizo girar y tomó su
cara entre las manos. Se acercó a besarla. Saboreó el sabor a sangre que tenían
sus labios.
¿Cómo habían llegado a eso? No recordaban. Sólo les
importaba estar juntos y saciar su sed de sangre cada noche, cuando el silencio
reinaba en las calles y en sus oídos.
La primera vez que se vieron en persona fue una reunión poco
común. Tenían ya tejida una relación a distancia desde hacía meses, todo en
secreto.
Planearon huir juntos, dejar sus nombres y sus vidas. Y
estar juntos, hasta el final de todo.
No recordaban cómo habían llegado al extremo de ver el
asesinato como un pasatiempo. Tal parecía que ser asesinos era como un sueño
para ellos. Como una meta.
Su primera reunión fue al principio algo romántica. Nunca se
habían visto en persona. Y al hacerlo, se abrazaron hasta sentir dolor. Sus
labios intentaban encontrarse torpemente. Poco a poco el encuentro perdió la
inocencia. Se mordieron con ahínco hasta saborear la sangre.
Parecía ser un combustible.
O un detonante.
Estimulante.
Sin separarse tomaron un taxi. Pidieron al chofer los
llevara hasta los límites de la ciudad. Él, inocente y creyendo haber
encontrado una buena comisión, condujo hasta el lugar que los amantes le
indicaron.
Estando allí, Carlos dejó de besar a su querida. Ella,
pareciendo leer su mente, sacó un cuchillo de su bolso y se lo dio a su amado.
Degolló al chofer. El taxi perdió el control y se fue a estrellar contra un
árbol.
Bajaron del auto y escondieron el cadáver en el
portaequipaje. Condujeron sin rumbo, abandonaron el taxi al tercer día y
robaron otro auto. Y otra vida.
Cambiaban de coche cada tercer día. Tomaban el dinero de las
víctimas y con eso compraban comida, o alquilaban una habitación en algún hotel
de paso.
Hubo un momento en el que no sabían en donde estaban. Era
una ciudad grande pero con pocos habitantes. Decidieron quedarse ahí. La gente
se veía dócil y cobarde. Sin voluntad. Y ahí, en esa ciudad, comenzaron con su
reino de sangre y asesinatos. Eran felices. Matar los hacía sentir plenos.
Pero Carlos sabía que si perdía a su querida, su labor no
podría ser terminada satisfactoriamente. Por eso la cuidaba mucho. Azalee era
una mujer fuerte e inteligente, pero impulsiva. La sangre la enloquecía, y
Carlos le ayudaba con eso. O al menos lo intentaba.
Eran un buen equipo. Y se amaban. Y Carlos siempre le
prometió que estarían juntos toda la eternidad. Que si uno de los dos moría, el
otro lo acompañaría.
Hasta el final de todo.
* * *
La había buscado desde hacía años. Ella había sido suya
primero, y Carlos se la había robado.
Cuando escuchó de «La
calle de los asesinos silenciosos», inmediatamente se dio cuenta que eran
ellos. Se dedicó a buscarlos, a observarlos durante meses...
Tejió su plan con cautela y sumo cuidado. Cuando vio a los
amantes salir de su escondite para hacer su labor nocturna, Cristian se dirigió
a la calle donde los asesinos silenciosos iban cada noche. Usó una gabardina y
un sombrero para ocultar su identidad. Caminó asegurándose de que sus pasos
eran lo suficientemente quedos para no ser escuchados. Se asomó por el callejón,
los amantes se besaban con desespero, pudo ver sangre escurrir de sus bocas.
Un mal movimiento de su pie hizo crujir una piedra, los
amantes se separaron y miraron al extraño que los miraba desde la entrada al
callejón.
Ella sonrió y sacó su cuchillo. Carlos quiso detenerla.
—Este es para mí—dijo zafándose
de su agarre. Caminó con seguridad. Cristian no se movía de ahí. Al estar ella
frente a él, y estar a punto de clavarle el cuchillo en la cara, él la detuvo
con fuerza. Dejó ver su mirada y con ella le hizo la advertencia:
—Si no eres mía, no lo serás de
nadie.
Luego se echó a correr. Ella se derrumbó al reconocer esa
mirada. Carlos fue por ella y la levantó, diciéndole que todo estaría bien.
Presurosos, llegaron a casa. Empacaron lo poco que tenían.
No se habían casado, y en ese momento, al ver tan cerca el peligro, él quiso
pedirle matrimonio. Pero no pudo.
Ella se puso un vestido largo hasta la mitad de la
pantorrilla, con adornos de encajes. Todo el vestido era blanco, resaltando aún
más su palidez.
No acabaría. Lo suyo no tendría final.
Cristian los esperaba en la entrada, con el arma cargada. El
cartucho de repuesto jugando entre las manos. La sonrisa de placer bajo el
sombrero.
Carlos salió primero, por seguridad de su amada. Y al abrir
la puerta y luego girarse para verla por última vez, Cristian le disparó en la
nuca. Carlos murió instantáneamente.
Ella se tiró de rodillas mirando el cadáver sonreír. Sus
manos estaban llenas de sangre. Miró a Cristian, había guardado el revólver. En
su lugar un filoso cuchillo. Con la mano limpiaba
el filo, causándose heridas en donde doblan los dedos. Se acercó a ella y antes
de hacer nada, le dijo al oído:
—Sin un sonido...
Le cortó el cuello con facilidad. Miró cómo se desangraba en
sus brazos. Dejó caer el arma blanca y se dio un tiro en la cabeza.
Sin un sonido...
III.
Carlos descansaba sentado sobre la orilla de la cama. En su
mente rondaban toda clase de pensamientos, pero había uno que lo preocupaba
sobremanera, y era la transformación
de su amada.
La mujer aún no estaba completamente vampirizada, era cierto
que estuvo inconsciente durante tres meses, pero eso no había bastado. En ese
tiempo en que estuvo dormida, su cuerpo cambió, la piel se le cayó,
sustituyéndose por otra capa de piel más gruesa, aunque del mismo color.
Carlos había tenido que soportar ver todo este cambio, y aún
venía lo peor. Según lo que recordaba de su propia transformación, el tiempo
después de su inconsciencia fue lo peor de la metástasis. No sabía si tendría
las suficientes agallas para ver a su amada sufrir de esa manera tan fea.
Una parte de él intentaba ignorar estos pensamientos pero le
era en realidad difícil hacerlo, pues tenía que prepararse psicológicamente
para lo que venía. Ya estaba bastante estresado por todo lo que había hecho luego
de que Cristian los matara, el
recuerdo era fresco...
Cuando Cristian se disparó, Azalee seguía viva; aunque esto
no sería por mucho tiempo pues la herida en su cuello la estaba desangrando.
