miércoles, 21 de diciembre de 2016

Inefable.

Cómo te explico que me pierdo tan fácilmente en las sombras que se forman con los árboles. Cómo te explico que no hay manera de que no me pierda yo en cavilaciones, terminando por verte entre dichas sombras, o de repente añorar tu presencia junto a mí en el autobús, ¿cómo te lo explico?
Cómo te explico que no necesito eternidades ni juramentos, solo una noche, una tarde, un par de silencios, traducidos en besos, miradas, sonrojos. Cómo te explico que me haces llorar sin necesidad de que me hagas daño. Cómo te explico que en ocasiones lloro por ti sin siquiera sentirme triste.
Cómo te explico el efecto que producen tus manos alrededor de mi cuello, cómo te explico la mar de sensaciones que me produce el tacto de tu lengua sobre mi piel. Cómo te explico que no es locura, ni admiración, ni devoción, ni nada parecido. Cómo te explico que no te endioso, pero que, con solo mirarme, haces sentir un efluvio de sensaciones inefables, que me invaden poco a poco; cómo te explico los escalofríos mentales, los estremecimientos involuntarios, cómo te explico por qué me haces tartamudear si ni yo misma lo entiendo.
Cómo podría simplemente explicarte lo que produce dentro de mí, observar tus manos. Cómo te explico que quiero que me acaricies el rostro y me mires, aunque desvíe la mirada… cómo te explico que me pones de nervios. Que, inexorablemente, me he visto envuelta en un manto de lucubraciones. Cómo te explico que no quiero que mueras por mí, y que, de ninguna manera, vivo para ti.
Cómo te explico que no sé para qué vivo pero que no me importa. Cómo te explico que soy tan indiferente a tantas cosas importantes, y les doy atención a cosas que no lo son. Cómo te explico que veo como algo estúpido llorar por tus nudillos y extrañar tu humanidad situada junto a mí. Cómo te explico mi hipersensibilidad, y mi tendencia a añorarte en los momentos más insospechados, de repente, sin avisar.

¿Cómo he de explicártelo? Ni siquiera yo lo entiendo. 



martes, 6 de diciembre de 2016

Incongruencias

No me extrañes,
no te extrañaré.
Mejor añoraré el momento
de volverte a ver,
y abrazaré la existente nada,
para que me haga compañía.

¿Qué significa extrañar?
¿Sentir algo como ajeno,
desconocido?

El amor, ¿acaso existe?
Si es así, ¿dónde se encuentra?
Dices sentirlo dentro de ti,
Tan fuerte que nada podrá
Sacarlo jamás de ahí.
¿Será verdad?

A veces siento que no me amas.
Quizá la realidad es que
Mi amor propio decae
Y al no amarme yo,
He de pensar,
Que nadie más lo hará.

¿Qué significa amar?
¿Será que mi concepto
Es erróneo?
Quizá sea la razón
De tantas dudas, y miedo.
No deseo perderte.
Y es doloroso pensar
Que quizá no te tengo,
Ni te tuve.

El dolor, ¿acaso existe?
Si es así, ¿dónde se encuentra?
¿Cómo borrar los moratones
De mi endeble espíritu?
Si es que acaso poseo uno.

¿Qué significa llorar?
Masticar el dolor,
Saborear la sangre,
La frustración,
Sobrepensar.

El silencio, ¿acaso existe?
Si es así, ¿dónde se encuentra?
¿Acaso puede ser percibido
como algo que se pueda escuchar?

No concibo la nada
como algo inexistente.
El hecho de ser nada,
le da calidad de ser.

¿De qué manera evitar
El incordio maldito
De la incertidumbre,
La pesadez de amar,
El tiempo y su rápido andar,
Las multitudes por soslayar,
Y un montón de cosas más?

Siempre me pregunto
Tantas cosas.
Cómo puedes retorcerte
Tan fácilmente y sin trabas
Entre esa tórrida soledad
Que no me deja tocarte.

Y me lleno de incongruencias,
Odiándote,
Justificándome,
Pero sin darme siquiera el tiempo
De pensar tan solo un poco en mí.

¿Será ese mi problema?
Tal vez me dejé de amar
Al sentir vagamente
Que tú mismo lo hacías.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Pudimos ser eternos.

Debería dejar de comer dulces para calmar la ansiedad. Las hojas no se oxidarán, mucho menos perderán el filo si se quedan ahí arrumbadas, sin ser usadas. Morderme las uñas no hará que los viejos años de idilio vuelvan. Debes resignarte, me gritó mi consciencia en el día de Júpiter, rozando las cuatro de la madrugada. Aquella tarde había perdido todo ápice de sanidad que, con mucha fuerza, mantuve junto a mí para no hundirme en las pesadillas recurrentes, en los baños de sangre y olor a óxido, en las manchas rojas sobre el piso de mármol, en la indiferencia del mundo entero y otro tanto. Aquella tarde perdí la última esperanza que tenía de recuperar la inocencia que abandoné a un lado de la calle, al cumplir dieciséis. Y no fue hasta las cuatro de la madrugada, cuando por fin aquel trozo de alma palpitante que suplicaba ser salvada, dio su último aliento. Fue masacrada, no por ti, no por las circunstancias; fue torturada por mi propio delirio.
Pudimos ser eternos, pero nos faltaron horas y a mí me sobró intensidad. Fuimos una estrella que prometía ser el universo, y culminó tan solo en un hoyo negro, ¿algo se podrá rescatar? El pesimismo ha regresado con más fuerza que antes, y tus singularidades me hacen dudar. Pensé en atravesar tu radio, hasta llegar a tu horizonte de sucesos y dejarme absorber por ti, pero no significas tanto si te miro desde fuera. Pudimos ser eternos, pero te faltó decisión y a mí me sobraron palabras y besos. Nos faltó control de nosotros mismos y dejamos que el universo entero se enfriase a nuestra merced, para mantener lleno de pasión y energía aquello que, desde un principio, tenía un futuro nulo y gris, sin vida. Pasamos de mirar nuestras pupilas como quien ve el inicio de los tiempos, a mirarnos con desdén y amargos parpadeos. Y ahora sabemos que no somos más que el resultado de millones de probabilidades, frías estadísticas, números y demás nimiedades. No somos algo místico, ni pudimos serlo, mas pudimos ser eternos, descarapelar pacientemente cada una de nuestras debilidades y amarlas como si fuesen propias. Sentarnos uno frente al otro y mirarnos en silencio mientras cavilamos sobre nuestras emociones. Pudimos hundirnos en la profundidad de gemidos, caricias y susurros, pero nos conformamos con la vacuidad de una risa socarrona. Nos salió tan natural amarnos, que nos pudrimos.

