miércoles, 30 de septiembre de 2015

Estupor

Cuando se frustraba, se mordía los labios y arrancaba con los dientes la fina piel que los cubría. A menudo se encontraban rojos y sangrantes. Por la noche se secaban convirtiéndose en un par de rocas grises y rasposas.
Su mirada vacía no contrastaba con su semblante demacrado. Cualquiera podía sentir su tristeza al pasar junto a ella, pero al mirar sus orbes negros, se caería dentro de ellos a un pozo sin fondo, vacío de toda emoción, de todo rastro de humanidad.
Aquellas personas que sentían su aura de cachorro malherido no eran conscientes de las ideas que transitaban por la mente de la chica mientras se arrancaba la piel de los labios. Tampoco se detenían a pensar tan sólo un poco acerca del tono de voz que usaba cuando, deliberadamente, soltaba un par de palabras sin sentido alguno.
Y es que ellos no sabían que aquellos ojos negros no siempre fueron de ese color. Y que ese vacío no estuvo ahí todo el tiempo. Un demonio se había metido en sus ojos borgoña para tornarlos del color del ébano. Vaciándolos de todo brillo, de la calidez que desprendían.
El demonio se había encargado, asimismo, de resquebrajar entre sus garras cualquier rastro de lucidez en la joven. Empero, ella no cedía con tanta facilidad. Tenía miedo, pero sólo al sentir un mínimo impulso ajeno a sí misma, se clavaba las uñas en las piernas y se arrancaba la carne de los labios en un intento desesperado por mantenerse alerta. Sus sentidos la engañaban casi siempre, pero el dolor no.
Por más que estuviese perdida en sus cavilaciones, el dolor punzante en su piel, el sabor de la sangre en su lengua no podían ser obra del demonio que residía en su interior.


martes, 29 de septiembre de 2015

Humedad

Un par de caricias. Un par de dedos rasposos. Comienza a gotear la miel de su cuerpo con cada respiración sobre su cuello.
Sudor que sale por debajo de sus senos; hace calor, y ella poco a poco se humedece.
Las lágrimas suelen caer sobre el pecho. La saliva cubre sus labios y los protege de quedar secos.
En cierta ocasión llegó a tocar por en medio de sus piernas y descubrió un brote anormal. Una flor.
Tiempo después le creció pasto en el pecho; sus pezones se cubrieron de florecillas. Sus pies se convirtieron en raíces y su cabello en ramas finas y muy largas. Y allá en la tranquilidad del bosque se quedó plantada, y dio frutos, y se marchitó y volvió a florecer. Sus ojos se secaron y en su lugar salieron más ramas. Su cuerpo se evaporó dejando sólo un esqueleto. Las flores y el verdor se terminaron, y en su lugar, un árbol muerto y restos de huesos secos.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Campos de flores rojas

Septiembre. Las hojas se tornan amarillentas y caen dejando desnudo el árbol del jardín trasero.
Mamá dice que no es un jardín por el simple hecho de no parecer uno, pero hay una pequeña mata de flores moradas. Las florecillas también se están secando.
No me gusta el otoño. Me deprime ver a las plantas despedirse de su verdor. No es como en invierno, que la resignación de la fauna ya está más que asentada, y que los campos de nochebuenas se tiñen de rojo.
Hay un pequeño árbol de magnolias en el jardín de la abuela. Ella solía regarla a diario. La tierra siempre está húmeda a pesar de que en su casa no habita nadie desde que ella murió. En otoño, la magnolia no se seca. Y cuando caen las heladas, no se pudre.
No me gusta septiembre. Me deprime ver cómo la fauna pierde su pelaje. Me deprime sentir el viento impregnado de polvo sobre mis mejillas.
Cuando estamos a mediados de septiembre, la melancolía crece tanto que una sensación de irrealidad me invade. Siento como si no estuviese despierta. Olvido quién soy y, a veces, busco el invierno rasgando mi piel con espinas. En invierno los campos de nochebuenas se tiñen de rojo. A mediados de septiembre busco el invierno rasgando mi piel con espinas.
Septiembre no es un mes agradable. El inicio del otoño es gris, insípido. El aire me raspa la garganta y es lo único que puedo sentir. Rasgo mi piel con espinas buscando sentir. Buscando convencerme de que estoy viva.
En septiembre me dan ganas de cerrar los ojos y abrirlos en diciembre.
Debo dormir. Rasgaré mi piel con espinas, buscando el amanecer de los campos rojos en diciembre. Quiero despertar en el campo de nochebuenas, y sentir de verdad que estoy sangrando.
Septiembre, hasta nunca.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Brindemos por la dulce venganza.





Brindemos por la dulce
venganza.








PRÓLOGO.

¿Qué es el amor herido sin una venganza? ¿Qué sería del sacrificio sin un motivo?
Los amantes incomprendidos son un ideal, un sueño efímero que despierta romanticismo en muchas personas; no obstante, ¿cuál es el precio por semejante ambición? Sangre, deseo en frenesí y muerte: ese fue el pago de los protagonistas de esta historia para alcanzar aquel romance que sólo en delirios se puede rozar con las yemas de los dedos.
«Brindemos por la dulce venganza» es un relato en el cual el amor y la vendetta son el origen y el final, asimismo la luz y la oscuridad surgida dentro de un triángulo amoroso de personajes arrebatados por la violencia, el desastre y el idilio.
La manera en que está redactada la vida trágica de los seres que a continuación estás a punto de leer, es realista, verosímil y cabe destacar la estructura de la historia: no lleva un orden cronológico, detalle que resulta por demás satisfactorio para el lector ya que este tipo de relatos cuentan la acción en un tiempo normal.
La libertad que otorga la autora nos brinda un mayor panorama para así enriquecer el argumento, dándonos el punto de vista de cada uno de sus protagonistas y los actos llevados a cabo de forma simultánea entre éstos. 
Por último, sólo queda hacer una advertencia: no esperes un final feliz en estas páginas. Esto forma parte de esta realidad envuelta en fantasía y líquido rubí…
No es sensato dejarse llevar por las emociones que comparten un par de asesinos.
J. Haller.