Carlos se levantó del suelo, el agujero de la bala que penetró en su nuca se
estaba cerrando y ahora debía hacer algo para que su querida no muriera.
La tomó por los hombros y la abrazó intentando no llorar.
Debía ser fuerte. Apretó los ojos, lo que iba a hacer no sería fácil para él.
La mordió en el cuello, casi debajo de
la oreja derecha; hizo lo que estuvo en sus manos para no herirla, pero los
quejidos que la mujer emitía le decían que no lo estaba logrando. Pero al menos
estaba viva. Cuando sintió que sería suficiente, dejó el cuerpo en el suelo, le
dio un beso en la frente y se marchó. Debía preparar todo.
Vagó durante dos semanas alrededor de la metrópolis,
buscando algún tipo de refugio. Encontró un edificio abandonado y casi en
ruinas, decidió tomarlo como un hogar temporal en lo que la metástasis de
Azalee terminaba. Fue por ella a la morgue con el temor de que ya hubiese sido
enterrada, pero para su fortuna su amada seguía ahí. Se sentía feliz de que
ambos fueran ahora no-muertos, así su amor duraría por siempre...
Azalee llegó por detrás de Carlos y lo besó en el cuello,
luego se situó frente a él y abrió las piernas para sentarse sobre las de
Carlos, frente a frente. Le enredó los brazos alrededor del cuello y rozó sus
labios con los suyos, abriendo un poco la boca para dejar entrar la de Carlos.
Él se olvidó por un momento de sus preocupaciones y atrajo el cuerpo de su
amada al suyo, abrazándola por la cintura. Se besaron despacio, pero después la
lentitud se convirtió en ferocidad y los besos en mordidas, se arrancaban
trozos de carne de los labios y el cuello, en fin, de todas formas se iban a
regenerar... Se rompieron mutuamente las ropas hasta quedar al descubierto sus
cuerpos desnudos, y en la oscuridad de la habitación reanudaron el mórbido acto
sanguinolento.
Mancharon las sábanas percudidas del líquido carmesí que
emanaba de sus heridas, ella rasgó las sábanas con sus propias uñas al tener
dentro suyo la ferocidad de su amado, se hundieron en el vaivén de caderas
mientras rugían cual leones en pleno apareamiento.
Al amanecer, ya estaban exhaustos, las heridas casi cerradas
en su totalidad. Nadie los detendría, nada sería lo suficientemente fuerte para
terminar con ellos. Nada.
El cansancio los hizo quedarse dormidos, abrazados y con las
piernas entrelazadas, cubiertos con aquellas sábanas manchadas de rojo.
Carlos despertó por el fuerte ruido que provenía del cuarto
de baño, era Azalee, quien parecía estar vomitando. Sin pensarlo más se levantó
de un brinco y corrió hacia el baño; la miró desde el umbral; ella estaba
encorvada frente al inodoro, su espalda haciendo movimientos al compás de sus
arcadas, los brazos temblándole sobre el asiento del retrete. Temeroso, se
acercó a ella y lo que vio le heló la sangre: arañas vivas salían de la boca de Azalee en forma de vómito, eran cientos de
ellas, algunas caían al agua y otras se le subían al cuerpo y se enredaban en
su cabello. Carlos no supo que hacer más que dar suaves palmadas a la espalda
temblante de Azalee. No recordaba bien lo que él había pasado en su
transformación, pero al ver esta escena, su memoria se refrescó un poco.
Luego de unos minutos, Azalee dejó de vomitar. Se abrazó al
cuello de Carlos, quien pudo sentir su cuerpo temblar sobre el suyo. Le rodeó
la espalda con los brazos y le dio palabras de aliento.
—Vas a estar bien...
* * *
Mientras tanto Katia Ugalde, la bruja que reencarnó el alma
de Cristian en el cuerpo del bebé, cuidaba del mismo con un cariño inmenso.
Katia había sido amiga de Cristian en el pasado, pero por azares
del destino se separaron y ella jamás pudo decirle lo que sentía por él. Cuando
supo que la novia de su amor imposible se había extraviado, Katia se acercó más
a Cristian sin que este se diera cuenta; lo observó y cuando cometió su macabra
venganza, ella estuvo ahí para verlo todo.
Los dotes de brujería negra los aprendió de su madre, una
tal Magdalena Gutiérrez, que era vidente y además hacía trabajos de magia
negra. Katia heredó todos los conocimientos de su madre, aunque creía que jamás
los iba a necesitar. En su adolescencia viajó a la sierra, donde conoció a un
chamán que le enseñó mucho de lo que sabía. También la inició en el mundo de la hechicería y le ayudó a trabajar con la
fuerza y energía que la Santa Muerte le proporcionaba de vez en cuando. No se
imaginaba que aquel pacto con Obscuritatem le iba a ayudar tanto en el futuro.
Mientras el cuerpo del niño aceptaba el alma de Cristian,
ocurrieron una serie de aterradores
cambios, pero para Katia eran algo normal. Había estudiado todo lo relacionado
con el trabajo que hizo, y estaba preparada para lo que venía. El bebé no
lloraba mucho pero cuando lo hacía su llanto era profundo y agudo. Además de
eso, era molesto para el oído humano y podía incluso escucharse a varias calles
de distancia. En ocasiones los ojos cafés del niño se tornaban rojos y con un
toque tenebroso, y otras tantas veces el bebé pronunciaba palabras en un idioma
extraño. Cuando esto último pasaba, quería decir que espíritus malignos
intentaban poseer el cuerpo dado su estado vulnerable, pero Katia sabía
perfectamente cómo lidiar con esto.
Pasó un mes y el pequeño mejoraba considerablemente, aunque
los acontecimientos extraños no cesaban. Katia pensó en ponerle un nombre nuevo, pero «Cristian» le
gustaba. Eso sí, lo registró debidamente y le dio su apellido. El pequeño ahora
se llamaba Cristian Ugalde.
Cierta vez, Cristian despertó en la madrugada llorando
desconsolado, cuando Katia se aproximó a él, vio que el pequeño lloraba
lágrimas de sangre y el iris de sus ojos era blanco. Lo que hizo la joven
hechicera fue tomar un balde de agua helada y echarlo encima del niño,
pronunció unas palabras en latín y encendió algunos inciensos. Cargó al niño en
brazos y esperó a que durmiera.
* * *
Azalee vomitaba insectos y cosas desagradables con
frecuencia, defecaba hojas de árbol secas y gusanos muertos, una vez llegó a
vomitar un hueso humano de algunos diez centímetros de largo. Carlos tuvo que
sufrir con ella todo esto, sentía en carne propia el dolor, la incomodidad y el
desespero de su amada cada que cosas como esta ocurrían; a veces cuando
terminaban estos sucesos, Carlos se encerraba en una habitación a llorar. Era
demasiado para él verla sufrir, pero no tenía opción.