Pudimos ser eternos, pudimos ser la entropía del universo, pero se te metió una triza de soledad en el ojo, y nos perdimos.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Ad hominem.

¿En qué estabas pensando cuando fuiste corriendo hacia mí? Alardeas, y repites a cada instante que tú no corres. Pero aquella vez lo hiciste. Justo ahora no puedo encontrar las rosas que dejé en la cocina, y mis piernas están frías por haber estado tanto tiempo afuera. Es de madrugada, la noche está fresca, mis pupilas se encuentran fijas en las tuyas a pesar de que estás con los ojos cerrados, a un par de kilómetros de aquí, quizá en una posición cómoda en la que te gusta dormir. Es muy probable que uno de tus pies cuelgue de la cama.
Sé que no tienes reparo alguno en fornicar sobre la misma cama donde duermen tus padres. ¿En qué estabas pensando cuando te colocaste entre mis piernas? Una mosca no deja de rondar por mis manos, me molesta y no me deja concentrarme. La lluvia ha dejado unos cuantos charcos en la banqueta, y a pesar de que llueve, en el ambiente no hay petricor. Me repugnan tantas cosas que incluso había olvidado al estar en mi idilio. Y quizá la oxitocina en mi cerebro me cegó por mucho tiempo, haciéndome creer que eras perfecto; me encerré contigo en una jaula de pretensiones, y no podía mirar todo lo malo que había en ti. El asunto que tantas veces me molestó de otras personas, me poseyó al momento de tenerte junto a mí: no podía ver tus defectos. Los detalles tan hermosos de tu rostro, tus lunares, tus cicatrices, la mancha que tienes en el brazo, tu manera tan peculiar de hablar, tu cabello cuidadosamente acomodado —a tu gusto—, no eran más que la combinación de la simpleza de una persona. No veía que estábamos rodeados de vacuidad, destazando nuestros deseos en un afán de hacernos sentir especiales, perfectos y amados. Estábamos aferrados a reproducir la perfección del idilio, pero se nos perdió la determinación en el camino. Y al final quedamos totalmente desnudos sin poder realmente llegar a vernos. Nos quitamos las caretas y no nos reconocimos.
Cierta vez me dijiste que mirar mis ojos era como mirar el cielo en una noche despejada, por el simple hecho de que no pensabas en nada al hacerlo. Solo lo hacías. Derretías mi cordura con un par de parpadeos, me robabas el aliento al susurrarme algo al oído. ¿Dónde quedó eso? Quién sabe, no me importa, no buscaré en ti lo que, de sobra, sé que no encontraré jamás. Todo eso se encuentra en un baúl dentro de mi memoria, como prueba de que alguna vez existimos de aquella estúpida manera.
Dejaste de ser perfecto para mí, y el pedestal en el que te hallabas se quebró, haciéndote caer al suelo, obligándome a reconocerte como un simple mortal, como un ser humano más con el que compartiré uno, o varios, o miles de momentos. Caí en cuenta de que somos solo dos vanas existencias con sentimientos en común, que no somos el resultado de un plan divino ni mucho menos del destino. ¿Recuerdas cuando creíamos que nuestras manos habían sido hechas para estar entrelazadas? ¿Recuerdas cuán romántico nos parecía este pensamiento? Pero, analizando un poco más, me di cuenta de que si estamos de la mano todo el tiempo, no podremos caminar por terrenos irregulares. En algún momento tendríamos que soltarnos. Necesitamos caminar libres, sin atarnos. No fuimos hechos para estar juntos; lo hemos decidido. No nos une nada más que nuestra convicción, nuestro apego, llamémosle amor a lo que sentimos, aunque no encontremos el término. Somos raros a nuestro estilo, a pesar de ser solo una parte de la inmensa humanidad. Seguro que hay muchas personas iguales a nosotros, y una parte de mí siente lástima de que pueda existir uno o más individuos con la misma mente de mierda que tú y que yo, pero qué se le va a hacer. ¿Qué pensabas esta mañana al despertar? A estas alturas ya no me hiere que tu mente no esté ocupada pensando en mí desde temprano. Porque yo tampoco lo hago más, aunque sigues presente en cada momento de mi vida. Simplemente dejamos atrás las pretensiones y las fachadas, ambos sabemos qué clase de personas somos, y a pesar de ello seguimos juntos. Sé que eres un imbécil, y tú sabes que estoy demente, pero hemos decidido trascender a través de esos absurdos detalles.

Y lo mejor que pudimos hacer fue echar a la basura todas aquellas falacias, sin importarnos los momentos incómodos y dolorosos que vendrían después. Al abofetearnos con la verdad, fue como verdaderamente comenzamos a amarnos.

miércoles, 24 de agosto de 2016

No eres especial.