I.
Muchos años pasaron luego de la llamada «Masacre de los amantes». Los cuerpos fueron encontrados el mismo día de la tragedia, pues el sonido del revólver de Cristian alertó a los vecinos del edificio.
El único cuerpo que no estaba era el de Carlos. Quizás alguien se lo había llevado, pero, ¿quién?
En la noche, y en la soledad de la morgue se encontraban ambos cuerpos depositados en unos enormes cajones, esperando ser identificados. La policía no movió un solo dedo para buscar el cuerpo de Carlos, ni para investigar un poco sobre el caso.
En la ciudad todos estaban felices, pues los «asesinos silenciosos» no se habían aparecido en varios días.
Cuando los forenses dieron por hecho de que nadie identificaría los cuerpos, decidió que al día siguiente los enterrarían en una fosa común. Fueron a cenar a un restaurante cercano, pues en el Servicio Médico Forense no había mucho trabajo luego de la extraña desaparición de los asesinos.
A la pequeña sala fría entró una mujer morena, de cabello muy largo y lacio de color negro y un vestido de éste mismo color que le llegaba a los pies. Las mangas eran largas y ceñidas, y tenía un escote pronunciado en pecho y espalda. Tenía un búho en el hombro y una cría de lobo amarrado por el cuello a una soga. Buscó entre los nombres de las etiquetas de los pies de algunos 6 occisos en la morgue y encontró el cuerpo de Cristian. Sonrió malignamente ante esto.
* * *
Azalee abrió los ojos y lo primero que vio fue a Carlos sentado en una silla, con un tobillo sobre la rodilla contraria y fumándose un cigarrillo. Un recuerdo relámpago atravesó su memoria: Cristian apuntando el arma a la nuca de Carlos, éste sonriendo mientras cae de rodillas. Cristian acercándose a ella y degollándola. Antes de perder la conciencia puede ver cómo Cristian se vuela los sesos y... y luego nada.
Sintió como si después de haber visto ésta última escena, hubiese perdido la consciencia durante unos segundos, como si todo hubiera sucedido en un parpadeo.
Carlos dejó el cigarro en un cenicero y se aproximó a la cama donde yacía su amada.
Estuvo muchísimo tiempo esperando a que despertara, fueron quizás tres meses en los que la mujer estuvo como muerta.
—Cásate conmigo—le dijo como rogando; Azalee levantó la mano izquierda y la miró: una preciosa argolla de oro blanco se encontraba en su dedo anular. Miró los ojos color miel de Carlos, luego volvió la vista a su propio cuerpo. Aún usaba aquel vestido blanco, aunque ahora estaba algo roto y lleno de sangre y tierra.
No tenía claro lo que había sucedido, nada tenía sentido, y no era como si le importara mucho, lo único que le mantenía la mente ocupada era que Carlos estaba vivo, que estaban juntos otra vez.
* * *
Aquella mujer que sacó el cuerpo de Cristian, lo incineró hasta reducirlo a cenizas; las guardó en una pequeña caja durante exactamente veintiocho días, esperando la próxima luna llena.
Ese día tomó las cenizas de Cristian, a su cría de lobo y a su pequeño búho, además de un bolso con diversos materiales. Se dirigió al cementerio más cercano a hacer su ritual.
Se aseguró de que no hubiera nadie. El cementerio no tenía velador.
Se introdujo hasta lo más recóndito, caminando entre lápidas rotas, arena de muerto y huesos viejos. Tomó un cráneo que encontró en el camino y se detuvo en el lugar en el que el búho ululó; el animal bajó del hombro de la mujer y se posó sobre las raíces salidas de un viejo y marchito árbol.
La mujer sacó algunos materiales de su bolso de tela: unas velas rojas y negras, aceite de rosas, incienso, un frasco con corcho con un líquido rojo y espeso, un puñal y un collar hecho de huesos de cuervo.
Formó un triángulo equilátero con las velas y las encendió; hizo un pequeño agujero en la tierra en el centro de la figura y ahí colocó las cenizas, el aceite de rosas, el líquido espeso y encajó levemente el puñal en el lomo del lobo. Puso una sola gota de sangre en el agujero.
Pronunció la palabra Obscuritatem durante unos minutos. Un ente se apareció frente a ella y recogió el cráneo del suelo.
— ¿Qué se te ofrece?—dijo aquella presencia oscura, cuya forma era la de un hombre con una capucha que portaba un cetro de madera con una cabeza de carnero en la punta.
—Quiero que despierte—dijo con odio en la voz señalando los restos del cuerpo de Cristian—. Necesita vengarse de quien le arrebató la vida.
Obscuritatem señaló al lobo con el cetro.
—El cachorro debe comerlo—señaló esta vez las cenizas de Cristian—. Sabes el proceso.
La mujer asintió, en realidad no pedía la ayuda de Obscuritatem para despertar a Cristian de su sueño eterno, sólo necesitaba su permiso.
Obscuritatem era la muerte.
* * *
Carlos Alvarado nació en España, cerca del siglo XV. Cuando tenía 22 años su padre, un famoso periodista de la época le pidió le ayudara con una entrevista que no podría cubrir él mismo, y confiado por los grandes conocimientos de su hijo, creyó que este podría realizar el trabajo. Carlos aceptó sin dudarlo, pues sabía que si hacía esto bien, sería un orgullo para su padre. Emocionado emprendió el viaje hasta Madrid, donde el Marqués de Boutier lo esperaba.
El castillo de Boutier era grande y muy antiguo, según comentarios de los sirvientes que guiaron a Carlos al despacho del Marqués, la edificación había sido construida cerca del siglo X.
La entrevista fue perfecta, Carlos tomó muy buenas notas y sabía que había hecho un excelente trabajo. Debido a que el viaje había sido muy pesado y largo, el Marqués le ofreció quedarse un par de días para que el camino de regreso no le pesara tanto.
—Sólo no te acerques a las mazmorras—le dijo el Marqués con misterio. Con curiosidad, el joven escritor le preguntó la razón, a lo que Boutier le dijo que en realidad no sabía lo que se encontraba en ese lugar, pero que su abuela le advirtió esto antes de morir:
«Quienes entran a esas mazmorras, no salen siendo ellos mismos».
Al segundo día de su estancia en el castillo, Carlos, movido por su curiosidad decidió adentrarse en las mazmorras aprovechando que Boutier había tenido que salir de improvisto. Tomó una vela encendida y comenzó a bajar las escaleras de madera y roca.
Conforme bajaba, la humedad y el moho se intensificaban y un insoportable olor a carne podrida le hacía tener arcadas. Comenzó a creer que había cometido un grave error al desobedecer las órdenes del Marqués, pero ya estaba demasiado lejos para dar vuelta atrás.
Cuando al fin llegó ante la puerta que daba entrada a las mazmorras, sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Tomó aire y estiró la mano hacia la argolla oxidada que servía de picaporte y la jaló.
La humedad hacía la puerta de madera más pesada, por lo que puso la vela en el suelo y tomó la argolla con ambas manos, usó todas sus fuerzas y logró abrirla un poco. El lugar estaba mucho más oscuro que el pasillo que lo condujo hasta allí. Luego de aclarar la visión, pudo ver lo que se encontraba dentro:
Allí estaba un hombre maduro sin ropas, bastante sucio, colgando de los brazos por unas gruesas cadenas oxidadas. Al escuchar a Carlos entrar, alzó el rostro. Sus ojos eran rojos, destellaban como dos malignas luces.
Carlos estaba simplemente aterrado, retrocedió un paso y accidentalmente tiró la vela, provocando que la débil luz que producía se apagara con el agua que se encharcaba en el suelo de piedra. Todo estaba a oscuras, no había otro sonido que la agitada respiración de Carlos, quien estaba paralizado. Luego de unos inquietantes minutos escuchó moverse las cadenas que sujetaban los brazos de aquella criatura, estaba seguro que eso no era un hombre.
Las cadenas crujían y crujían hasta que parecieron al fin romperse, el óxido había ayudado al ente a lograr esta tarea.
No tuvo tiempo de reaccionar cuando dos colmillos se clavaron en su cuello y comenzaron a succionar su sangre. Las piernas comenzaban a temblarle, estaba seguro de que iba a morir, nadie podría ayudarlo y era evidente que el ser de las mazmorras tenía bastantes años allí encerrado, y estaría hambriento...
Cayó al suelo, debilitado y sentía que se iba a morir. El vampiro se acuclilló y tomó uno de sus brazos, le rompió la manga del saco y la camisa. Estaba a punto de clavar una vez más sus afilados dientes en la piel de Carlos para terminar con el hálito de vida que le quedaba, cuando un estruendo irrumpió en el mortífero silencio del lugar.
No supo cómo, pero el vampiro salió disparado y colisionó con la pared más lejana. Abrió un poco los ojos y miró el motivo de aquel estruendo, el Marqués con una especie de arco y flechas de madera, con las cuales había herido al vampiro.
— ¡Le dije que no debía entrar!—gritó Boutier.
El joven escritor perdía el conocimiento durante unos segundos y luego lo recuperaba, durante esas fases pudo ver al vampiro levantarse, correr hacia Boutier y devorarlo cual león enjaulado a un ciervo. Luego de su sanguinario banquete, corrió escaleras arriba.
Después, Carlos perdió definitivamente el sentido.
Pasó mucho tiempo para que el joven despertara, y durante esos años de sueño ininterrumpido, fue encadenado a la mazmorra al igual que el vampiro que había escapado.
Boutier murió por el ataque del vampiro, también todos sus empleados. Sólo quedó vivo uno, el más viejo de todos, Marcelo Villalobos.
El señor Marcelo dijo a los agentes de la policía que Carlos había abandonado la mansión en el mismo día en que la entrevista a Boutier había terminado, por lo que los ingenuos oficiales creyeron que este estaba ya en Sevilla y no vieron relevante el hecho de ir a interrogarlo. Además, Villalobos se había encargado de mentir diciendo que lo que los atacó había sido un animal salvaje.
No hubo más investigaciones sobre el caso.
En Sevilla, el padre de Carlos lo buscó insistentemente y murió sin tener alguna pista de él. El joven Alvarado se mantuvo así, de 22 años durante mucho tiempo, pues la mordida del vampiro no lo había matado, lo había convertido en uno de ellos.
En el año de 1700 el castillo en ruinas de Boutier fue comprado por un rico hacendado y ordenó derrumbarlo para construir una hacienda más.
Carlos, ahora convertido en vampiro, se las arregló para escapar. A pesar de que su sed de sangre era muy fuerte, su inteligencia y tacto lo eran más, así que pudo contenerse hasta estar fuera de Madrid.
Vagó durante muchos años, vivió en muchos lugares del mundo y al final, en pleno siglo XXI fue a parar a una pequeña ciudad en México. Nunca imaginó que en este país conocería a quien fuera el único gran amor de su vida.
* * *
Al preguntarle su amada una explicación, Carlos procedió a platicarle que cuando Cristian le disparó, su cuerpo murió, pero este mismo mudó de piel al igual que una serpiente. Azalee no entendía mucho, quería respuestas y las quería ya, su momento de cursilería había terminado y ahora quería saber por qué estaban vivos.
—Soy un vampiro—dijo Carlos y Azalee soltó una carcajada, el joven la tomó por los hombros y le gritó: — ¿Acaso no es obvio? Estamos VIVOS, mujer.
Azalee negó insistentemente con la cabeza y se soltó del agarre de Carlos. No podía creer que eso estuviera sucediendo, le sonaba a alguna película de jóvenes adolescentes que se enamoran y uno de ellos resulta tener un poder sobrenatural. Su historia de amor con Carlos era única, inigualable, eran dos asesinos seriales que habían sido asesinados a su vez por un viejo amor, ¡así sería como iban a terminar las cosas!
— ¡Me convertiste en un estúpido vampiro!—gritó la mujer pateando una mesa, en la cual se encontraban algunas copas, que se rompieron al caer.
Carlos intentaba tranquilizarla pero era en vano. Ella estaba furiosa.
— ¿No puedes entender lo importante que eres para mí?—le gritó en un arranque de desesperación—. No puedo, mujer, no deseo una vida sin ti a mi lado, no concibo un mundo sin tu existencia acompañándome, por eso lo he hecho, soy un maldito egoísta, ¡pero te amo!
Azalee frunció el ceño desfigurando su fino rostro. Mostró los colmillos y se abalanzó hacia Carlos haciéndolo caer. Ya en el suelo, lo besó como nunca antes.
* * *
La cría de lobo fue forzada a comer la pútrida mezcla de la hechicera. El pobre animal se retorcía en el suelo mientras la bruja intentaba colgarle el collar de huesos. Luego de unas angustiantes horas para el pobre animal, al fin dejó de retorcerse cual lombriz y la hechicera se reincorporó para irse. Salió con sus animales del cementerio casi al amanecer, llegó a su pequeña casa y se encerró ahí durante días tejiendo la estrategia perfecta para su próximo plan.
Pasaron algunas semanas y entonces empacó algunas cosas, dejó al búho encargado con una vecina y se fue con el pequeño lobo. Tomó un autobús que le llevaría a una ciudad cercana, allí rentó un hotel y por las tardes se dedicó a buscar por ahí a algún niño desamparado.
No tardó mucho en conseguir lo que buscaba, una madre hablando por teléfono descuidaba a su bebé, que no parecía tener más de medio año de nacido; la bruja aprovechó esta oportunidad y tomó al bebé. Cuando la madre se percató de que el niño no estaba, la bruja ya se hallaba lejos.
Regresó a casa esa misma noche y en la oscuridad de su habitación preparó lo necesario para dar inicio a su ritual de reencarnación.
Colocó al pequeño bebé en el centro de un círculo de velas blancas y tomó un puñal. Pronunció algunas palabras en un idioma extraño, encajó el puñal en el pecho del niño y luego en el del lobo, sacándole el corazón a éste último.
«Obscuritatem, doy esta cría de lobo como ofrenda para colocar el alma que fue despojada injustamente de su cuerpo en el cuerpo de este bebé».
 El alma de Cristian navegó por el aire unos segundos, abandonando el cuerpo del lobo y entró al cuerpo del niño, que lloraba desconsoladamente. La bruja lo cargó e intentó calmarlo. La herida comenzaba a cerrarse sola.
     —Mi trabajo está hecho.