* * *
Así fue durante ocho años. Día a día Katia y Carlos veían a
sus seres amados sufrir de formas inimaginables, hórridas y en ocasiones
asquerosas.
Los ataques cesaron gradualmente hasta desaparecer en su
totalidad. Fue entonces cuando Carlos y Azalee pudieron reanudar sus hábitos
criminales, y Katia preparaba a Cristian para que obtuviera su venganza.
Los recuerdos de la otra vida de Cristian se hacían
presentes en forma de sueños, al principio el pequeño niño se confundía, a
veces lloraba al revivir mentalmente la escena de la muerte de los amantes y su
propio suicidio, solía ver fantasmas por todas partes decirle cosas que no
comprendía, pero estos espectros no eran más que la sombra de su pasado.
—Mami, ¿por qué veo todas esas
cosas? No me gusta, no quiero ir a dormir ya, no quiero escuchar esas voces...
Ante esta cuestión, Katia siempre le respondía:
—Tienes que encontrar la
respuesta tú mismo, yo no puedo ayudarte; si llegara a hacerlo, la oscuridad me
llevaría lejos de ti y no podría guiarte.
Según lo estipuló Obscuritatem, el pequeño tendría que
realizar su venganza solo, sin la ayuda de Katia ni de nadie más, debía juntar
todas las piezas de su rompecabezas y así rehacer su vida, tener en claro el
porqué estaba vivo y al cumplir su misión, regresaría al mundo de los muertos
sin oportunidad de ir al cielo o al infierno. Esa era la paga, su alma.
IV.
El pequeño Cristian creció rodeado de amor y cuidados por
parte de Katia, su madre. Acudió a una escuela y sacaba las mejores
calificaciones. Era querido por todos, pero a él le era indiferente. Era un
niño solitario y hermético, encerrado en su propio mundo.
En su adolescencia se la pasaba leyendo novelas policiacas,
de detectives, cosas misteriosas. Hubo un tiempo en el que sus sueños extraños
y los espectros que lo acompañaban llegaron a mezclarse alterando su percepción
de la realidad.
Cristian se enamoró de la mujer que aparecía en sus sueños,
creyó que esta había sido obligada a ir con aquel sujeto de ojos color miel.
Sentía que ella estaba viva y se prometió a sí mismo buscarla y liberarla de
quien creía su verdugo.
Tenía el recuerdo de aquella tarde en que los amantes habían
sido asesinados, pero en su memoria no podía verse a sí mismo, por lo que no
sabía que quien había perpetrado tremenda masacre había sido él.
A pesar de estar consciente de que Azalee estaba muerta, sentía que no era así, de alguna
forma.
Pero tendría que investigar muy bien y no limitarse a sus
novelas de misterio.
Carlos y Azalee, aprovechando sus dotes de vampiros,
recorrieron el mundo matando gente sin ser atrapados. Cierta vez les
dispararon, recorrían el desierto de California en un Mercedes blanco y unas
armas extrañas, como de láser, les dispararon. El auto chocó contra un árbol
seco y explotó. La policía creyó haber terminado con ellos pero no había sido
así. Cuando se retiraron para buscar a los bomberos para que apagaran el fuego,
los cuerpos ardientes de los amantes salieron del coche y caminaron hasta
encontrar una carretera. El fuego se extinguió conforme caminaban y los redujo
a dos figuras humanoides, quemadas y negras.
Como pudieron, detuvieron un auto y asesinaron al conductor,
quien pereció creyendo que lo habían matado un par de monstruos. Los amantes se
llevaron el auto y al cadáver en la cajuela. Su piel tardó en regenerarse
completamente alrededor de dos meses, así que no podían simplemente mostrarse
ante la sociedad. Bebieron la sangre del hombre hasta dejarlo seco y lo tiraron
en el Gran Cañón.
Condujeron sin rumbo hasta llegar a un pequeño pueblo
rodeado de un bosque. Se escondieron entre los árboles del bosque hasta que
sanaron sus heridas, consiguieron algo de ropa, la robaron a las víctimas que
asesinaban.
Ahora la policía estaba segura de haber atrapado a los
asesinos silenciosos, ya que los crímenes consiguientes que cometieron los
amantes, fueron variados. La policía no sospechaba de ningún asesino serial.
Los encabezados decían cosas como:
Destazan cuerpo a las afueras de la ciudad de...
Encuentran cadáver desnudo en las inmediaciones del poblado de...
La policía no consigue pista alguna...
Asesinan a mujer, la decapitan y tiran al río...
Habían sido un poco más creativos —y sádicos— a la hora de
matar, lo cual les beneficiaba sobremanera en varios aspectos.
Pero había alguien que no se tragaba por completo esta
historia, el pequeño Cristian, ahora convertido en hombre, había estado
siguiéndoles la pista.
V.
Encontrar a Don Jaime Boutier no fue fácil. Tuvo que dar
primero con la localización de un grupo de vampiros cerca de Francia.
Pero, ¿cómo haría para que estos vampiros no le asesinaran?
No se puso un collar de ajos ni mucho menos, lo que hizo Cristian fue recurrir
a los libros de magia negra y hechicería de su madre y contactar con Manceb, el
encargado de vigilar y mantener en orden el secreto milenario de los vampiros.
Hizo un pacto de carne con él, para esto tuvo que sostener relaciones sexuales
con un súcubo, un ser asqueroso con cuerpo despampanante de mujer, pero con la
piel escamosa, ojos de reptil, uñas como garras y colmillos filosos y grandes.
Siddarta, el súcubo, lo acompañaría en su travesía cuidándolo de no ser
devorado por los vampiros.
Así, al llegar a Francia y preguntar por Don Jaime Boutier,
los vampiros le dieron su localización sin chistar. Cristian y Siddarta fueron
a Madrid, donde aquel vampiro, antepasado del Marqués de Boutier, había mordido
a Carlos Alvarado algunos siglos atrás.
—Dime, mortal—dijo el vampiro, un hombre
tremendamente guapo, con los ojos color rojo, la piel pálida y el cabello
ondulado hasta los hombros. Estaba sentado en un trono hecho con osamentas
humanas, con dos vampiras desnudas en cada lado dándole toda clase de placeres—.
¿A qué debo el honor de tu visita?
—Usted tiene la respuesta a mis preguntas,
señor—respondió Cristian con voz firme haciendo una reverencia; Jaime sonrió burlonamente
ante esto—. Lo he buscado durante años, he estado escudriñando y tejiendo teorías
y llegué a una conclusión.