Antes de que te vayas, permíteme hablar. Va a llover muy fuerte y te vas a mojar, y sé que no querrás esperar a que escampe, porque te gusta caminar bajo la lluvia y escuchar los truenos, pero quédate unos momentos más.
No eres, ni por asomo, lo mejor de mi vida. Eres tan común, que te aseguro que he conocido tantas personas como tú. Tienes una personalidad tan simple que no es tarea difícil analizarte. Puede ser que, si nos dejamos de querer, pueda toparme con muchos hombres como tú. No eres especial, y, de hecho, nadie lo es. Pero escondes en tu esencia algo que te hace sobresalir, algo que provocó que fijase mi vista en ti desde el primer instante. No sé si fue tu semblante relajado, o tu voz, tus ojos, tu peinado. Te clavaste poco a poco hasta quedarte en mi cabeza, pude analizar los detalles de tu cara incluso cuando no estabas. Me era y me es tan difícil comprenderte; para una mente compleja como la mía, la simplicidad llega a tornarse en un enigma. Y quizá muchas veces vi cosas de más, coloqué hechos y palabras donde no había nada, sin poder ver en realidad lo fácil que pudo ser todo.
No te marches antes de que termine, insensible. Te falta empatía y un poco de sentido común, ¿te gusta matar gatos? Me das la impresión de ser un asesino en potencia: metódico, sin escrúpulos, a veces cruel y siempre solitario; ¿ya ves las teorías absurdas que me invento?
Te dije que te sentaras, todavía no termino. Sé que divago y tienes que irte, pero no ha escampado. Quédate conmigo a escuchar la lluvia porque no te veré en un rato, y tal vez te extrañe como la loca que soy, pero me querrás a pesar de eso, lo dijiste hace unas horas, ¿estás seguro? No voy a llorar, lo prometo.
Ven, vamos a abrazarnos. Tranquiliza mi corazón, ya que tú mismo lo has acelerado. Hoy te siento cerca, por primera vez en tres años (tres semanas), y aunque sé que eres tan raramente común, te quiero a ti, en ti me he fijado. Y tal como te dije anteriormente, sé que hay miles de chicas que te pueden hacer más feliz que yo, y que incluso en tu soledad sientas que es más acogedor, pero yo estoy loca y tú también. No eres especial, pero estás loco. Enarbolas con ímpetu la esencia única de tu ser; no sé si soy la única que lo nota.
Me pueden hacer más feliz de lo que un loco con bella sonrisa y pezones de durazno en almíbar, podría, porque ni tú ni yo somos especiales, pero estamos locos, y quién sabe, a lo mejor de verdad nos amamos.



domingo, 21 de agosto de 2016

La debilidad de un hombre.

Las hojas de tus libros siguen mojadas, ¿qué esperas para secar las lágrimas que se escapan? La debilidad de un hombre reside en sus sentimientos, y en la forma en que los expresan. Y sabes bien que hace muchas horas que deberías estar en la cama, durmiendo, que mañana será un día largo, pero que de madrugada las horas se pasan rápido; están por dar las 3, hace dos parpadeos eran apenas las doce. ¿Por qué te escondiste por tanto tiempo? Sabes quién eres: un trozo de mierda bien educado, y con un sentido del amor tan patético, que no sabría si reírme de ti o echarme a llorar. Aunque sabes que no lloramos más. La debilidad de un hombre reside en sus sentimientos, y en la forma en que llora. Hace un par de días que no intentas buscarle sentido a la realidad en la que vives, que dejaste de preguntarte de dónde venía todo aquel asunto maravilloso que te conmovió el alma por un tiempo. Y fue tan poco, que te quedaste con ganas de vivir lo perfecto, ¿no es asqueroso?
Vamos, acerquémonos a la repisa y desempolvemos aquellos días de indiferencia al mundo; pero no adereces demasiado tus ambiciones, podrías perderte una vez más en un vacío existencial, y terminarías mal, como hace un par de meses. Abramos aquella caja sellada donde guardaste cautelosamente las armas que te harían luchar contra las voces, ábrela, sabes que las pesadillas escaparán de todas formas, y sembrarán su semilla en tu subconsciente. Por eso no quieres dormir, ¿verdad que eres cobarde? El dolor te perseguirá aun con los ojos cerrados.
Temes quedarte a solas por las noches, pero no puedes luchar contra eso; todos tienen su vida formada, y tú te quedaste en un simple e irreal deseo. Sabes que las mentiras salen con tanta facilidad de las bocas, tú lo compruebas cada vez que tejes falacias con tanta espontaneidad. La debilidad de un hombre reside en sus mismas promesas; le mientes incluso a tus gatos, al rosal que riegas a diario, diciéndole que florecerá cuando en realidad sus hojas se secan cada vez más; pero te ilusionas tanto con un simple botón, y tu rostro se ilumina cuando se abre, pero vuelve a romperse algo en ti cuando cae muerta y seca la rosa.

Tratas de esconderte en vano de las cosas que mamá guarda en la alacena. Las voces gritan al unísono, pidiéndote de una y mil maneras que comiences a escribir todo lo que dicen, pero son tantas que no puedes comprenderlas. Y te quedas sin hacer nada, o llenas una inocente hoja de violentos garabatos y líneas superpuestas. La debilidad de un hombre reside en la manera en que se expresa. Y tú no puedes simplemente parar de brincar en los charcos cuando hay lluvia, pero hoy nos abstuvimos de hacerlo, no tenía sentido. El mundo no es un lugar tan amplio como para que puedan sobrevivir los sueños, y esa es tu mayor debilidad, soñar es peligroso.

viernes, 19 de agosto de 2016

Singularidades.

Te miro fijamente y me pregunto por qué tus pupilas no son blancas. Encajas tu presencia como una abeja hace con su aguijón. Tu sencillez me hace suspirar miel con cada canción. Te encuentras catalogado entre el tipo de persona que no aguanto y el tipo que encuentro solo una vez en la vida. No quiero perderte tan pronto porque me destroza imaginar un futuro en el que no estás. De nada me serviría intentar ser como tú y que no me afecte nada, pero aquí estoy parada sintiendo todo en un solo instante, ¿a eso cómo le llamas? No podría encontrar en el mundo a alguien como tú. No sé si es porque eres un idiota, pues tú mismo te proclamas así. No sé si es que eres tan meticuloso, ya que planeas cada paso que das; no sé si es que eres tan pulcro, que no dejas que tu cabello lo toque nadie más. No sé si es que simplemente te amo a ti y a nadie más. ¿Por qué lo pienso? ¿Por qué le busco belleza a los surcos de tu rostro? ¿Por qué tanto afán en encontrar la complejidad de la forma en que se acomodan tus pestañas? Y es que divago tanto que a veces dudo que seas real. ¿Qué es un sueño y cómo saber que en realidad no vivimos en uno, y que al despertar comienzan las ensoñaciones? Si así fuera, pediría soñar contigo cada noche, y escribir de ti en un bobo diario de sueños. ¿Qué tan metido estás en esto, mi fiel cazador? Yo no veo ya la salida, y tampoco es como que desee escapar de este delirio, no más.

lunes, 15 de agosto de 2016

Resonancia.