II.
No te diré adiós como la última vez porque me es imposible que todo sea definitivo cuando se trata de ti...
Hay cosas en la vida que sabemos que están mal y sin embargo, las seguimos haciendo. Llámese atracción hacia lo prohibido, llámese rebeldía, llámese ignorancia, maldad... o amor.
Antes de todo, antes del deliberado hurto de cadáveres y sesiones de brujería, hubo una historia, la historia de cómo Carlos y Azalee pasaron de ser una pareja de enamorados a dos asesinos despiadados.
Esa tarde ella pensaba en él más que otros días. Pensar en él le hacía sentir bien, despejaba el mar de preocupaciones que tenía en la cabeza.
Hubo un tiempo en el que se sentía poco interesada en lo que debía realmente interesarle. Le faltaba un año para graduarse de la universidad y sentía que no le importaba más. Su familia también pasaba desapercibida, su pareja a veces le hacía sentir mal, rechazada, triste. Aunque él no quería lastimarla. Lo hacía sin querer, porque de verdad la amaba. Pero a veces dolía. Se lastimaban mutuamente pero buscaban siempre una solución. Y la encontraban, o al menos eso creían, ya que después de una o dos semanas, todo volvía a ser igual.
Entonces, un día sucedió. En la distancia lo encontró, sin verlo lo conoció. Era algo muy complejo, más que trigonometría avanzada. Y claro que trigonometría avanzada era una cosa muy difícil.
Al principio, le pareció una persona agradable. Se identificaba con él porque ambos compartían el amor a la literatura y a la música, pero luego... fue más allá de eso.
No supo ni cómo ni cuándo empezó todo el sentimiento. Un pensamiento le invadía la cabeza a cada momento «Lo tuyo con él será algo grande».
Sus corazonadas nunca estaban equivocadas. Ella sentía que algo habría entre ellos. Algo fuerte. Fue cuando empezó a pensar en él desaforadamente, cada día, cada noche, su nombre haciendo eco en su mente...
«Carlos, Carlos, Carlos, Carlos...».
No podía más. Nunca fue una chica discreta, y se lo dijo. Le dijo lo que sentía. Él, naturalmente se sintió acorralado; no entendía cómo alguien podía sentir algo por él, estando tan lejos uno del otro y con tan poco tiempo de conocerse. Además sentía que Azalee sólo estaba confundida o que sería un amor pasajero y no quería fiarse mucho. Pero la personalidad de Azalee le hacía contradecir sus instintos.
Lo que Carlos no sabía es que ella era diferente. Algo mística. Su mente era algo compleja, y a veces poderosa. Tenía la capacidad de sentir o saber cuándo alguien era malo o bueno, tenía corazonadas muy acertadas, y lo suyo con Carlos era una de ellas.
Sentía que lo quería, sentía que él era un tipo diferente, que a pesar de estar sumido en una mísera vida, podía hacer algo con ella. Algo grande. Lo sentía, lo veía venir de cierto modo.
Cierto día Azalee cocinaba sopa de fideos. Casi olvidó ponerle sal por pensar en él. Se recargó en la pared de la cocina y tomó el teléfono celular para seguir mensajeando.
A Carlos también le gustaba ella, y se lo dijo. Ella, cual niña pequeña, brincó de emoción, gritó y apretó los ojos rogando por que no fuera un sueño.
Cada que le mandaba un mensaje, él tardaba en responder. Ella pegada a la pantalla del teléfono, expectante. Casi se le quemó la sopa.
Esa tarde ella y su novio se vieron. Ella estaba mal, tenía un tiempo deprimida o estresada. Y no era por la confusión de Carlos, el problema venía desde antes.
A veces sentía que debía de dejar a su novio. A veces no se sentía bien, creía que le hacía daño. Y con Carlos ahora, la oferta era más tentadora. Pero había algo que no la dejaba terminar con él.
Y era difícil. Es difícil tener a dos personas en el corazón. Ella odiaba sentir esa sensación. Al estar con su novio, él quería besarla, pero ella pensaba en Carlos y no estaba bien eso, ¡simplemente era malo, incorrecto, malo!
Pero inevitable.
Y lo besó, y tal vez ocurrió algo, pero no sintió mucho.
Pensaba en Carlos, en mil tonterías que planeaba en sus tiempos de ensueño.
Deseaba irse de su casa, lejos, buscarlo y estar juntos, aunque fuera en la calle, debajo de un puente. Deseaba estar a su lado, aunque fuera demasiado pronto. Pero luego pensaba que si él le ofreciera esto, no sabría si aceptarlo o no. No sabía si tendría el suficiente valor para hacerlo.
Deseaba tanto cumplir una fantasía musical, los amantes de la demolición. Sentía que Carlos era su plus en ese aspecto. Se le ocurría que ellos dos podían huir, dejar sus nombres, sus familias, sus metas, y escapar, todo en una lluvia de balas...
Bastante improbable. Pero tentador. Huir como dos asesinos, morir juntos al ser casi atrapados por la justicia y hacerse compañía en el más ardiente infierno, donde sus almas se fundirían formando una sola por toda la eternidad.
Sueños raros, nada más. Pero al fin y al cabo, posibles, si se deseaba.
Soñaba con compartir eso con él. A pesar de la distancia y las circunstancias de miseria y abandono en las que él se encontraba. A pesar de eso y más, sentía que si pasaban el tiempo suficiente juntos, su mutua atracción se convertiría en amor. Un amor extraño, lejano, secreto amor.
Porque no podía sacarlo a relucir, no. No todavía. Debía estar segura que Carlos la querría igual. Así ella sabría si dejar o no todo, si abandonar o no su vida, para entregarse en cuerpo y alma a Carlos, su amante de la demolición.
* * *
En la lejanía, pudo ver su silueta acercarse con suma lentitud. El sol estaba a punto de ponerse entre las colinas, las primeras estrellas se asomaban con timidez en el firmamento.
Ella lo esperaba en lo más alto del puente. Carlos llegó por atrás, tomó su mano. Ella se giró, al ver su sombra sonrió.
Él le preguntó si estaba lista. Azalee asintió con seguridad. Caminaron tomados de la mano, escuchando correr el río de sangre.
Llegaron a la calle de siempre, apodada con razón de sobra, «La calle de los asesinos silenciosos». No había vigilancia, hasta los policías temían a los amantes de la demolición. Por lo tanto, la única manera de no morir asesinado en esa calle era simplemente no pasar por ahí.
Carlos sacó un cuchillo de su abrigo. Ella sonrió mirando la mancha de sangre seca en el filo. Él se acercó e hizo una pequeña incisión en su labio, luego la besó saboreando la sangre. La atrajo con fuerza pegando su frágil cuerpo con el suyo, mezclando su aliento y su saliva sangrienta y su sed de muerte.
Unos pasos temerosos interrumpieron el compás de sus apasionados y sangrientos besos. Carlos preparó el arma, y cuando el hombre pasó por el callejón, Carlos le clavó el cuchillo en el costado.
El hombre gritó, los amantes no escuchaban. La víctima cayó al suelo, débil. Ella cargó el revólver y terminó con el sufrimiento de aquel hombre.
El sonido del arma hizo un eco en la calle desierta. Nadie salió de su hogar para ver si podía ayudar en algo.
Eran imparables.
El hombre quedó tendido en la acera. La sangre escurrió hasta llegar a una alcantarilla.
Y luego al río de sangre.
Los asesinos volvieron al puente. Miraron nadar los peces entre el líquido carmín. Carlos la miró a los ojos y susurró «Hasta el final de todo».
Ella agachó la cara, mientras sonreía. Carlos la hizo mirarlo y repitió muy cerca de sus labios aún sangrantes «Hasta el final de todo...».
* * *
La noche se volvía su hora habitual de amarse. En el día, preferían dormir. O tal vez esconderse.
En el día Carlos era un escritor. Ella, una pianista.
Nadie sospecharía de un par de artistas anónimos. Nadie.
Las ventanas del departamento estaban tapadas con cartón para no dejar entrar la luz.
Una rata se paseaba por el pasillo, Carlos le dio un pedazo de queso. Azalee tocaba el piano. Escuchó sus pasos acercarse, sonrió. Casi no hablaban, preferían sentir. Reservan el sentido del oído para la música. Ni siquiera al asesinar escuchaban las súplicas de sus víctimas, ni el gotear de la sangre, ni los gritos de los transeúntes que sólo veían dos sombras armadas en el callejón.
Carlos llegó detrás de ella y posó las manos sobre sus hombros. Acercó la mejilla a su cabello corto y besó su oreja provocándole un escalofrío, ella encogió un hombro en respuesta. Carlos la hizo girar y tomó su cara entre las manos. Se acercó a besarla. Saboreó el sabor a sangre que tenían sus labios.
¿Cómo habían llegado a eso? No recordaban. Sólo les importaba estar juntos y saciar su sed de sangre cada noche, cuando el silencio reinaba en las calles y en sus oídos.
La primera vez que se vieron en persona fue una reunión poco común. Tenían ya tejida una relación a distancia desde hacía meses, todo en secreto.
Planearon huir juntos, dejar sus nombres y sus vidas. Y estar juntos, hasta el final de todo.
No recordaban cómo habían llegado al extremo de ver el asesinato como un pasatiempo. Tal parecía que ser asesinos era como un sueño para ellos. Como una meta.
Su primera reunión fue al principio algo romántica. Nunca se habían visto en persona. Y al hacerlo, se abrazaron hasta sentir dolor. Sus labios intentaban encontrarse torpemente. Poco a poco el encuentro perdió la inocencia. Se mordieron con ahínco hasta saborear la sangre.
Parecía ser un combustible.
O un detonante.
Estimulante.
Sin separarse tomaron un taxi. Pidieron al chofer los llevara hasta los límites de la ciudad. Él, inocente y creyendo haber encontrado una buena comisión, condujo hasta el lugar que los amantes le indicaron.
Estando allí, Carlos dejó de besar a su querida. Ella, pareciendo leer su mente, sacó un cuchillo de su bolso y se lo dio a su amado. Degolló al chofer. El taxi perdió el control y se fue a estrellar contra un árbol.
Bajaron del auto y escondieron el cadáver en el portaequipaje. Condujeron sin rumbo, abandonaron el taxi al tercer día y robaron otro auto. Y otra vida.
Cambiaban de coche cada tercer día. Tomaban el dinero de las víctimas y con eso compraban comida, o alquilaban una habitación en algún hotel de paso.
Hubo un momento en el que no sabían en donde estaban. Era una ciudad grande pero con pocos habitantes. Decidieron quedarse ahí. La gente se veía dócil y cobarde. Sin voluntad. Y ahí, en esa ciudad, comenzaron con su reino de sangre y asesinatos. Eran felices. Matar los hacía sentir plenos.
Pero Carlos sabía que si perdía a su querida, su labor no podría ser terminada satisfactoriamente. Por eso la cuidaba mucho. Azalee era una mujer fuerte e inteligente, pero impulsiva. La sangre la enloquecía, y Carlos le ayudaba con eso. O al menos lo intentaba.
Eran un buen equipo. Y se amaban. Y Carlos siempre le prometió que estarían juntos toda la eternidad. Que si uno de los dos moría, el otro lo acompañaría.
Hasta el final de todo.
* * *
La había buscado desde hacía años. Ella había sido suya primero, y Carlos se la había robado.
Cuando escuchó de «La calle de los asesinos silenciosos», inmediatamente se dio cuenta que eran ellos. Se dedicó a buscarlos, a observarlos durante meses...
Tejió su plan con cautela y sumo cuidado. Cuando vio a los amantes salir de su escondite para hacer su labor nocturna, Cristian se dirigió a la calle donde los asesinos silenciosos iban cada noche. Usó una gabardina y un sombrero para ocultar su identidad. Caminó asegurándose de que sus pasos eran lo suficientemente quedos para no ser escuchados. Se asomó por el callejón, los amantes se besaban con desespero, pudo ver sangre escurrir de sus bocas.
Un mal movimiento de su pie hizo crujir una piedra, los amantes se separaron y miraron al extraño que los miraba desde la entrada al callejón.
Ella sonrió y sacó su cuchillo. Carlos quiso detenerla.
—Este es para mí—dijo zafándose de su agarre. Caminó con seguridad. Cristian no se movía de ahí. Al estar ella frente a él, y estar a punto de clavarle el cuchillo en la cara, él la detuvo con fuerza. Dejó ver su mirada y con ella le hizo la advertencia:
—Si no eres mía, no lo serás de nadie.
Luego se echó a correr. Ella se derrumbó al reconocer esa mirada. Carlos fue por ella y la levantó, diciéndole que todo estaría bien.
Presurosos, llegaron a casa. Empacaron lo poco que tenían. No se habían casado, y en ese momento, al ver tan cerca el peligro, él quiso pedirle matrimonio. Pero no pudo.
Ella se puso un vestido largo hasta la mitad de la pantorrilla, con adornos de encajes. Todo el vestido era blanco, resaltando aún más su palidez.
No acabaría. Lo suyo no tendría final.
Cristian los esperaba en la entrada, con el arma cargada. El cartucho de repuesto jugando entre las manos. La sonrisa de placer bajo el sombrero.
Carlos salió primero, por seguridad de su amada. Y al abrir la puerta y luego girarse para verla por última vez, Cristian le disparó en la nuca. Carlos murió instantáneamente.
Ella se tiró de rodillas mirando el cadáver sonreír. Sus manos estaban llenas de sangre. Miró a Cristian, había guardado el revólver. En su lugar un filoso cuchillo. Con la mano limpiaba el filo, causándose heridas en donde doblan los dedos. Se acercó a ella y antes de hacer nada, le dijo al oído:
—Sin un sonido...
Le cortó el cuello con facilidad. Miró cómo se desangraba en sus brazos. Dejó caer el arma blanca y se dio un tiro en la cabeza.
Sin un sonido...