—Adelante, te escucho.
—Usted, en el siglo XV, fue liberado por
un hombre.
—Eso es cierto, ¿cómo no recordarlo?—dijo
Jaime con una pequeña y siniestra sonrisa—. Dime, ¿quién te dio esa
información?
—Manceb me permitió leer el libro de
Lodhart, señor—respondió el joven educadamente. Lodhart fue el primer vampiro
que se cuenta que existió. Fue prácticamente el historiador de esta especie. En
el libro de Lodhart se encuentran las vidas de los 300 vampiros esparcidos por
el mundo, incluyendo a Azalee y Carlos; además describe el proceso de
metástasis, y lo más importante: la forma de matar a un vampiro.
—Debes de ser realmente especial para que
Manceb te hubiese permitido leer algo tan importante—dijo Jaime tamborileando
los brazos del trono con las uñas largas y puntiagudas.
—Puede ser, señor. Y con todo respeto, le
digo que no vine a hablar de mí, sino del hombre al que usted mordió, Carlos
Alvarado.
Jaime soltó una risa.
— ¿Qué quieres que te diga?—espetó burlón.
—Yo quiero vengarme de él pero necesito
las armas—respondió Cristian. Jaime asintió con la cabeza, y después de
meditarlo un poco, dijo:
—En otras circunstancias no le habría
permitido a un simple mortal terminar con la existencia de uno de los míos,
pero... tú no eres tan simple ni tan mortal como pareces.
Bajó de su trono y caminó lentamente hacia el joven
detective y lo analizó con la mirada.
—Acompáñame, tengo algo que te servirá...
La estadía de Cristian en el castillo de Don Jaime se
prolongó más de lo pensado, pero el joven salió con más información, con armas,
preparación y... un par de ases bajo la manga.
Carlos y Azalee se volvían cada vez más locos, el último
crimen que cometieron antes de ser encontrados por nuestro detective fue de lo
más sádico.
Secuestraron a diez niños y los encerraron en su hogar
temporal, alejado de toda civilización. Tomaron a uno de los niños y con su
fuerza sobrehumana le arrancaron las extremidades y bebieron la sangre que emanó
de ellas. A los restantes los colgaron de las piernas y los degollaron, dejando
previamente unas cubetas debajo.
Luego de un rato, cuando los cuerpos estuvieron vacíos,
Carlos vació la sangre en la bañera.
Azalee estaba dentro, se dejó empapar del líquido carmín,
bebiendo un poco de él, untándolo en su cuerpo, en sus pechos, en su vientre...
Carlos entró dificultosamente a la bañera subiendo el nivel
del agua un poco.
Ya estando ahí, tomó a su amada por la cintura y la sentó
encima suyo, dejando entrar su ferocidad dentro de ella, con movimientos fuertes y rápidos
comenzaron a disfrutar de su sangrienta cópula. Ella encajó sus uñas sobre la
espalda de su amado dejando heridas profundas que sanarían enseguida. Y al
terminar salieron de la bañera, caminando entre los restos de los inocentes,
sin ropas y sintiéndose libres; se fueron de su escondite y caminaron sin rumbo
fijo durante semanas, cazando animales y algunos hombres que se cruzaban en su
camino.
* * *
Al terminar siempre sus crímenes y cópulas sangrientas,
gustaban de dormir. Y a veces su sueño se prolongaba durante días enteros.
Ese fue su error.
Cristian los rastreó durante mucho y al final pudo
encontrarlos. Supo de la desaparición de diez niños en un mismo condado y se
dio a la tarea de investigar. Como todo buen detective, tuvo sus deslices y
fallos, pero al cabo de unos días dio con el paradero de los vampiros.
Observó la casa desde lejos, arriba de una colina, con unos
prismáticos potentes. No había movimiento alguno en ella pero podía olerlos. Él
sabía que estaban allí. Luego de pensárselo durante mucho, decidió acercarse
con ayuda de Siddarta.
La súcubo se deslizó por el suelo cual serpiente,
acercándose sigilosamente a su destino. Al estar frente a la puerta del refugio
de los vampiros se incorporó y la abrió cuidadosamente, esos malditos
chupasangre tenían el oído muy fino.
Pero la puerta no rechinó y el piso de madera no crujió al
pasar ella por encima, todo estaba tan silencioso que incluso el mismo silencio
podía escucharse si se prestaba atención.
Cristian caminó hacia el refugio una vez que notó que
Siddarta estaba dentro, aunque sus pasos eran un tanto más torpes que los del
súcubo. Temió que los amantes escucharan sus pasos pero esto no sucedió.
Entró a la habitación siguiendo las pisadas rojas plasmadas
en el suelo de madera, y antes de girar el picaporte susurró:
—Ya me las pagarás, Carlos
Alvarado.
VI.
La madera del suelo de la cabaña comenzaba a absorber la
sangre de los infantes asesinados. Los amantes se encontraban en el suelo
descansando sus cuerpos exhaustos, producto del frenesí de horas atrás.
Siddarta se situó junto a Cristian justo cuando este estaba
a punto de girar el picaporte. Cuando el moreno la miró preguntándose por qué
demonios lo había detenido, el súcubo sólo se limitó a negar con la cabeza.
Retiró la mano de Cristian del picaporte y ella misma abrió la puerta sin
emitir un solo ruido. Se acercó suavemente a Carlos, se inclinó junto a él y
con sus manos escamosas y grotescas le tapó los oídos. Ella dirigió su mirada
verde moho hacia Cristian, quien entendió todo. Tomó a Azalee entre sus brazos
y se la llevó de ahí lo más pronto que pudo. Cuando la mujer estuvo bien lejos
con Cristian, el súcubo —que aún permanecía en la cabaña— se desvaneció,
habiendo completado su misión, regresando por fin a su rincón personal en el
averno.
Mientras tanto, Azalee comenzaba a despertar. Se encontraba
en el castillo de Don Jaime Boutier. Sus párpados se entreabrieron pudiendo
percibir tan sólo un panorama borroso. La embriaguez de sangre y vísceras de la
noche anterior la habían confundido. Sacudió la cabeza un par de veces y el
movimiento de su cuerpo provocó que los grilletes que la sujetaban emitieran un
sonido metálico. Al percatarse de que estaba inmovilizada de los brazos y
piernas, soltó un gemido cual bestia malherida. Aclaró su vista topándose con
unas paredes de piedra que emanaban agua turbia y moho. El techo del lugar
goteaba una sustancia con color y olor a óxido. No sabía qué estaba haciendo
ahí. ¿Dónde estaba su amado? ¿Estaría a salvo?