Tengo ganas de seguir mirando por la ventana de mi cuarto. La luz de los coches al pasar marca un trayecto que me deleita con solo verlo. Me corta como una guillotina. Las ansias revolotean las puntas de mis dedos, quiero verte otra vez.
Eres el único que despierta mi interior de una manera que no puedo entender. Mis neuronas se enloquecen y provocan un cortocircuito en mi cerebro. Mis nervios revolotean a través de mi organismo y un solo roce de tus dedos me produce escalofríos.
Podría besar mil bocas más, y sé que ninguna me haría sentir lo mismo que tú. Es una reacción espontánea, que me persigue con la misma intensidad que la primera vez. Todo se pinta a blanco y negro y el único que tiene color, eres tú. Mi alrededor se torna borroso y luego desaparece, dejando únicamente tu presencia  junto a mí. Y de repente todo deja de importar.
Me restriego en la ducha a diario; quisiera que el tacto de mis manos provocara lo mismo que tus roces hacen conmigo. Pero todo es parte de un equilibrio cósmico: las venas de tus brazos, la longitud de tus dedos, la textura de tu lengua, de tu mentón, la calidez de tus respiraciones, los parpadeos y la robustez de tu cuello, todo. Todo está ordenado perfectamente y se encuentra allí para hacerme sufrir, y gemir, y llorar y reír con toda su simpleza.
Porque yo podría encontrar todo eso en cualquier otra persona, pero no deseo ni siquiera buscarlo. Porque aunque lo encuentre no sería lo mismo, no serías tú, no sentiría nada, el desbalance de mis nervios sería nulo y mis sentidos se apagarían, porque no quieren besar otros labios, saborear otra lengua, sentir otras manos. No existiré para nadie más. Podrían ahogarme y hacer que me pudra a besos. Podrían atarme de manos y piernas y acariciarme el cuerpo entero y yo no sentiría nada, porque no sería lo mismo, no serías tú.
Te lo digo con la franqueza de mis manos pequeñas y temblorosas. No deseo aventurarme y conocer otros terrenos mientras siga viviendo en ti, mientras mi piel tenga el privilegio de sentir la tuya, mientras el cándido sentir de tus dedos entre mis piernas me arranque gemidos de la garganta, y me desgarre el alma con cada toque.
Podría esperar mil eones con tal de sentir tus labios, sin importar la ansiedad y el desespero, mi consuelo sería encontrarte al final del camino.
No quiero otras manos que me toquen, no quiero otra boca que me bese, ni otros ojos que me miren como tú lo haces, no insistas, no lo ofrezcas, la realidad es esta, sólo tú existes. Te lo digo con la franqueza de mis pupilas dilatadas, no quiero buscar en alguien más lo que tú me das de sobra, porque aunque lo encuentre, no sería lo mismo. No serías tú, no sentiría nada.

domingo, 14 de agosto de 2016

Palabras del sepulturero.

Estás tan asustada que quieres que te rodeen sus brazos, pero sabes que él no va a estar para consolarte. Estás tan loca que imaginas que los retratos de la pared toman vida y salen de los cuadros a pasearse por el comedor. Estás tan sola que tienes miedo de las sombras que se proyectan con la luz que entra por la ventana. Tienes tantas ganas de llorar que no puedes pronunciar palabra cuando te preguntan si estás bien. Te has callado tantas cosas que ahora te es imposible decirles que te sientes perdida, confundida. Tienes tantas inseguridades que crees que todo el mundo te mira con asco.
Ya basta, matemos la histeria, esa que te tiene tan mal. Deja de evitar hacerles daño, ellos no reparan en ver si estás bien, a ellos no les importa si te lastiman. Sepultemos la histeria, he traído mi pala, aquella que antes te ha ayudado a sepultar con fiereza tantas cosas que nos hacían daño. Estás por morir de inanición, no quiero que desaparezcamos entre el montón de promesas y besos viejos, demacrados. Aliméntate de sus almas, acércate a mi cementerio, leamos juntos de madrugada mientras cuidamos a los muertos. El cazador no se irá, así que no mires atrás. Podemos sepultarlo a él también, si tú quieres.
Tranquilízate, porque las caras en las paredes no se moverán de allí, no temas a oscurecerte de nuevo, ambos sabemos que lo que necesitas se encuentra aquí. La puerta del cementerio siempre estará abierta para ti, te prestaré mi pala, construiremos ataúdes de sobra. Sepultémoslos con ahínco, no saldrán de ahí, aunque lo intenten; esas promesas vacías, esas amistades falsas, aquellos días de goce fingido, quedarán allí. Sepultemos la rabia contenida, el dolor y la frustración. Mi sabiduría te guiará a través de las lápidas por si quieres visitarlas luego, aunque no las dejaremos salir más.

Así no te sentirás sola nunca más, la noche, la lluvia y el cementerio son tus buenos amigos. De esta manera no sentirás más miedo, y si es así, no necesitarás los brazos del cazador hermético y solitario; de esta manera, tu locura se quedará en una caja a tres metros bajo tierra, y los retratos se quedarán en su lugar. No tengas miedo a estar sola, pues vas a enloquecer de verdad. La soledad te ayudará a sepultar también tus inseguridades. ¿Escuchas el sonido de la lluvia al chocar contra el asfalto? ¿Te inquietan las goteras de tu cuarto? Vamos a deshacernos del escozor de la piel, y de los intentos fallidos de encajar, vacía tu alma en mi cementerio, también a ella la vamos a sepultar.

jueves, 14 de julio de 2016

Flores amarillas.