III.
Carlos descansaba sentado sobre la orilla de la cama. En su mente rondaban toda clase de pensamientos, pero había uno que lo preocupaba sobremanera, y era la transformación de su amada.
La mujer aún no estaba completamente vampirizada, era cierto que estuvo inconsciente durante tres meses, pero eso no había bastado. En ese tiempo en que estuvo dormida, su cuerpo cambió, la piel se le cayó, sustituyéndose por otra capa de piel más gruesa, aunque del mismo color.
Carlos había tenido que soportar ver todo este cambio, y aún venía lo peor. Según lo que recordaba de su propia transformación, el tiempo después de su inconsciencia fue lo peor de la metástasis. No sabía si tendría las suficientes agallas para ver a su amada sufrir de esa manera tan fea.
Una parte de él intentaba ignorar estos pensamientos pero le era en realidad difícil hacerlo, pues tenía que prepararse psicológicamente para lo que venía. Ya estaba bastante estresado por todo lo que había hecho luego de que Cristian los matara, el recuerdo era fresco...
Cuando Cristian se disparó, Azalee seguía viva; aunque esto no sería por mucho tiempo pues la herida en su cuello la estaba desangrando. Carlos se levantó del suelo, el agujero de la bala que penetró en su nuca se estaba cerrando y ahora debía hacer algo para que su querida no muriera.
La tomó por los hombros y la abrazó intentando no llorar. Debía ser fuerte. Apretó los ojos, lo que iba a hacer no sería fácil para él. La mordió en  el cuello, casi debajo de la oreja derecha; hizo lo que estuvo en sus manos para no herirla, pero los quejidos que la mujer emitía le decían que no lo estaba logrando. Pero al menos estaba viva. Cuando sintió que sería suficiente, dejó el cuerpo en el suelo, le dio un beso en la frente y se marchó. Debía preparar todo.
Vagó durante dos semanas alrededor de la metrópolis, buscando algún tipo de refugio. Encontró un edificio abandonado y casi en ruinas, decidió tomarlo como un hogar temporal en lo que la metástasis de Azalee terminaba. Fue por ella a la morgue con el temor de que ya hubiese sido enterrada, pero para su fortuna su amada seguía ahí. Se sentía feliz de que ambos fueran ahora no-muertos, así su amor duraría por siempre...
Azalee llegó por detrás de Carlos y lo besó en el cuello, luego se situó frente a él y abrió las piernas para sentarse sobre las de Carlos, frente a frente. Le enredó los brazos alrededor del cuello y rozó sus labios con los suyos, abriendo un poco la boca para dejar entrar la de Carlos. Él se olvidó por un momento de sus preocupaciones y atrajo el cuerpo de su amada al suyo, abrazándola por la cintura. Se besaron despacio, pero después la lentitud se convirtió en ferocidad y los besos en mordidas, se arrancaban trozos de carne de los labios y el cuello, en fin, de todas formas se iban a regenerar... Se rompieron mutuamente las ropas hasta quedar al descubierto sus cuerpos desnudos, y en la oscuridad de la habitación reanudaron el mórbido acto sanguinolento.
Mancharon las sábanas percudidas del líquido carmesí que emanaba de sus heridas, ella rasgó las sábanas con sus propias uñas al tener dentro suyo la ferocidad de su amado, se hundieron en el vaivén de caderas mientras rugían cual leones en pleno apareamiento.
Al amanecer, ya estaban exhaustos, las heridas casi cerradas en su totalidad. Nadie los detendría, nada sería lo suficientemente fuerte para terminar con ellos. Nada.
El cansancio los hizo quedarse dormidos, abrazados y con las piernas entrelazadas, cubiertos con aquellas sábanas manchadas de rojo.
Carlos despertó por el fuerte ruido que provenía del cuarto de baño, era Azalee, quien parecía estar vomitando. Sin pensarlo más se levantó de un brinco y corrió hacia el baño; la miró desde el umbral; ella estaba encorvada frente al inodoro, su espalda haciendo movimientos al compás de sus arcadas, los brazos temblándole sobre el asiento del retrete. Temeroso, se acercó a ella y lo que vio le heló la sangre: arañas vivas salían de la boca de Azalee en forma de vómito, eran cientos de ellas, algunas caían al agua y otras se le subían al cuerpo y se enredaban en su cabello. Carlos no supo que hacer más que dar suaves palmadas a la espalda temblante de Azalee. No recordaba bien lo que él había pasado en su transformación, pero al ver esta escena, su memoria se refrescó un poco.
Luego de unos minutos, Azalee dejó de vomitar. Se abrazó al cuello de Carlos, quien pudo sentir su cuerpo temblar sobre el suyo. Le rodeó la espalda con los brazos y le dio palabras de aliento.
—Vas a estar bien...
* * *
Mientras tanto Katia Ugalde, la bruja que reencarnó el alma de Cristian en el cuerpo del bebé, cuidaba del mismo con un cariño inmenso.
Katia había sido amiga de Cristian en el pasado, pero por azares del destino se separaron y ella jamás pudo decirle lo que sentía por él. Cuando supo que la novia de su amor imposible se había extraviado, Katia se acercó más a Cristian sin que este se diera cuenta; lo observó y cuando cometió su macabra venganza, ella estuvo ahí para verlo todo.
Los dotes de brujería negra los aprendió de su madre, una tal Magdalena Gutiérrez, que era vidente y además hacía trabajos de magia negra. Katia heredó todos los conocimientos de su madre, aunque creía que jamás los iba a necesitar. En su adolescencia viajó a la sierra, donde conoció a un chamán que le enseñó mucho de lo que sabía. También la inició en el mundo de la hechicería y le ayudó a trabajar con la fuerza y energía que la Santa Muerte le proporcionaba de vez en cuando. No se imaginaba que aquel pacto con Obscuritatem le iba a ayudar tanto en el futuro.
Mientras el cuerpo del niño aceptaba el alma de Cristian, ocurrieron una serie de  aterradores cambios, pero para Katia eran algo normal. Había estudiado todo lo relacionado con el trabajo que hizo, y estaba preparada para lo que venía. El bebé no lloraba mucho pero cuando lo hacía su llanto era profundo y agudo. Además de eso, era molesto para el oído humano y podía incluso escucharse a varias calles de distancia. En ocasiones los ojos cafés del niño se tornaban rojos y con un toque tenebroso, y otras tantas veces el bebé pronunciaba palabras en un idioma extraño. Cuando esto último pasaba, quería decir que espíritus malignos intentaban poseer el cuerpo dado su estado vulnerable, pero Katia sabía perfectamente cómo lidiar con esto.
Pasó un mes y el pequeño mejoraba considerablemente, aunque los acontecimientos extraños no cesaban. Katia pensó en  ponerle un nombre nuevo, pero «Cristian» le gustaba. Eso sí, lo registró debidamente y le dio su apellido. El pequeño ahora se llamaba Cristian Ugalde.
Cierta vez, Cristian despertó en la madrugada llorando desconsolado, cuando Katia se aproximó a él, vio que el pequeño lloraba lágrimas de sangre y el iris de sus ojos era blanco. Lo que hizo la joven hechicera fue tomar un balde de agua helada y echarlo encima del niño, pronunció unas palabras en latín y encendió algunos inciensos. Cargó al niño en brazos y esperó a que durmiera.
* * *
Azalee vomitaba insectos y cosas desagradables con frecuencia, defecaba hojas de árbol secas y gusanos muertos, una vez llegó a vomitar un hueso humano de algunos diez centímetros de largo. Carlos tuvo que sufrir con ella todo esto, sentía en carne propia el dolor, la incomodidad y el desespero de su amada cada que cosas como esta ocurrían; a veces cuando terminaban estos sucesos, Carlos se encerraba en una habitación a llorar. Era demasiado para él verla sufrir, pero no tenía opción.
* * *
Así fue durante ocho años. Día a día Katia y Carlos veían a sus seres amados sufrir de formas inimaginables, hórridas y en ocasiones asquerosas.
Los ataques cesaron gradualmente hasta desaparecer en su totalidad. Fue entonces cuando Carlos y Azalee pudieron reanudar sus hábitos criminales, y Katia preparaba a Cristian para que obtuviera su venganza.
Los recuerdos de la otra vida de Cristian se hacían presentes en forma de sueños, al principio el pequeño niño se confundía, a veces lloraba al revivir mentalmente la escena de la muerte de los amantes y su propio suicidio, solía ver fantasmas por todas partes decirle cosas que no comprendía, pero estos espectros no eran más que la sombra de su pasado.
—Mami, ¿por qué veo todas esas cosas? No me gusta, no quiero ir a dormir ya, no quiero escuchar esas voces...
Ante esta cuestión, Katia siempre le respondía:
—Tienes que encontrar la respuesta tú mismo, yo no puedo ayudarte; si llegara a hacerlo, la oscuridad me llevaría lejos de ti y no podría guiarte.
Según lo estipuló Obscuritatem, el pequeño tendría que realizar su venganza solo, sin la ayuda de Katia ni de nadie más, debía juntar todas las piezas de su rompecabezas y así rehacer su vida, tener en claro el porqué estaba vivo y al cumplir su misión, regresaría al mundo de los muertos sin oportunidad de ir al cielo o al infierno. Esa era la paga, su alma.
IV.
El pequeño Cristian creció rodeado de amor y cuidados por parte de Katia, su madre. Acudió a una escuela y sacaba las mejores calificaciones. Era querido por todos, pero a él le era indiferente. Era un niño solitario y hermético, encerrado en su propio mundo.
En su adolescencia se la pasaba leyendo novelas policiacas, de detectives, cosas misteriosas. Hubo un tiempo en el que sus sueños extraños y los espectros que lo acompañaban llegaron a mezclarse alterando su percepción de la realidad.
Cristian se enamoró de la mujer que aparecía en sus sueños, creyó que esta había sido obligada a ir con aquel sujeto de ojos color miel. Sentía que ella estaba viva y se prometió a sí mismo buscarla y liberarla de quien creía su verdugo.
Tenía el recuerdo de aquella tarde en que los amantes habían sido asesinados, pero en su memoria no podía verse a sí mismo, por lo que no sabía que quien había perpetrado tremenda masacre había sido él.
A pesar de estar consciente de que Azalee estaba muerta, sentía que no era así, de alguna forma.
Pero tendría que investigar muy bien y no limitarse a sus novelas de misterio.
Carlos y Azalee, aprovechando sus dotes de vampiros, recorrieron el mundo matando gente sin ser atrapados. Cierta vez les dispararon, recorrían el desierto de California en un Mercedes blanco y unas armas extrañas, como de láser, les dispararon. El auto chocó contra un árbol seco y explotó. La policía creyó haber terminado con ellos pero no había sido así. Cuando se retiraron para buscar a los bomberos para que apagaran el fuego, los cuerpos ardientes de los amantes salieron del coche y caminaron hasta encontrar una carretera. El fuego se extinguió conforme caminaban y los redujo a dos figuras humanoides, quemadas y negras.
Como pudieron, detuvieron un auto y asesinaron al conductor, quien pereció creyendo que lo habían matado un par de monstruos. Los amantes se llevaron el auto y al cadáver en la cajuela. Su piel tardó en regenerarse completamente alrededor de dos meses, así que no podían simplemente mostrarse ante la sociedad. Bebieron la sangre del hombre hasta dejarlo seco y lo tiraron en el Gran Cañón.
Condujeron sin rumbo hasta llegar a un pequeño pueblo rodeado de un bosque. Se escondieron entre los árboles del bosque hasta que sanaron sus heridas, consiguieron algo de ropa, la robaron a las víctimas que asesinaban.
Ahora la policía estaba segura de haber atrapado a los asesinos silenciosos, ya que los crímenes consiguientes que cometieron los amantes, fueron variados. La policía no sospechaba de ningún asesino serial. Los encabezados decían cosas como:
Destazan cuerpo a las afueras de la ciudad de...