Intentó deshacerse de sus ataduras pero su fuerza descomunal
no pudo despegar las cadenas de los grilletes de la pared; en cambio sólo se
hirió las muñecas. Las heridas sanaban casi inmediatamente. Después de lo que a
ella le parecieron horas, Cristian entró. Su rostro le era desconocido a la
vampiresa, pues el lugar estaba bastante oscuro. La poca luz, proveniente de la
luna, se colaba por la ventana enrejada del calabozo, proporcionándole a Azalee
una vista macabra de su captor.
—Será mejor
que me dejes ir. Él vendrá por mí y te asesinará—gruñó, a la vez denotando todo
el dolor y la impotencia que sentía. Cristian soltó una carcajada.
—No nos
encontrará. Pero no te preocupes, yo mismo lo buscaré.
Azalee gritó hasta sentir que le raspaba la garganta. Luego
se echó a llorar.
— ¿Por qué
me trajiste aquí? Déjame volver con él, no quiero estar aquí, ¡quién demonios
eres! —gritó desconsolada. Cristian se acercó un poco más asegurándose que la
vampiresa no lo alcanzaría hasta ahí.
—Te he
visto en mis sueños desde que tengo memoria y sé que ese maldito te llevó a la
fuerza con él. Te voy a librar de esta maldición, ¡te haré libre! ¡Libre!
Cristian se fue del calabozo gritando eufórico. En el
pasillo que daba al vestíbulo, se encontraba de pie su anfitrión, Don Jaime,
quien sonreía extasiado.
— ¿Por fin
lograste sacarle la maldición? —preguntó con bastante interés en su mirada.
Cristian negó con la cabeza, como expectante.
—Aún no es
tiempo.
Dicho esto, el joven detective se retiró a una de las
habitaciones para huéspedes que había en el castillo. Se recostó sobre la cama
alta y esponjosa, se sumió entre los edredones de terciopelo, recargó la cabeza
cansada en los almohadones de plumas. Inhaló, y cerró los ojos; al exhalar, los
abrió. Su pecho se llenó y vació de suspiros, como si con ellos lograse
encontrar la respuesta que su venganza natal le exigía. La ansiedad en las
cutículas no se iba, las ganas de arrancarse el cabello a jalones persistía;
necesitaba una solución ya.
En su ensoñación, Cristian comenzó a tener visiones de su
vida pasada.
—Dime qué estás pensando—le decía
Azalee.
—Nada—contestaba él. Su antipatía
desesperaba a la chica, quien hizo un puchero.
—Juguemos a las preguntas, tú
empiezas.
Cristian sonrió casi
imperceptiblemente y aceptó el juego. Al final del día, terminaron riendo y
toda la incomodidad del momento se esfumó.
El joven detective abrió los ojos al momento que se
estremecía. Estaba agitado y algo confundido por la visión que había tenido.
Pero eso no importaba. Se dirigió rápida y furiosamente al calabozo donde se
encontraba Azalee. Al abrir la pesada puerta de metal, la encontró dormitando y
ella, al saberse acompañada, abrió los ojos. Cristian pudo verlos titilar desde
el umbral de la puerta.
—Juguemos a las preguntas, tú empiezas.
* * *
Carlos despertaba poco a poco sintiéndose un poco más fuerte
y con energía luego de la siesta. Bostezó y se levantó; lo primero que notó fue
la ausencia de su mujer. Supuso que tal vez estaría afuera buscando algo de
leña, pero se convenció de que algo andaba mal cuando percibió un olor ajeno.
Frunció el ceño y salió a buscarla, mas no la encontró.
Comenzó a preocuparse, ¿dónde estaría? Tenía miedo de
haberla perdido para siempre.
Se dedicó a oler el rastro pero este se perdió a mitad del
bosque, dejándole un montón de mortificaciones en la cabeza. No podía imaginar
siquiera quién pudo habérsela llevado, no tenía ni la más mínima pista para
comenzar a buscar. Carlos estaba convencido de que había sido un vil rapto.
Cogió sus escasas pertenencias—un collar de perlas, de Azalee; un llavero con
forma de piano; un revólver cargado— y se apresuró a abandonar el lugar.
* * *
Al escuchar a Cristian, Azalee se quedó atónita. Ella había
escuchado eso antes. Cerró los ojos, confundida, un remolino de recuerdos
sacudió su mente mas no pudo ver nada con claridad. Desde que había escapado
con Carlos, no recordaba demasiado sobre su otra vida, pero aquella frase le
parecía familiar. Le inquietaba tanto que no pudo ocultárselo a Cristian, quien
miró satisfecho su logro.
—E-está
bien—tartamudeó ella, mirándolo con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué me
trajiste acá?
Cristian se limitó a sonreír. De un rincón tomó un azadón, y
comenzó a jugar con él, haciéndolo girar sobre su eje, apoyado en el suelo de
piedra.
—Porque
debo liberarte.
—
¿Liberarme de qué?
—Estás
condenada, tu alma está destinada a arder en las llamas del infierno por toda
la eternidad si no te libero.
—Pero, ¿de
qué?
— ¡De la
maldición! Eres un vampiro. Tu alma no tiene lugar en el paraíso. Necesito
rescatarte, pues te han manipulado vilmente para convertirte en lo que eres.
Ese bastardo, ese cobarde te engañó. Es un cazador nato. Un depredador.
— ¡Yo lo
amo! —interrumpió ella de pronto, con lágrimas en los ojos y luchando por
librarse de los grilletes.
— ¡Y no
dudo que él también te ame! Pero te obligó a ser esto. Necesito liberarte,
¡entiéndelo! Yo no sé de dónde saliste, pero comencé a mirarte desde que
recuerdo. Te me aparecías en sueños, pude ver tantas cosas… y entre ellas,
estaba aquel momento en que ese malnacido te mordió. Puede ser que haya sido
con la intención de no dejarte morir, ¡pero condenó tu alma por toda la
eternidad! Ni siquiera te preguntó si tú querías eso.
—Pero ahora
lo quiero—espetó.
—No, no es
verdad—murmuró Cristian mirando sus pies. Luego alzó la mirada, encontrándose
con los ojos de Azalee inundados en un mar de lágrimas—. Estoy seguro que hay
algo más… dime, ¿cómo te llamas?
Ella secó sus lágrimas con el antebrazo, sorbió la nariz y
encaró a su captor.
—Me llamo
Azalee.
Al escuchar este nombre, Cristian sintió una punzada muy
intensa en la sien; el dolor había sido tan fuerte que cayó de rodillas en el
suelo tomando su cabeza entre las manos. Un torrente de emociones, recuerdos y
demás se apoderaron de él dejándolo ausente unos momentos. Azalee lo miró
extrañada y a la vez preocupada, pero se tranquilizó al ver a Cristian ponerse
de pie nuevamente.