Nos levantamos del pasto, tropezando y chocando entre nosotros. Teníamos prisa. Se nos hizo de noche ahí tirados, mirando el pasar de las nubes y el oscurecer del cielo azul. Seguro mamá, en casa, estaría preocupada. Más de 20 llamadas perdidas serían mi sentencia de muerte.
Y también era probable que tuvieses que regresar a pie a casa, pero en todo momento me aseguraste que no te importaba caminar. 
Mis anteojos cayeron al suelo por la prisa, y casi los pisamos intentando buscarlos entre la hierba. Tú reías a carcajadas mientras corríamos tomados de la mano para poder alcanzar el último autobús que nos llevaba de regreso. Me picaba la piel de la espalda, el escozor se debía a mi tremenda alergia a la grama común, y tú tenías aquella alergia nasal, por la tierra, por la hierba, qué sé yo.
Y allí estábamos, un par de enamorados, tomados de la mano, apresurando en silencio al chofer, diciéndole en voz baja que deje de platicar con el que despacha la gasolina.
Cuando llegamos por fin, pasadas las nueve y media, sonreíste mientras retirabas un travieso mechón de mi rostro. Y después me dijiste que tenía florecillas en el cabello. Te dije: quítamelas. Tú replicaste diciendo que no, que se me veían lindas.
Finalmente entré a casa, sin querer amargarme escuchando los reclamos de mi mamá. Me eché en la cama a mirar el techo, sonriendo como idiota, a pesar de que el salpullido en mi piel no me dejaría dormir bien, a pesar de que mis ganas de verte aumentasen al marcharte, a pesar de que nuestros besos y el vigor de nuestros roces me hayan dejado adolorida y con moratones.


lunes, 11 de julio de 2016

Habitación lila.



Abrimos la puerta en silencio. Era de noche y los alrededores se hallaban solitarios, mas no deseábamos que nuestro primer allanamiento terminase por dejarnos tras las rejas. El Palacio Chino era un restaurante abandonado, con un secreto escondido entre sus paredes. Después de entrar y mirar la madera podrida en el suelo, las sillas quebradas, las mesas llenas de moho, subimos con cuidado por las deterioradas escaleras que conducían al segundo piso, ayudándonos tan solo de los escasos rayos de luna que se colaban por algunos huecos. Al final del pasillo del segundo piso, encontramos una luz. Caminamos con la intriga a flor de piel, exploramos con curiosidad aquel lugar inhóspito: una habitación con paredes lilas, muebles blancos. Se veía vieja, mas no descuidada. La luz que entraba por la ventana era tan clara que parecía ser de día tan solo en esa única habitación. Decidimos sentarnos en unas sillas con tapizado de flores de lavanda y fondo de algún color cremoso. Nos dimos cuenta de que la tetera tenía aún cierto líquido hirviendo. También nos preguntamos quién habría estado allí para dejarnos dos pequeñas tazas de porcelana y galletas recién horneadas. ¿Quién podría haber entrado a esa habitación lila, antes que nosotros? La encontramos como una luz en medio de tinieblas, literalmente. La luz que se colaba por la rendija nos guió hacia ella y nos atrajo como la carnada a los peces. Tuvimos que derribar la puerta; estaba cerrada por dentro, como haría un niño al irse corriendo a su habitación después de haber peleado con su madre. Extrañamente, dejamos el asunto de lado para concentrarnos en el humo que se desprendía del líquido. Sentí tu mirada chocar contra mí, pero no pude retirar la mía del regazo. Parecía como si fuese a tener la taza entre las manos eternamente, parecía como si me fueses a mirar para toda la vida, pero no. Después de dar un pequeño sorbo a mi té, dejé la taza sobre la mesita y me levanté. Recorrí la habitación, encontrando por allí un pequeño cofre de porcelana con bordes de lo que parecía ser oro; lo abrí y lo encontré vacío. De pronto sentí que te encontrabas detrás de mí, así que me giré para encararte por primera vez. Te tomé por los hombros, dando un pequeño salto para alcanzarte. Te arrojé sobre la cama y desde mi sitio pude observar tu gesto de consternación. Quise abalanzarme sobre ti con mucha fuerza, pero me golpeé con la base tubular de la cama. No me importó, seguí con lo que planeaba; te monté y te inmovilicé de las manos para que no pudieses retirarme de allí, y en medio del silencio y de aquella misteriosa habitación, te grité a la cara que te odiaba. Arrugué el rostro mientras las lágrimas caían, agité la cabeza hacia un lado y hacia otro hasta marearme. Te grité con toda la fuerza que mis pulmones me permitieron sacar, que por qué tenías una sonrisa tan jodidamente linda, que por qué demonios me hacías sonreír tan solo con un roce de tus manos, te golpeé el pecho con fuerza pidiéndote respuestas, necesitaba saber qué de majestuosos tenían tus pseudo rizos, que tu voz no era tan distinta, ni tan fuerte, como para lograr atraerme así como lo hacía. Que tu aliento era tan común pero por qué diablos era el único que me erizaba la piel. Que tus chistes eran malos, pero que por qué me hacían reír tanto, por qué me alegraban tanto el alma, por qué me hacían amarte más. ¿Por qué?
Me detuve al terminar de sacar mi furia. Me miraste como si hubieses comprendido todo, y sonreíste. Suspiré resignada. Eras un idiota, pero te amaba tanto que quizá no me importaba, que quizá me convertiría en una idiota junto a ti. Porque no había otra persona en este maldito mundo que me pudiese hacer sentir así como tú. 
Me retiré de encima de ti, revisando el moratón en mi rodilla. Caminé hacia un enorme ropero e intenté ver qué había arriba, pero era tan alto que casi llegaba al techo. Me ayudaste a subir a una silla, y allí en ese ropero, además de polvo acumulado por falta de limpieza, encontré un saco pequeño con dulces de hierbabuena.
Al salir de la habitación, caminamos sin mirar atrás hasta encontrarnos junto a las escaleras. Cuando lo hicimos, pudimos notar que ya no había luz en aquella zona, y que la misteriosa habitación lila parecía haberse desvanecido entre la nada.
Después de encontrar en un arranque la punta inicial de mis debilidades, pude ver más claramente tu imagen al mirarme a los ojos, o sonreírme con calidez.
Ahora tengo en claro que te odio a ratos, pero te amo a eternidades. 



sábado, 9 de julio de 2016

Entropía.