Encuentran cadáver desnudo en las inmediaciones del poblado de...

La policía no consigue pista alguna...

Asesinan a mujer, la decapitan y tiran al río...

Habían sido un poco más creativos —y sádicos— a la hora de matar, lo cual les beneficiaba sobremanera en varios aspectos.
Pero había alguien que no se tragaba por completo esta historia, el pequeño Cristian, ahora convertido en hombre, había estado siguiéndoles la pista.

V.
Encontrar a Don Jaime Boutier no fue fácil. Tuvo que dar primero con la localización de un grupo de vampiros cerca de Francia.
Pero, ¿cómo haría para que estos vampiros no le asesinaran? No se puso un collar de ajos ni mucho menos, lo que hizo Cristian fue recurrir a los libros de magia negra y hechicería de su madre y contactar con Manceb, el encargado de vigilar y mantener en orden el secreto milenario de los vampiros. Hizo un pacto de carne con él, para esto tuvo que sostener relaciones sexuales con un súcubo, un ser asqueroso con cuerpo despampanante de mujer, pero con la piel escamosa, ojos de reptil, uñas como garras y colmillos filosos y grandes. Siddarta, el súcubo, lo acompañaría en su travesía cuidándolo de no ser devorado por los vampiros.
Así, al llegar a Francia y preguntar por Don Jaime Boutier, los vampiros le dieron su localización sin chistar. Cristian y Siddarta fueron a Madrid, donde aquel vampiro, antepasado del Marqués de Boutier, había mordido a Carlos Alvarado algunos siglos atrás.
Dime, mortal—dijo el vampiro, un hombre tremendamente guapo, con los ojos color rojo, la piel pálida y el cabello ondulado hasta los hombros. Estaba sentado en un trono hecho con osamentas humanas, con dos vampiras desnudas en cada lado dándole toda clase de placeres—. ¿A qué debo el honor de tu visita?
Usted tiene la respuesta a mis preguntas, señor—respondió Cristian con voz firme haciendo una reverencia; Jaime sonrió burlonamente ante esto—. Lo he buscado durante años, he estado escudriñando y tejiendo teorías y llegué a una conclusión.
Adelante, te escucho.
Usted, en el siglo XV, fue liberado por un hombre.
Eso es cierto, ¿cómo no recordarlo?—dijo Jaime con una pequeña y siniestra sonrisa—. Dime, ¿quién te dio esa información?
Manceb me permitió leer el libro de Lodhart, señor—respondió el joven educadamente. Lodhart fue el primer vampiro que se cuenta que existió. Fue prácticamente el historiador de esta especie. En el libro de Lodhart se encuentran las vidas de los 300 vampiros esparcidos por el mundo, incluyendo a Azalee y Carlos; además describe el proceso de metástasis, y lo más importante: la forma de matar a un vampiro.
Debes de ser realmente especial para que Manceb te hubiese permitido leer algo tan importante—dijo Jaime tamborileando los brazos del trono con las uñas largas y puntiagudas.
Puede ser, señor. Y con todo respeto, le digo que no vine a hablar de mí, sino del hombre al que usted mordió, Carlos Alvarado.
Jaime soltó una risa.
— ¿Qué quieres que te diga?—espetó burlón.
Yo quiero vengarme de él pero necesito las armas—respondió Cristian. Jaime asintió con la cabeza, y después de meditarlo un poco, dijo:
En otras circunstancias no le habría permitido a un simple mortal terminar con la existencia de uno de los míos, pero... tú no eres tan simple ni tan mortal como pareces.
Bajó de su trono y caminó lentamente hacia el joven detective y lo analizó con la mirada.
Acompáñame, tengo algo que te servirá...
La estadía de Cristian en el castillo de Don Jaime se prolongó más de lo pensado, pero el joven salió con más información, con armas, preparación y... un par de ases bajo la manga.
Carlos y Azalee se volvían cada vez más locos, el último crimen que cometieron antes de ser encontrados por nuestro detective fue de lo más sádico.
Secuestraron a diez niños y los encerraron en su hogar temporal, alejado de toda civilización. Tomaron a uno de los niños y con su fuerza sobrehumana le arrancaron las extremidades y bebieron la sangre que emanó de ellas. A los restantes los colgaron de las piernas y los degollaron, dejando previamente unas cubetas debajo.
Luego de un rato, cuando los cuerpos estuvieron vacíos, Carlos vació la sangre en la bañera.
Azalee estaba dentro, se dejó empapar del líquido carmín, bebiendo un poco de él, untándolo en su cuerpo, en sus pechos, en su vientre...
Carlos entró dificultosamente a la bañera subiendo el nivel del agua un poco.
Ya estando ahí, tomó a su amada por la cintura y la sentó encima suyo, dejando entrar su ferocidad dentro de  ella, con movimientos fuertes y rápidos comenzaron a disfrutar de su sangrienta cópula. Ella encajó sus uñas sobre la espalda de su amado dejando heridas profundas que sanarían enseguida. Y al terminar salieron de la bañera, caminando entre los restos de los inocentes, sin ropas y sintiéndose libres; se fueron de su escondite y caminaron sin rumbo fijo durante semanas, cazando animales y algunos hombres que se cruzaban en su camino.
* * *
Al terminar siempre sus crímenes y cópulas sangrientas, gustaban de dormir. Y a veces su sueño se prolongaba durante días enteros.
Ese fue su error.
Cristian los rastreó durante mucho y al final pudo encontrarlos. Supo de la desaparición de diez niños en un mismo condado y se dio a la tarea de investigar. Como todo buen detective, tuvo sus deslices y fallos, pero al cabo de unos días dio con el paradero de los vampiros.
Observó la casa desde lejos, arriba de una colina, con unos prismáticos potentes. No había movimiento alguno en ella pero podía olerlos. Él sabía que estaban allí. Luego de pensárselo durante mucho, decidió acercarse con ayuda de Siddarta.
La súcubo se deslizó por el suelo cual serpiente, acercándose sigilosamente a su destino. Al estar frente a la puerta del refugio de los vampiros se incorporó y la abrió cuidadosamente, esos malditos chupasangre tenían el oído muy fino.
Pero la puerta no rechinó y el piso de madera no crujió al pasar ella por encima, todo estaba tan silencioso que incluso el mismo silencio podía escucharse si se prestaba atención.
Cristian caminó hacia el refugio una vez que notó que Siddarta estaba dentro, aunque sus pasos eran un tanto más torpes que los del súcubo. Temió que los amantes escucharan sus pasos pero esto no sucedió.
Entró a la habitación siguiendo las pisadas rojas plasmadas en el suelo de madera, y antes de girar el picaporte susurró:
—Ya me las pagarás, Carlos Alvarado.