Con la frente perlada de sudor, Cristian se acercó un poco
más a Azalee con el azadón en la mano.
—Debería
seguir con las preguntas—dijo forzando una sonrisa; no se sentía demasiado
bien, pero notaba progresos—. A ver, ¿qué recuerdas de tu vida pasada?
Azalee se tomó un momento para responder. No recordaba
demasiado, sólo veía memorias borrosas y distorsionadas; pudo ver a quienes
fueron sus padres, siempre viajando, o bien, en eventos sociales. También pudo
ver a un par de profesores llamándole la atención por no cumplir con los
trabajos de clase. Y luego vio a un chico, más o menos de su estatura, moreno y
con ojos cafés; ese chico era Cristian.
— ¿Qué pasó
con ese muchacho? —preguntó él. Ya suponía que Azalee recordaría al sujeto que
les había disparado, pero en su confusión y el desconocimiento de su vida
pasada, Cristian no sabía que él había sido quien intentó asesinar a los
amantes.
—Era mi
novio—respondió Azalee mirando al vacío. Luego miró fijamente a Cristian: El
joven había reencarnado en otro cuerpo, no obstante, su color de piel moreno,
sus ojos cafés, la forma de mirar… era igual. Así que cuando Azalee mantuvo
contacto visual con Cristian, al reconocer su mirada y revolver entre la mar de
recuerdos, se dio cuenta. Esa mirada era inconfundible e inolvidable. Él no
pudo saber su pasado, pero ella lo dedujo. Fueron sus sentimientos, fue una
corazonada la que le dijo quién era su captor.
—Eres
tú—concluyó, para luego sumirse en un abismo mental.
Al notar que la vampira estaba perdida en una especie de
choque emocional, procedió a romper las cadenas con el azadón y la mujer cayó
al suelo, esta vez inconsciente.
Se la llevó cargando hasta una habitación que una criada
había preparado previamente, la recostó en la cama y la cubrió con un edredón
rojo. La besó en la frente y veló su sueño toda la noche.
Azalee despertó temprano por la mañana, alegando tener una
sed descomunal. A pesar de saber que no tenía más ataduras, ella se comportó de
manera dócil ante Cristian; habían pasado décadas desde que había sido amable o
cuidadosa. Por lo general era agresiva y dañaba a todo aquel que se le pusiera
enfrente.
Pero cuando estaba con Cristian todo era distinto. Ella
comenzaba a recordar poco a poco su pasado. Gastaba las horas contándole a
Cristian todo lo que recordaba mientras él la escuchaba atentamente. Llegó un
momento en que Cristian dejó de darle su dosis diaria de sangre a Azalee, y
sólo le daba té de manzanilla. Ella no tenía inconveniente en eso, pues su sed
de sangre y asesinatos se había calmado considerablemente.
* * *
Ya habían pasado algunas semanas y Carlos no encontraba
señal alguna de Azalee. Había buscado en las ciudades aledañas al bosque donde
se habían hospedado. Nada.
Cristian había sido listo y se la había llevado bastante
lejos, eliminando su rastro. Carlos no los encontraría aunque buscase en todos
los lugares del mundo. Primero lo encontraría Cristian, quien tenía cuentas
pendientes con él.
VII.
El
ritmo de su respiración aumentaba con cada segundo que pasaba. La desesperación
cubría todos y cada uno de los poros de su piel. Su existencia estaba determinada por un
número que disminuía segundo a segundo. Una cuenta regresiva. El tic tac del
reloj le destrozaba los nervios, en cualquier momento su vida podría llegar a su fin, y él no
podría evitarlo. Intentó hacer contacto visual con uno de los guardias, pero
éste miraba fijamente hacia el frente. No parecía ser una buena persona.
No
recordaba cómo había llegado a aquel lugar, sólo sabía que de pronto había
despertado y estaba acostado en el húmedo suelo de un calabozo oscuro. Tal vez
debía intentar calmarse un poco, se lo repetía mentalmente a cada segundo.
Cerró
los ojos y aniveló su respiración. Luego de exhalar una gran bocanada de aire,
volvió a abrir los ojos. Esos escasos momentos de tranquilidad aclararon sus
ideas de una forma sorprendente. Sus recuerdos le decían, de la forma más
ordenada posible, que un simple mortal los había llevado hasta allá. He aquí el
recuerdo:
Había
abierto los ojos después de que unos ruidos interrumpieran su siesta. Miró con
el ceño fruncido al extraño que se hallaba en el umbral de la puerta y,
deliberadamente, se sentó sobre la cama sin despegar la mirada de aquel joven.
¡Bam!
¡Bam! Dos disparos muy certeros le dieron de lleno en el pecho. La bala le quemaba
intensamente, pero eso no era lo extraño… Lo raro era que sus tejidos no se
regeneraban, y le pareció que aquellas balas le entumían el cuerpo de una forma
descomunal. Gruñía mostrando los colmillos, pero era lo único que podía hacer.
El joven se acercó a él y lo golpeó en la nuca con un crucifijo. Fue ahí cuando
perdió el conocimiento.
Y
sí, ahora estaba en aquel calabozo sintiendo, por primera vez en décadas, el
horror y el miedo de morir invadiéndole cada célula del cuerpo. Agitó las
cadenas con el fin de romperlas pero parecían estar hechas de algún metal muy
resistente.
Al
darse por vencido por enésima vez, decidió estudiar escrupulosamente su
alrededor; comenzó con los celadores. Usando su fino y desarrollado olfato,
pudo deducir que se trataba de dos especies de demonios con forma humana.
Entrecerró los ojos sin comprender realmente qué buscarían aquellas criaturas
de la oscuridad, y más aún, por qué tendrían tratos con un mortal.
No
supo cuánto tiempo pasó. Pero su sed de sangre poco a poco se fue
incrementando, hasta que sus ganas de beber fueron mayores a su desesperación
por mirar a Azalee.
Cristian
se había dado un par de vueltas por ahí sin entrar realmente al calabozo. Se
quedaba detrás de la reja, mirando a la figura humanoide que colgaba de los
brazos, suspendido en la pared de piedra por aquellas cadenas. Carlos no se
libraría de ellas tan fácil como creía, no. Don Jaime Boutier se las había
proporcionado amablemente. Eran las cadenas que él mismo solía usar para
mantener a raya a sus esclavos.
Al
terminar su rondín, el joven
detective se pasaba hacia la habitación en donde tenía a Azalee. La vampiresa
se hallaba dormida. Cuando no estaba conversando con Cristian, estaba
durmiendo. Se había vuelto dócil y amable, y de vez en cuando sonreía de
verdad.