Se metió a bañar con el cuerpo ardiéndole de cansancio. La pesadez de los días se hacía más tediosa conforme pasaba el tiempo. Se colocó bajo la ducha dejando que el chorro helado le hiciese erizar la piel de la espalda. Dejó que su cara se empapara y llenara de húmedos cabellos. Se dio la vuelta y al aclarar la mirada vio un reloj en la pared frente a ella. Sí, un reloj en el baño. Y los había en cada habitación de la casa. Exactamente diez minutos en la ducha. No más. Frotar el jabón con la esponja de izquierda a derecha seis veces. Al envolverse con la suave toalla color azul, al igual que las paredes, se dio cuenta de que había una araña junto a la puerta, en la parte de arriba. En realidad había muchas arañas por toda la habitación. Se espantó y salió de allí cuanto antes. Debía estar en la cama en cinco minutos. Miró la pared checando por última vez la hora. Pero no había nada. Ni reloj, ni pared, ni araña, ni ducha, ni chica, ni nada.

jueves, 7 de julio de 2016

Maniática.

Tengo escalofríos en la cabeza. La realidad me abofeteó como un huracán. Los vestigios de mi inseguridad salieron despavoridos con el vendaval de sensaciones que aquella frenética charla trajo consigo. Parecía que yo peleaba más conmigo que contigo. El dolor que penetraba mis vértebras desapareció apenas llegaste. Los coros de los ángeles me susurraban dulcemente que mandara todo al carajo, que qué sentido tenía amarte tanto, que no importaba, que estaba mejor sola que a tu lado. No les hice caso, las mandé de un solo golpe a los rincones del averno. Les di su merecido por torturarme tanto. Ahora mis palabras, mis gritos, mis frustraciones terminaron por sacar a relucir tus inseguridades, y una cosa llevó a la otra; no te culparía por no amarme, al fin y al cabo ni yo misma soy capaz de hacerlo por completo. Yo sé que incluso los milagros toman tiempo. El desprecio, la soledad y la indiferencia siempre fueron mis fieles compañeros, es duro asimilar que alguien pueda amarme por completo. por eso el desespero, el miedo. Las personas cobardes, como yo, no conocemos más allá de eso. Pero te pido, con el corazón en la mano, que me ayudes a ver a través de mis complejos, que me auxilies cuando pierda el sentido del vuelo, y que, sobre todas las cosas, sigas haciéndome el amor todos los días, como solamente tú puedes hacerlo, pidiéndome sonrojos, suspiros, poemas, desvelos; pidiéndome que sonría, que te mire, que te tome la mano; pídeme que vea la luz cuando solo hay sombras en el camino, hazme el amor así, como tú sabes hacerlo.

sábado, 25 de junio de 2016

Desvarío de soledad.

Nunca supe si en realidad soy una persona difícil de complacer. Me pregunté sobre ello anoche, con la nariz moqueante y los ojos anegados. Por alguna extraña, o quizás común razón, no siento como si me amases realmente.
Esto me sucede a ratos, en momentos de debilidad en los que no sé ni dónde estoy parada, instantes de horror y ansiedad, de histeria reprimida, de golpes y rasguños, de quejas internas y desgarres nepésicos. Fracciones de tiempo en las cuales tus ojos, en mis recuerdos, no reflejan amor. Tortuosas alucinaciones en las que mi psique se rebela cruelmente ante la calidez de tus manos, haciéndolas frías y asemejando un agarre tosco y sin afecto. Y tú, amado mío, no tienes la culpa de mis arranques. No eres el causante de mi llanto noctámbulo, de mi constante afán de mentirme. De restregarme en la cara que no es verdad, que no me amas, ni lo harás.
Suena extraño decirlo así, siendo que tu calor y los roces de tus manos, y el furor de tu mirada, y la vehemencia de tus besos al pasar varios días sin vernos, todo eso me dice a gritos que no sea estúpida, que estoy tan ensimismada pensando en mi dolor, que es por eso que no te siento. Que mis nervios están corrompidos por el dolor, un eufemismo que utilizo para no llamarlo locura, que lo único que necesito es una tarde a tu lado, llena de vigor. Y no me refiero a algún capricho del cuerpo, con vigor quiero decir que quiero que me tomes fuertemente del cuello y me pegues a tus labios, que me beses como si no hubiese un mañana. Que purgues mis congojas con tu lengua revoloteando en mi garganta. Que me sujetes por las mejillas y me provoques el llanto con tu mirada. Y que se me quede grabado en piedra que me amas, que saque esos tontos pensamientos de mí. Quiero que tu voz silencie con susurros a los fantasmas que me gritan sin clemencia que me dañe, que ya qué más da, que a nadie le importa...
Pero tú, amado mío, no tienes la culpa de mis arranques. Tu destino no debería ser curarme cada treinta días de mi continuo desgaste. Tú podrías estar junto a alguien que no se flagele con sentimientos, con alguien que no se ponga triste de repente y sin motivo, pero estás aquí conmigo y no lo siento, porque mi dolor, o mi locura o mi egoísmo en ocasiones no me dejan verlo. Porque las ánimas de mis penas aún no tienen descanso, pero tú sabes bien cómo ponerlas a dormir aunque sea por un rato.
Y aunque sé que tú no eres el culpable de los menesteres de mi exigente alma, sé que tienes el poder de saciarlos con tu dulzura, y con tu calma, y con tu cama. Sé que tus labios y tu voz pueden ponerlos a dormir, y que no molesten, que se vayan...
Nunca supe si en realidad soy una persona difícil de complacer. Me pregunté sobre ello anoche, y sigo sin obtener la respuesta que busco con tanto ahínco. Me rugen las tripas y me cruje el alma de dolor contenido, pero me ayudarás a ponerlo a dormir, ¿cierto? Porque eres el único que sabe cómo hacerlo.

jueves, 16 de junio de 2016

Delirio onírico.