VI.
La madera del suelo de la cabaña comenzaba a absorber la sangre de los infantes asesinados. Los amantes se encontraban en el suelo descansando sus cuerpos exhaustos, producto del frenesí de horas atrás.
Siddarta se situó junto a Cristian justo cuando este estaba a punto de girar el picaporte. Cuando el moreno la miró preguntándose por qué demonios lo había detenido, el súcubo sólo se limitó a negar con la cabeza. Retiró la mano de Cristian del picaporte y ella misma abrió la puerta sin emitir un solo ruido. Se acercó suavemente a Carlos, se inclinó junto a él y con sus manos escamosas y grotescas le tapó los oídos. Ella dirigió su mirada verde moho hacia Cristian, quien entendió todo. Tomó a Azalee entre sus brazos y se la llevó de ahí lo más pronto que pudo. Cuando la mujer estuvo bien lejos con Cristian, el súcubo —que aún permanecía en la cabaña— se desvaneció, habiendo completado su misión, regresando por fin a su rincón personal en el averno.
Mientras tanto, Azalee comenzaba a despertar. Se encontraba en el castillo de Don Jaime Boutier. Sus párpados se entreabrieron pudiendo percibir tan sólo un panorama borroso. La embriaguez de sangre y vísceras de la noche anterior la habían confundido. Sacudió la cabeza un par de veces y el movimiento de su cuerpo provocó que los grilletes que la sujetaban emitieran un sonido metálico. Al percatarse de que estaba inmovilizada de los brazos y piernas, soltó un gemido cual bestia malherida. Aclaró su vista topándose con unas paredes de piedra que emanaban agua turbia y moho. El techo del lugar goteaba una sustancia con color y olor a óxido. No sabía qué estaba haciendo ahí. ¿Dónde estaba su amado? ¿Estaría a salvo?
Intentó deshacerse de sus ataduras pero su fuerza descomunal no pudo despegar las cadenas de los grilletes de la pared; en cambio sólo se hirió las muñecas. Las heridas sanaban casi inmediatamente. Después de lo que a ella le parecieron horas, Cristian entró. Su rostro le era desconocido a la vampiresa, pues el lugar estaba bastante oscuro. La poca luz, proveniente de la luna, se colaba por la ventana enrejada del calabozo, proporcionándole a Azalee una vista macabra de su captor.
            —Será mejor que me dejes ir. Él vendrá por mí y te asesinará—gruñó, a la vez denotando todo el dolor y la impotencia que sentía. Cristian soltó una carcajada.
            —No nos encontrará. Pero no te preocupes, yo mismo lo buscaré.
Azalee gritó hasta sentir que le raspaba la garganta. Luego se echó a llorar.
            — ¿Por qué me trajiste aquí? Déjame volver con él, no quiero estar aquí, ¡quién demonios eres! —gritó desconsolada. Cristian se acercó un poco más asegurándose que la vampiresa no lo alcanzaría hasta ahí.
            —Te he visto en mis sueños desde que tengo memoria y sé que ese maldito te llevó a la fuerza con él. Te voy a librar de esta maldición, ¡te haré libre! ¡Libre!
Cristian se fue del calabozo gritando eufórico. En el pasillo que daba al vestíbulo, se encontraba de pie su anfitrión, Don Jaime, quien sonreía extasiado.
            — ¿Por fin lograste sacarle la maldición? —preguntó con bastante interés en su mirada. Cristian negó con la cabeza, como expectante.
            —Aún no es tiempo.
Dicho esto, el joven detective se retiró a una de las habitaciones para huéspedes que había en el castillo. Se recostó sobre la cama alta y esponjosa, se sumió entre los edredones de terciopelo, recargó la cabeza cansada en los almohadones de plumas. Inhaló, y cerró los ojos; al exhalar, los abrió. Su pecho se llenó y vació de suspiros, como si con ellos lograse encontrar la respuesta que su venganza natal le exigía. La ansiedad en las cutículas no se iba, las ganas de arrancarse el cabello a jalones persistía; necesitaba una solución ya.
En su ensoñación, Cristian comenzó a tener visiones de su vida pasada.
            —Dime qué estás pensando—le decía Azalee.
            —Nada—contestaba él. Su antipatía desesperaba a la chica, quien hizo un puchero.
            —Juguemos a las preguntas, tú empiezas.
Cristian sonrió casi imperceptiblemente y aceptó el juego. Al final del día, terminaron riendo y toda la incomodidad del momento se esfumó.
El joven detective abrió los ojos al momento que se estremecía. Estaba agitado y algo confundido por la visión que había tenido. Pero eso no importaba. Se dirigió rápida y furiosamente al calabozo donde se encontraba Azalee. Al abrir la pesada puerta de metal, la encontró dormitando y ella, al saberse acompañada, abrió los ojos. Cristian pudo verlos titilar desde el umbral de la puerta.
—Juguemos a las preguntas, tú empiezas.
* * *
Carlos despertaba poco a poco sintiéndose un poco más fuerte y con energía luego de la siesta. Bostezó y se levantó; lo primero que notó fue la ausencia de su mujer. Supuso que tal vez estaría afuera buscando algo de leña, pero se convenció de que algo andaba mal cuando percibió un olor ajeno. Frunció el ceño y salió a buscarla, mas no la encontró.
Comenzó a preocuparse, ¿dónde estaría? Tenía miedo de haberla perdido para siempre.
Se dedicó a oler el rastro pero este se perdió a mitad del bosque, dejándole un montón de mortificaciones en la cabeza. No podía imaginar siquiera quién pudo habérsela llevado, no tenía ni la más mínima pista para comenzar a buscar. Carlos estaba convencido de que había sido un vil rapto. Cogió sus escasas pertenencias—un collar de perlas, de Azalee; un llavero con forma de piano; un revólver cargado— y se apresuró a abandonar el lugar.
* * *
Al escuchar a Cristian, Azalee se quedó atónita. Ella había escuchado eso antes. Cerró los ojos, confundida, un remolino de recuerdos sacudió su mente mas no pudo ver nada con claridad. Desde que había escapado con Carlos, no recordaba demasiado sobre su otra vida, pero aquella frase le parecía familiar. Le inquietaba tanto que no pudo ocultárselo a Cristian, quien miró satisfecho su logro.
            —E-está bien—tartamudeó ella, mirándolo con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué me trajiste acá?
Cristian se limitó a sonreír. De un rincón tomó un azadón, y comenzó a jugar con él, haciéndolo girar sobre su eje, apoyado en el suelo de piedra.
            —Porque debo liberarte.
            — ¿Liberarme de qué?
            —Estás condenada, tu alma está destinada a arder en las llamas del infierno por toda la eternidad si no te libero.
            —Pero, ¿de qué?
            — ¡De la maldición! Eres un vampiro. Tu alma no tiene lugar en el paraíso. Necesito rescatarte, pues te han manipulado vilmente para convertirte en lo que eres. Ese bastardo, ese cobarde te engañó. Es un cazador nato. Un depredador.
            — ¡Yo lo amo! —interrumpió ella de pronto, con lágrimas en los ojos y luchando por librarse de los grilletes.
            — ¡Y no dudo que él también te ame! Pero te obligó a ser esto. Necesito liberarte, ¡entiéndelo! Yo no sé de dónde saliste, pero comencé a mirarte desde que recuerdo. Te me aparecías en sueños, pude ver tantas cosas… y entre ellas, estaba aquel momento en que ese malnacido te mordió. Puede ser que haya sido con la intención de no dejarte morir, ¡pero condenó tu alma por toda la eternidad! Ni siquiera te preguntó si tú querías eso.
            —Pero ahora lo quiero—espetó.
            —No, no es verdad—murmuró Cristian mirando sus pies. Luego alzó la mirada, encontrándose con los ojos de Azalee inundados en un mar de lágrimas—. Estoy seguro que hay algo más… dime, ¿cómo te llamas?
Ella secó sus lágrimas con el antebrazo, sorbió la nariz y encaró a su captor.
            —Me llamo Azalee.
Al escuchar este nombre, Cristian sintió una punzada muy intensa en la sien; el dolor había sido tan fuerte que cayó de rodillas en el suelo tomando su cabeza entre las manos. Un torrente de emociones, recuerdos y demás se apoderaron de él dejándolo ausente unos momentos. Azalee lo miró extrañada y a la vez preocupada, pero se tranquilizó al ver a Cristian ponerse de pie nuevamente.
Con la frente perlada de sudor, Cristian se acercó un poco más a Azalee con el azadón en la mano.
            —Debería seguir con las preguntas—dijo forzando una sonrisa; no se sentía demasiado bien, pero notaba progresos—. A ver, ¿qué recuerdas de tu vida pasada?
Azalee se tomó un momento para responder. No recordaba demasiado, sólo veía memorias borrosas y distorsionadas; pudo ver a quienes fueron sus padres, siempre viajando, o bien, en eventos sociales. También pudo ver a un par de profesores llamándole la atención por no cumplir con los trabajos de clase. Y luego vio a un chico, más o menos de su estatura, moreno y con ojos cafés; ese chico era Cristian.
            — ¿Qué pasó con ese muchacho? —preguntó él. Ya suponía que Azalee recordaría al sujeto que les había disparado, pero en su confusión y el desconocimiento de su vida pasada, Cristian no sabía que él había sido quien intentó asesinar a los amantes.
            —Era mi novio—respondió Azalee mirando al vacío. Luego miró fijamente a Cristian: El joven había reencarnado en otro cuerpo, no obstante, su color de piel moreno, sus ojos cafés, la forma de mirar… era igual. Así que cuando Azalee mantuvo contacto visual con Cristian, al reconocer su mirada y revolver entre la mar de recuerdos, se dio cuenta. Esa mirada era inconfundible e inolvidable. Él no pudo saber su pasado, pero ella lo dedujo. Fueron sus sentimientos, fue una corazonada la que le dijo quién era su captor.
            —Eres tú—concluyó, para luego sumirse en un abismo mental.
Al notar que la vampira estaba perdida en una especie de choque emocional, procedió a romper las cadenas con el azadón y la mujer cayó al suelo, esta vez inconsciente.
Se la llevó cargando hasta una habitación que una criada había preparado previamente, la recostó en la cama y la cubrió con un edredón rojo. La besó en la frente y veló su sueño toda la noche.
Azalee despertó temprano por la mañana, alegando tener una sed descomunal. A pesar de saber que no tenía más ataduras, ella se comportó de manera dócil ante Cristian; habían pasado décadas desde que había sido amable o cuidadosa. Por lo general era agresiva y dañaba a todo aquel que se le pusiera enfrente.
Pero cuando estaba con Cristian todo era distinto. Ella comenzaba a recordar poco a poco su pasado. Gastaba las horas contándole a Cristian todo lo que recordaba mientras él la escuchaba atentamente. Llegó un momento en que Cristian dejó de darle su dosis diaria de sangre a Azalee, y sólo le daba té de manzanilla. Ella no tenía inconveniente en eso, pues su sed de sangre y asesinatos se había calmado considerablemente.
* * *
Ya habían pasado algunas semanas y Carlos no encontraba señal alguna de Azalee. Había buscado en las ciudades aledañas al bosque donde se habían hospedado.  Nada.
Cristian había sido listo y se la había llevado bastante lejos, eliminando su rastro. Carlos no los encontraría aunque buscase en todos los lugares del mundo. Primero lo encontraría Cristian, quien tenía cuentas pendientes con él.