Eso
sí, no dejaba de pensar en Carlos. Pero, por mucho que le doliera, ya ni
siquiera esperaba que él volviese por ella. En realidad era algo que ya no
deseaba.
Habían
pasado algunos diez años después de que Carlos fuera encerrado en el calabozo.
Sus gritos desgarradores a causa del hambre que lo aquejaba, se escuchaban en
cada rincón del castillo, pero Azalee era la única que no los escuchaba.
Cristian pensaba que la hora de llevar a cabo su venganza, su verdadera venganza, comenzaba a
acercarse.
* * *
Abrió
débilmente los ojos al escuchar que la puerta del calabozo estaba abriéndose.
La escasa luz que se filtraba por la ventana a sus espaldas, iluminaba
tenuemente el rostro de su captor. Se sentía muy débil, sostener la mirada le
parecía un esfuerzo más allá de sus límites pero rendirse no era una opción.
—Veo que te has vuelto bastante
dócil—comentó Cristian entrando a paso lento. Apenas había traspasado el umbral
de la habitación cuando Carlos se remolineó débilmente intentando zafarse del
amarre que lo detenía de asesinar a su captor, aun a sabiendas de que era en
vano, a pesar de que, por más que lo negara, su vida estaba pendiendo en las
manos de aquel moreno de mirada profunda.
—Tan sólo di lo que tengas que
decir. Y mátame, o golpéame, o haz lo que quieras conmigo. Ya no me importa.
—No me digas… no te importa ni
siquiera… ¿ella?
Al
terminar de pronunciar la frase, la silueta encorvada de Azalee se apareció en
el umbral de la puerta.
La
locura invadió todos y cada uno de los rincones del pensamiento del vampiro.
Tantos años sin verla, tantos años sin saber siquiera si ella se encontraba
viva… todo ese ímpetu, esa emoción, esa alegría se mezclaba enfermizamente con
el hambre de vísceras, con la sed de sangre que tenía, con las ganas que sentía
de poseer el frágil cuerpo que se hallaba a unos cuantos metros de él.
Pronto
su rostro se desfiguró mostrándole a la vampiresa una cara de la moneda que
ella jamás había visto. Escuchar el simple sonido gutural que provenía de la
seca garganta de Carlos, fue suficiente para atraer su atención. Alzó la cara
levemente topándose con un rostro que reflejaba maldad en su estado más puro.
Los ojos miel que antaño le habían sacado tantos suspiros ahora se asemejaban a
un coágulo de sangre. Las escleróticas estaban inyectadas en sangre, era
difícil diferenciarlas del iris carmesí que refulgía en las sombras. Los
colmillos se asomaban amenazadores y, la forma en que casi desgarraba sus
comisuras por abrir desmesuradamente la boca, producían la ilusión de que sus
colmillos eran mucho más grandes de lo que en realidad eran. Aquellos labios
que habían recorrido cada rincón de su cuerpo ahora estaban opacados por los
rugidos y los colmillos que rogaban por que alguna de sus necesidades fuese
cubierta. Todo había cambiado en él. Aquel que estaba ahí, suspendido de las muñecas
con unas cadenas, aquel vampiro que rugía desaforadamente, que lloraba sangre a
borbotones y que se quemaba con la misma, aquel cuya piel chamuscada comenzaba
a humear, aquel adefesio no era el hombre del que ella se había enamorado.
O,
quizás, ella se había enamorado de la imagen que aquel vampiro hambriento se
encargó de mostrar. Porque esa era su verdadera imagen.
Se
dice que en condiciones extremas, el ser humano, su psique, su energía vital,
llega alterarse de forma tan grande que llega a sacar su verdadero yo. Es ahí
cuando, hambriento, o a punto de morir, o desesperado, o dominado por sus
propias emociones, saca lo peor de sí mismo. Es ahí donde no le importa nada
más que sí mismo, que sobrevivir, que la dueña de su corazón, la persona que estaba
de pie a unos metros de él, que ella estaba ahí pero si estuviera en sus manos
la mataría él mismo para conseguir tan siquiera un trago de sangre.
Ese
era el monstruo del que ella se había enamorado.
La
impresión la hizo caer de rodillas contra el piso de piedra. La colisión le
hirió la piel, y esta vez la misma no se regeneró. Dejó caer su trasero en el
suelo para mirarse la parte dañada y pudo notar que, aunque la herida era
superficial, esta se mantenía abierta y sangrando.
Miró confundida a Cristian, quien parecía ser el único que podría responder a
todas sus preguntas. Él sonrió de una forma tan cálida que a ella no le dieron
más ganas de preocuparse. Se quedó ahí en el suelo esperando a que él hiciera
lo que considerase correcto.
El
joven detective caminó parsimoniosamente hasta donde Carlos se encontraba,
todavía rugiéndole a Azalee. Una llave enorme y oxidada se introdujo en el
candado que aseguraba las cadenas que retenían a Carlos. Y al caer el objeto al
suelo, y al soltarse las cadenas, el monstruo se abalanzó al frágil cuerpo de
Azalee.
No
fue un encuentro agradable. El vampiro devoraba sin compasión cada trozo de
carne y de piel del cuello de su amada. Arrancó con los dientes la piel de las
mejillas y lamió el músculo, succionó la sangre. Azalee gritaba, el dolor era
enorme, su regeneración no estaba haciéndose presente y al parecer, por mucha
sangre que derramase, su muerte no se sentía cerca.
¿Era
ese el precio que debía pagar por sus pecados? Dios… nunca creyó en algo
semejante. La idea de tener que rendir cuentas a alguien durante toda su vida,
y a quien vería en su lecho de muerte recordándole las cosas buenas y malas que
hizo, no era algo que entrase de lleno en su filosofía de vida. Pero ahora,
contrariamente a sus creencias, se atrevía a pensar que de verdad, de verdad
eso que estaba viviendo era una forma de pagar por sus crímenes.
Y
de alguna forma le tranquilizaba saber que la sangre que derramó estaba siendo
vengada ahora, de la manera más atroz que alguien siquiera podría imaginar: ser
devorada viva por quien fue su amante por casi treinta años.
La
vida nunca le había sonreído, y en realidad no esperaba que lo hiciese justo
ahora. Sabía que no merecía nada, que aquella hospitalidad y calidez de parte
de quien fue el amor de su vida antes de que el vampiro apareciese, tenía que
esconder algo detrás. Él tenía derecho a vengarse, pensaba mientras Carlos le
arrancaba uno de los ojos para comérselo de un bocado. Ya ni siquiera gritaba.