Hace un par de calurosas noches, quería escribir sobre ti; empero el sueño pudo más que yo, profundamente dormida me quedé. El bolígrafo en la mano, la cabeza recostada en la mesa. Aquella madrugada soñé contigo, te sentí en medio de mi delirio onírico. Tus manos, tu aliento en mi cuello, tu sonrisa y la placidez que me causa al verla. Soñé contigo aquella noche, y las tres siguientes también. En todas aquellas imágenes me mirabas fijamente sin emitir sonido alguno, para luego poner tu boca en mi cuello y respirar pesadamente sobre él. Tomé tus manos, y las sentí; pude percibir el cosquilleo interno que me provoca entrelazar mis dedos con los tuyos, mientras tú escudriñabas mi rostro con tu intenso mirar. Sentí tu mano acercarse a mi mejilla y acortar con su ayuda la poca distancia que separaba nuestros labios. En esos momentos, los centímetros que me separaban de ti, me sentaron cual años luz. ¿Podrías tan solo imaginar el dolor, la desesperación y la soledad que sentiría, si en lugar de un par de pulgadas, me separasen de ti cientos de kilómetros? Olvidaría cómo es que se respira y se vive, mi cerebro no mandaría la señal de que aún puedo moverme y vivo. Y ni siquiera Morfeo podría llenar mi corazón ya vacío con lo que suelo sentir en mis ensoñaciones, en las cuales caigo al cerrar los ojos, y solamente así puedo tener un resquicio de tu entera, ausente presencia. Si me alejasen de ti, tan solo querría estar dormida, para sentirte cerca de mí, para que me mirases y yo me estremeciese con el revoloteo de tus pestañas. Si me separasen de ti, amor, quisiera estar siempre dormida. Solo así el dolor de no tenerte sería silenciado por las quimeras de mi subconsciente.

domingo, 12 de junio de 2016

Vacío intenso.

Me llamo Karin, tengo 15 años. Vivo en Pastaza, Ecuador, pero nací en Siria. Mi familia y yo nos mudamos hace diez años por la terrible guerra que se desata en mi país natal. Un soldado americano mató a mis abuelos sólo por maldad, y fue entonces cuando mi padre decidió traernos. Afortunadamente mis difuntos abuelos tenían esta casa. Mi abuela era ecuatoriana.

En Siria éramos una familia acomodada, pero la crisis económica hizo a papá hipotecar la casa. Estábamos por quedarnos en la calle, cuando mis abuelos murieron y papá recibió la herencia. No me gusta Ecuador, pero es mejor que "vivir" en una guerra.

Mi papá se llama Abdel. Trabajaba en una empresa petrolera como obrero, pero debido a un problema con la empresa, perdió el empleo y aún no encuentra. Le es difícil hacerlo, ha ido a buscar, a pesar de tener estudio, nadie lo contrata por ser de Siria. Muchas veces lo han tachado de terrorista, y le han insultado. Nunca pensé que la gente fuera tan racista. Mi mamá se llama Safir. Ella trabaja en una empresa como intendente. Gana muy poco y apenas nos alcanza para comer, a veces ni agua podemos beber porque aquí escasea mucho. Tengo un hermano, él se llama Nabir. Tiene 17 años. Mi hermano siempre ha estado allí para mí, y yo para él. En la escuela nos molestan mucho por ser sirios, y a mi hermano porque es homosexual. No es que se le note mucho, pero cometió el grave error de confiar en alguien en quien no debía, y ustedes sabrán el resultado.

El otro día unas chicas me encerraron en el baño. Una tal Brenda y una tal Lola. Me patearon y me halaron de los cabellos. No sé ni por qué lo hicieron. Yo jamás les he hecho nada. A mi hermano le encajaron una navaja una vez. Recuerdo que tuvimos que pagar hospital y material de curación, hubieron días en los que no comíamos ni una miga de pan.

Estamos en pleno mundial de fútbol soccer. No me gusta porque tras él se esconden muchas cosas. Es como una cortina de humo para mantener a la gente ocupada pensando en otras cosas. Además, la de gente pobre que hay en Brasil, para que el gobierno prefiera costear millones de dólares en un tonto jueguito de pelota a alimentar a los niños de la calle. Y peor, he escuchado que han asesinado niños y adultos indigentes para "limpiar" las calles y dar una buena impresión a los turistas.

Hace unos días que he visto a mamá algo enferma. Entiendo que trabaja más de lo que debe, pero esto es extremo. Está pálida y ojerosa, ha bajado muchísimo de peso y la he visto toser sangre. Me preocupa su situación. Nabir y yo le hemos preguntado qué sucede pero ella dice que está perfectamente bien.

En el colegio, Brenda me pegó un chicle en el cabello. Mi cabello era largo y lacio, me llegaba hasta la cintura. Según sé, es moda entre las chicas tener el cabello así de largo.

—A ver si así te cortas y te lavas ese cabello, piojosa—dijo riéndose, y se fue junto con Lola, ambas meneando las caderas. La odio tanto que quisiera matarla, pero no soy así. En el descanso siempre me siento a desayunar sola. Hay un chico que me sonríe a veces, se llama Pablo. No me gusta, pero es lo más cercano a un amigo que tengo. El otro día se me cayó un lápiz, y Pablo se apresuró a dármelo. Me sonrió, y yo a él, pero jamás nos hemos dirigido la palabra. Supongo que le ha de dar pena hablarme, no lo sé, pero yo aquí no quiero confiar en nadie. Tengo miedo de que me suceda lo mismo que a Nabir.

Ayer mamá cayó en cama muy enferma. No tenemos dinero para atenderla en un hospital. Tose y vomita sangre, y su piel está muy fría. Hace rato que ha perdido la lucidez y sólo dice incoherencias. Papá dice que no va a aguantar mucho.

Me llamó para que la viera. Entré a la habitación corriendo la roída cortina a un lado.

—Mamá...

Ella estaba medio consiente.

—Karin. Tengo algo que decirte antes de morir.

—Mamá, no digas eso. Vas a estar bien—dije con los ojos vidriosos.

—Cuida a tu padre. Se quedará solo, por favor cuídalo.