VII.
El ritmo de su respiración aumentaba con cada segundo que pasaba. La desesperación cubría todos y cada uno de los poros de su piel. Su existencia estaba determinada por un número que disminuía segundo a segundo. Una cuenta regresiva. El tic tac del reloj le destrozaba los nervios, en cualquier momento su vida podría llegar a su fin, y él no podría evitarlo. Intentó hacer contacto visual con uno de los guardias, pero éste miraba fijamente hacia el frente. No parecía ser una buena persona.
No recordaba cómo había llegado a aquel lugar, sólo sabía que de pronto había despertado y estaba acostado en el húmedo suelo de un calabozo oscuro. Tal vez debía intentar calmarse un poco, se lo repetía mentalmente a cada segundo.
Cerró los ojos y aniveló su respiración. Luego de exhalar una gran bocanada de aire, volvió a abrir los ojos. Esos escasos momentos de tranquilidad aclararon sus ideas de una forma sorprendente. Sus recuerdos le decían, de la forma más ordenada posible, que un simple mortal los había llevado hasta allá. He aquí el recuerdo:
Había abierto los ojos después de que unos ruidos interrumpieran su siesta. Miró con el ceño fruncido al extraño que se hallaba en el umbral de la puerta y, deliberadamente, se sentó sobre la cama sin despegar la mirada de aquel joven.
¡Bam! ¡Bam! Dos disparos muy certeros le dieron de lleno en el pecho. La bala le quemaba intensamente, pero eso no era lo extraño… Lo raro era que sus tejidos no se regeneraban, y le pareció que aquellas balas le entumían el cuerpo de una forma descomunal. Gruñía mostrando los colmillos, pero era lo único que podía hacer. El joven se acercó a él y lo golpeó en la nuca con un crucifijo. Fue ahí cuando perdió el conocimiento.
Y sí, ahora estaba en aquel calabozo sintiendo, por primera vez en décadas, el horror y el miedo de morir invadiéndole cada célula del cuerpo. Agitó las cadenas con el fin de romperlas pero parecían estar hechas de algún metal muy resistente.
Al darse por vencido por enésima vez, decidió estudiar escrupulosamente su alrededor; comenzó con los celadores. Usando su fino y desarrollado olfato, pudo deducir que se trataba de dos especies de demonios con forma humana. Entrecerró los ojos sin comprender realmente qué buscarían aquellas criaturas de la oscuridad, y más aún, por qué tendrían tratos con un mortal.
No supo cuánto tiempo pasó. Pero su sed de sangre poco a poco se fue incrementando, hasta que sus ganas de beber fueron mayores a su desesperación por mirar a Azalee.
Cristian se había dado un par de vueltas por ahí sin entrar realmente al calabozo. Se quedaba detrás de la reja, mirando a la figura humanoide que colgaba de los brazos, suspendido en la pared de piedra por aquellas cadenas. Carlos no se libraría de ellas tan fácil como creía, no. Don Jaime Boutier se las había proporcionado amablemente. Eran las cadenas que él mismo solía usar para mantener a raya a sus esclavos.
Al terminar su rondín, el joven detective se pasaba hacia la habitación en donde tenía a Azalee. La vampiresa se hallaba dormida. Cuando no estaba conversando con Cristian, estaba durmiendo. Se había vuelto dócil y amable, y de vez en cuando sonreía de verdad.
Eso sí, no dejaba de pensar en Carlos. Pero, por mucho que le doliera, ya ni siquiera esperaba que él volviese por ella. En realidad era algo que ya no deseaba.
Habían pasado algunos diez años después de que Carlos fuera encerrado en el calabozo. Sus gritos desgarradores a causa del hambre que lo aquejaba, se escuchaban en cada rincón del castillo, pero Azalee era la única que no los escuchaba. Cristian pensaba que la hora de llevar a cabo su venganza, su verdadera venganza, comenzaba a acercarse.
* * *
Abrió débilmente los ojos al escuchar que la puerta del calabozo estaba abriéndose. La escasa luz que se filtraba por la ventana a sus espaldas, iluminaba tenuemente el rostro de su captor. Se sentía muy débil, sostener la mirada le parecía un esfuerzo más allá de sus límites pero rendirse no era una opción.
            —Veo que te has vuelto bastante dócil—comentó Cristian entrando a paso lento. Apenas había traspasado el umbral de la habitación cuando Carlos se remolineó débilmente intentando zafarse del amarre que lo detenía de asesinar a su captor, aun a sabiendas de que era en vano, a pesar de que, por más que lo negara, su vida estaba pendiendo en las manos de aquel moreno de mirada profunda.
            —Tan sólo di lo que tengas que decir. Y mátame, o golpéame, o haz lo que quieras conmigo. Ya no me importa.
            —No me digas… no te importa ni siquiera… ¿ella?
Al terminar de pronunciar la frase, la silueta encorvada de Azalee se apareció en el umbral de la puerta.
La locura invadió todos y cada uno de los rincones del pensamiento del vampiro. Tantos años sin verla, tantos años sin saber siquiera si ella se encontraba viva… todo ese ímpetu, esa emoción, esa alegría se mezclaba enfermizamente con el hambre de vísceras, con la sed de sangre que tenía, con las ganas que sentía de poseer el frágil cuerpo que se hallaba a unos cuantos metros de él.
Pronto su rostro se desfiguró mostrándole a la vampiresa una cara de la moneda que ella jamás había visto. Escuchar el simple sonido gutural que provenía de la seca garganta de Carlos, fue suficiente para atraer su atención. Alzó la cara levemente topándose con un rostro que reflejaba maldad en su estado más puro. Los ojos miel que antaño le habían sacado tantos suspiros ahora se asemejaban a un coágulo de sangre. Las escleróticas estaban inyectadas en sangre, era difícil diferenciarlas del iris carmesí que refulgía en las sombras. Los colmillos se asomaban amenazadores y, la forma en que casi desgarraba sus comisuras por abrir desmesuradamente la boca, producían la ilusión de que sus colmillos eran mucho más grandes de lo que en realidad eran. Aquellos labios que habían recorrido cada rincón de su cuerpo ahora estaban opacados por los rugidos y los colmillos que rogaban por que alguna de sus necesidades fuese cubierta. Todo había cambiado en él. Aquel que estaba ahí, suspendido de las muñecas con unas cadenas, aquel vampiro que rugía desaforadamente, que lloraba sangre a borbotones y que se quemaba con la misma, aquel cuya piel chamuscada comenzaba a humear, aquel adefesio no era el hombre del que ella se había enamorado.
O, quizás, ella se había enamorado de la imagen que aquel vampiro hambriento se encargó de mostrar. Porque esa era su verdadera imagen.
Se dice que en condiciones extremas, el ser humano, su psique, su energía vital, llega alterarse de forma tan grande que llega a sacar su verdadero yo. Es ahí cuando, hambriento, o a punto de morir, o desesperado, o dominado por sus propias emociones, saca lo peor de sí mismo. Es ahí donde no le importa nada más que sí mismo, que sobrevivir, que la dueña de su corazón, la persona que estaba de pie a unos metros de él, que ella estaba ahí pero si estuviera en sus manos la mataría él mismo para conseguir tan siquiera un trago de sangre.
Ese era el monstruo del que ella se había enamorado.
La impresión la hizo caer de rodillas contra el piso de piedra. La colisión le hirió la piel, y esta vez la misma no se regeneró. Dejó caer su trasero en el suelo para mirarse la parte dañada y pudo notar que, aunque la herida era superficial, esta se mantenía abierta y sangrando. Miró confundida a Cristian, quien parecía ser el único que podría responder a todas sus preguntas. Él sonrió de una forma tan cálida que a ella no le dieron más ganas de preocuparse. Se quedó ahí en el suelo esperando a que él hiciera lo que considerase correcto.