El dolor había llegado a un punto tan alto que sus nervios se habían colapsado
impidiéndole llegar a sentir estímulo alguno. Miró inexpresivamente a la bestia
que se erguía frente a ella dando mordiscos a su tórax, halando la piel como si
se tratase de un elástico. Luego desvió ligeramente la mirada, observando
Cristian. Él contemplaba impávido desde su posición, como si esperase por algo
tan simple y cotidiano. No le ofendió ni le hirió que él no hiciese nada para
quitarle a Carlos de encima. En verdad ella sabía que merecía todo aquello y
mucho más.
Pareció
llegar el momento en que el joven creyó que era suficiente. Se acercó a Carlos
y de una patada lo mandó a chocar hasta el otro extremo de la habitación. El
vampiro estaba tan aturdido que no tuvo tiempo de siquiera levantarse cuando
Cristian llegó y lo tomó por los hombros.
— ¿Ahora entiendes? ¿Ahora puedes
comprenderlo? ¡Felicidades! Este es el día en que tus años sempiternos
terminan. ¡Bienvenido a la vida! Que la muerte te espera.
En
el umbral de la puerta se hallaba una figura humanoide, cubierta de pies a
cabeza por una capucha negra. En la mano llevaba un cetro de madera con
un cráneo de carnero en la punta. Era Obscuritatem; era la muerte.
Obscuritatem alzó una mano al frente, la manga holgada de su
atuendo se corrió hacia atrás dejando ver una mano pálida y huesuda. Un
puntiagudo dedo índice apuntó al vampiro. La muerte hizo ademán de acercar
algo, y con ese movimiento tan simple arrancó el alma del vampiro.
El cuerpo de Carlos cayó inerte al suelo. Su alma flotó en
el aire unos segundos, siguiendo la trayectoria de la mano de Obscuritatem.
Finalmente entró por una de las cuencas oculares del cráneo del cetro. Cristian
se arrodilló ante el cadáver sin vida de Azalee. La maldición de la
inmortalidad le había sido retirada en el momento en que se dio cuenta de la
verdadera esencia de quien fue su amante y compañero de asesinatos. Y ahora se
hallaba en el suelo, sin vida, siendo sujetada débilmente por los brazos
temblorosos de Cristian.
Él se abrazó a ella durante unos minutos, llorando y
respirando por última vez el dulce aroma de sus cabellos, tocando, aunque fuese
tan sólo huesos y músculo desgarrado, el cuerpo de su amada. Cuando cerraba los
ojos podía imaginar que ella estaba bien, que tan sólo se hallaba dormida, que
todo había sido parte de un mal sueño…
Obscuritatem alzó dedos índice y corazón apuntando a la
figura encorvada de Cristian, que continuaba sosteniendo el cuerpo de Azalee.
En el momento en que la muerte hizo aquel mismo ademán con la mano, el cuerpo
de Cristian cayó junto al de Azalee.
Las almas que le habían sido arrebatadas… ahora estaban de
vuelta con él.
La muerte se esfumó en el aire tal cual lo haría un montón
de humo. Unas pisadas fuertes retumbaron en el suelo del calabozo. Don Jaime
Boutier miraba hacia dentro con bastante interés. Sonrió con arrogancia y dio
dos palmadas. Al instante, un criado se acercó haciendo una reverencia.
—Prepara la
cocina, Sebastián. Esta noche haré una gran fiesta, ¡y de banquete tenemos a
estos tres desgraciados!
* * *
Azalee abrió los ojos, pero su mirada estaba borrosa. Enfocó
y pudo ver más o menos dónde se hallaba. Estaba en algún lugar del infierno. Se
preguntó mentalmente si vería a Carlos o a Cristian. Se puso de pie,
contemplando su cuerpo descarnado. Buscó a alguno de los dos con la mirada,
pero momentos después se dio cuenta de que no valía la pena siquiera buscarlos.
Al fin y al cabo estaba en el infierno. Y el infierno no es
un lugar al que vayas a ser feliz.
* * *
Carlos despertó por la agitación que la adrenalina le
producía. Se percató de estar cayendo pero no sabía qué tan profundo era el
pozo. De todas formas no había manera de saberlo, y no esperaba encontrar una
respuesta. ¿Estaría cayendo ahí para siempre? No lo sabía. ¿Dónde estaba? ¿En
el infierno?
Una sonrisa amarga contorneó sus labios, y fue cuando al fin
se dio cuenta.
No estaba en el infierno. El infierno no era un lugar al que
él fuese bienvenido.
* * *
Luces tenues, espectros, figuras etéreas vagando, algunas
juguetonas, algunas parsimoniosas, en un fondo negro. Cristian era una de
ellas. No podía mantenerse estático. Aquel lugar era como estar dentro del
agua. No le era posible resistirse ante el movimiento, tal cual una ola te
arrastra lentamente hasta donde ella desea.
Voces, quejidos, susurros, lamentos. ¿Qué carajo era ese
lugar?
Tenía bien en claro que no estaba en el cielo, pero aquel
lugar no lucía como si fuese el infierno, entonces era… ¿el mundo de los
muertos?
Luego de pensárselo durante un momento, llegó a la
conclusión de que aquello tenía bastante lógica. En realidad nunca perteneció a
ningún lugar. En realidad nunca perteneció a ninguna persona.
En realidad siempre había estado solo, y extrañamente, el
purgatorio lo hacía sentir bastante acompañado.
* * *
¿De qué había servido todo entonces? ¿Era acaso que había
nacido sólo para…eso? ¡Venganza! ¡Nació sediento de venganza! Su destino era
ese, lo tenía bien en claro. Pero, ¿qué pasaría después de purgar sus pecados?
—Podría
vivir una y mil vidas más, pero seguiré esperando tu regreso. Podríamos ser
fantasmas etéreos, almas quemándose en el infierno más hostil, vaporizando
nuestra existencia. Frágiles cristales chocando contra el asfalto, rotos y
desperdigados por todo el lugar; seríamos polvo de huesos mezclándose entre la
tierra agusanada del cementerio. Podría
vivir una y mil vidas más; podría ver el paso de mil eones, pero seguiré
esperando tu regreso. Porque tú y yo fuimos hechos para estar juntos. Tu
meñique está atado al mío por esa cuerda roja llamada destino. Podría vivir una
y mil vidas más, podré contemplar el nacimiento y la muerte de una estrella, y
podría ser consumido por un agujero negro, ser absorbido por su singularidad
espaciotemporal, podría visitar todos y cada uno de los multiversos, buscando
tu rastro. Y te encontraré. Siempre lo haré. Y también estaré esperando tu
regreso.
Como fantasmas en la nieve, como fantasmas en el sol.