El joven detective caminó parsimoniosamente hasta donde Carlos se encontraba, todavía rugiéndole a Azalee. Una llave enorme y oxidada se introdujo en el candado que aseguraba las cadenas que retenían a Carlos. Y al caer el objeto al suelo, y al soltarse las cadenas, el monstruo se abalanzó al frágil cuerpo de Azalee.
No fue un encuentro agradable. El vampiro devoraba sin compasión cada trozo de carne y de piel del cuello de su amada. Arrancó con los dientes la piel de las mejillas y lamió el músculo, succionó la sangre. Azalee gritaba, el dolor era enorme, su regeneración no estaba haciéndose presente y al parecer, por mucha sangre que derramase, su muerte no se sentía cerca.
¿Era ese el precio que debía pagar por sus pecados? Dios… nunca creyó en algo semejante. La idea de tener que rendir cuentas a alguien durante toda su vida, y a quien vería en su lecho de muerte recordándole las cosas buenas y malas que hizo, no era algo que entrase de lleno en su filosofía de vida. Pero ahora, contrariamente a sus creencias, se atrevía a pensar que de verdad, de verdad eso que estaba viviendo era una forma de pagar por sus crímenes.
Y de alguna forma le tranquilizaba saber que la sangre que derramó estaba siendo vengada ahora, de la manera más atroz que alguien siquiera podría imaginar: ser devorada viva por quien fue su amante por casi treinta años.
La vida nunca le había sonreído, y en realidad no esperaba que lo hiciese justo ahora. Sabía que no merecía nada, que aquella hospitalidad y calidez de parte de quien fue el amor de su vida antes de que el vampiro apareciese, tenía que esconder algo detrás. Él tenía derecho a vengarse, pensaba mientras Carlos le arrancaba uno de los ojos para comérselo de un bocado. Ya ni siquiera gritaba. El dolor había llegado a un punto tan alto que sus nervios se habían colapsado impidiéndole llegar a sentir estímulo alguno. Miró inexpresivamente a la bestia que se erguía frente a ella dando mordiscos a su tórax, halando la piel como si se tratase de un elástico. Luego desvió ligeramente la mirada, observando Cristian. Él contemplaba impávido desde su posición, como si esperase por algo tan simple y cotidiano. No le ofendió ni le hirió que él no hiciese nada para quitarle a Carlos de encima. En verdad ella sabía que merecía todo aquello y mucho más.
Pareció llegar el momento en que el joven creyó que era suficiente. Se acercó a Carlos y de una patada lo mandó a chocar hasta el otro extremo de la habitación. El vampiro estaba tan aturdido que no tuvo tiempo de siquiera levantarse cuando Cristian llegó y lo tomó por los hombros.
            — ¿Ahora entiendes? ¿Ahora puedes comprenderlo? ¡Felicidades! Este es el día en que tus años sempiternos terminan. ¡Bienvenido a la vida! Que la muerte te espera.
En el umbral de la puerta se hallaba una figura humanoide, cubierta de pies a cabeza por una capucha negra. En la mano llevaba un cetro de madera con un cráneo de carnero en la punta. Era Obscuritatem; era la muerte.
Obscuritatem alzó una mano al frente, la manga holgada de su atuendo se corrió hacia atrás dejando ver una mano pálida y huesuda. Un puntiagudo dedo índice apuntó al vampiro. La muerte hizo ademán de acercar algo, y con ese movimiento tan simple arrancó el alma del vampiro.
El cuerpo de Carlos cayó inerte al suelo. Su alma flotó en el aire unos segundos, siguiendo la trayectoria de la mano de Obscuritatem. Finalmente entró por una de las cuencas oculares del cráneo del cetro. Cristian se arrodilló ante el cadáver sin vida de Azalee. La maldición de la inmortalidad le había sido retirada en el momento en que se dio cuenta de la verdadera esencia de quien fue su amante y compañero de asesinatos. Y ahora se hallaba en el suelo, sin vida, siendo sujetada débilmente por los brazos temblorosos de Cristian.
Él se abrazó a ella durante unos minutos, llorando y respirando por última vez el dulce aroma de sus cabellos, tocando, aunque fuese tan sólo huesos y músculo desgarrado, el cuerpo de su amada. Cuando cerraba los ojos podía imaginar que ella estaba bien, que tan sólo se hallaba dormida, que todo había sido parte de un mal sueño…
Obscuritatem alzó dedos índice y corazón apuntando a la figura encorvada de Cristian, que continuaba sosteniendo el cuerpo de Azalee. En el momento en que la muerte hizo aquel mismo ademán con la mano, el cuerpo de Cristian cayó junto al de Azalee.
Las almas que le habían sido arrebatadas… ahora estaban de vuelta con él.
La muerte se esfumó en el aire tal cual lo haría un montón de humo. Unas pisadas fuertes retumbaron en el suelo del calabozo. Don Jaime Boutier miraba hacia dentro con bastante interés. Sonrió con arrogancia y dio dos palmadas. Al instante, un criado se acercó haciendo una reverencia.
            —Prepara la cocina, Sebastián. Esta noche haré una gran fiesta, ¡y de banquete tenemos a estos tres desgraciados!
* * *
Azalee abrió los ojos, pero su mirada estaba borrosa. Enfocó y pudo ver más o menos dónde se hallaba. Estaba en algún lugar del infierno. Se preguntó mentalmente si vería a Carlos o a Cristian. Se puso de pie, contemplando su cuerpo descarnado. Buscó a alguno de los dos con la mirada, pero momentos después se dio cuenta de que no valía la pena siquiera buscarlos.
Al fin y al cabo estaba en el infierno. Y el infierno no es un lugar al que vayas a ser feliz.
* * *
Carlos despertó por la agitación que la adrenalina le producía. Se percató de estar cayendo pero no sabía qué tan profundo era el pozo. De todas formas no había manera de saberlo, y no esperaba encontrar una respuesta. ¿Estaría cayendo ahí para siempre? No lo sabía. ¿Dónde estaba? ¿En el infierno?
Una sonrisa amarga contorneó sus labios, y fue cuando al fin se dio cuenta.
No estaba en el infierno. El infierno no era un lugar al que él fuese bienvenido.
* * *
Luces tenues, espectros, figuras etéreas vagando, algunas juguetonas, algunas parsimoniosas, en un fondo negro. Cristian era una de ellas. No podía mantenerse estático. Aquel lugar era como estar dentro del agua. No le era posible resistirse ante el movimiento, tal cual una ola te arrastra lentamente hasta donde ella desea.
Voces, quejidos, susurros, lamentos. ¿Qué carajo era ese lugar?
Tenía bien en claro que no estaba en el cielo, pero aquel lugar no lucía como si fuese el infierno, entonces era… ¿el mundo de los muertos?
Luego de pensárselo durante un momento, llegó a la conclusión de que aquello tenía bastante lógica. En realidad nunca perteneció a ningún lugar. En realidad nunca perteneció a ninguna persona.
En realidad siempre había estado solo, y extrañamente, el purgatorio lo hacía sentir bastante acompañado.
* * *
¿De qué había servido todo entonces? ¿Era acaso que había nacido sólo para…eso? ¡Venganza! ¡Nació sediento de venganza! Su destino era ese, lo tenía bien en claro. Pero, ¿qué pasaría después de purgar sus pecados?
            —Podría vivir una y mil vidas más, pero seguiré esperando tu regreso. Podríamos ser fantasmas etéreos, almas quemándose en el infierno más hostil, vaporizando nuestra existencia. Frágiles cristales chocando contra el asfalto, rotos y desperdigados por todo el lugar; seríamos polvo de huesos mezclándose entre la tierra agusanada del cementerio.  Podría vivir una y mil vidas más; podría ver el paso de mil eones, pero seguiré esperando tu regreso. Porque tú y yo fuimos hechos para estar juntos. Tu meñique está atado al mío por esa cuerda roja llamada destino. Podría vivir una y mil vidas más, podré contemplar el nacimiento y la muerte de una estrella, y podría ser consumido por un agujero negro, ser absorbido por su singularidad espaciotemporal, podría visitar todos y cada uno de los multiversos, buscando tu rastro. Y te encontraré. Siempre lo haré. Y también estaré esperando tu regreso.

Como fantasmas en la nieve, como fantasmas en el sol.