—Mamá, no...

—Ayuda a Nabir, necesita tu apoyo...—sus ojos comenzaron a cerrarse.

—¡No te vayas!—grité hasta sentir un ardor en la garganta, pero no sirvió de nada. Murió sin más. Me abracé a su cuerpo frío e inmóvil, me quise empapar de ella por última vez, de su aroma, estar con ella. Quise empaparme de su muerte, e irme junto a ella. Sin mi mamá, no quería vivir. Después de un buen rato salí del cuarto, con los ojos hinchados. Miré a mi padre, tirado en el sillón llorando inconsolablemente. Nabir miraba por la ventana y acomodaba un cartón que tapaba un agujero. Me escucharon salir y me miraron esperando que les dijera algo, pero no dije nada. No tenía nada que decir.

Papá compró un pedazo de terreno en el cementerio para enterrar a mi mamá. No teníamos dinero para un féretro, por lo que papá tuvo que enterrarla así. Nos dolió mucho no hablerle dado una digna sepultura, pero con la compra del terreno nos quedamos sin nada. No comimos en quince días.

Nabir y yo tuvimos que dejar la escuela. Papá no conseguía empleo, sólo a veces conseguía poco dinero haciendo trabajos, pero desde que mamá murió ha caído en el alcoholismo. No comemos a diario, y cuando lo hacemos no es mucho. Nabir ha estado buscando un empleo y yo hago lo que puedo en casa. He tenido que sacar a papá de las cantinas, o limpiar su vómito del piso de la sala de estar. Cambiamos la tele y un viejo radio por un par de panes y frijoles que nos duraron unos dos días. Nos han cortado la energía eléctrica y el servicio del agua.

Me asusta la oscuridad. Nabir duerme conmigo y me abraza cuando lloro. A veces llora conmigo. Papá ha llegado a golpearme cuando está ebrio y a Nabir le dice de cosas. Esto se ha convertido en un infierno.

Siempre deseé ser una doctora, mis calificaciones eran buenas, y tenía toda la disposición de crecer. Pero ahora todo se ha ido a la basura.

Papá no ha vuelto desde ayer. Nabir está trabajando en una construcción como albañil, y llega muy noche. No puedo esperar a que venga para buscar a mi papá.

Las calles están oscuras y solitarias. Lo he buscado en cuatro cantinas distintas, pero no aparece. Los cantineros ya me conocen, debido a la cantidad de veces que he tenido que buscar a papá y dicen que no ha ido o que no lo han visto. Luego de un buen rato de buscarlo, decidí volver a casa. En eso estaba, cuando un auto se detuvo junto a mí.

—Oye, niña—dijo una voz fría y áspera—¿Sabes dónde puedo encontrar a Sadam?

Sadam era el apodo de papá entre sus conocidos, le decían así porque su barba asemejaba a la de Sadam Hussein.

—No sé de quien habla—mentí.

—No te hagas la tonta, sabemos que es tu papá.

—Lo estoy buscando. Desde ayer no va a casa—contesté. Tenía mucho miedo pero no quise dárselos a saber.

—Pues verás—dijo otra voz—, tu papi nos debe mucho dinero. Estaba en las apuestas y nos pidió prestados 10,000 dólares americanos.

—No tengo nada qué ver en eso—dije y caminé a toda prisa. Un hombre bajó del auto y me persiguió, fue rápido y me atrapó. Pataleé, lo rasguñé incluso y no me soltaba. Grité con todas mis fuerzas pero nadie acudió en mi ayuda. El hombre me subió al auto y me aventó, me golpeó en la cara con el puño cerrado. Condujeron un buen rato hasta que llegamos a una vieja casona.

Ahí afuera, al menos quince chicas entre 14 y 20 años prostituyéndose.

Me metieron a la casa y me llevaron al tercer piso. Escuchaba sonidos desagradables provenientes de todos los cuartos, ninguno tenía puerta, en cambio tenían una cortina de encaje mugrienta y agujerada. Entramos a una de esas cortinas.

—Eva, traigo mercancía nueva—dijo el hombre que me golpeó.

—Tráela. Nos hacen falta muchachas—dijo Eva

Era una mujer corta de estatura, gorda y muy morena de piel. Usaba un vestido horrendo color fucsia, zapatillas azul metálico y maquillaje de este mismo color. Me miró y sonrió. Me pidió que me acercara.

—¿Cuántos años tienes?—preguntó.

—Dieciséis.

—¿Eres virgen?

Agaché la cara ,me daba vergüenza decirlo.

—¡Que si eres virgen, estúpida!—gritó jalándome el cabello.

—¡Sí, lo soy!—sollocé. Eva me soltó.

—Arréglate, hoy empiezas a trabajar. Debes pagar la deuda que Sadam tiene con el jefe.

Eva abandonó la habitación. Busqué algo de ropa, no había nada decente, todos los vestidos, blusas y faldas eran demasiado atrevidos, y qué más podía esperar de un prostíbulo.

Me maquillé lo mejor que pude, jamás lo había hecho. Me arreglé el cabello y salí. Eva me dijo que ya tenía a un cliente para mí. Era un hombre de traje. Me dijo que había pagado mucho por mí y que quería que lo complaciera. Me llevó a uno de los cuartos de la casona, y ahí, perdí mi inocencia.

Los tres días siguientes estuve acostándome con hombres viejos y asquerosos, me hacían cosas deplorables. Algunos me golpeaban. Pagaban mucho por mí, y por un momento pensé que tal vez me dejarían ir pronto, cuando la deuda de mi padre fuera pagada. Todas las noches lloraba, limpiaba la sangre de mi cara, me restregaba en la ducha como si eso me fuere a quitar el mórbido rastro de las manos de mis verdugos. Maldecía a todos aquellos hombres que profanaban a una pobre niña de dieciséis años. Recordaba sus caras, sus gestos de placer, sus palabras cochinas y vulgares. Y deseaba salir de ahí con todas mis fuerzas. Reunirme con Nabir y con mi papá. Quería mi vida de vuelta.

Eva llegó un día a decirme que me iría por fin de ahí dentro de dos días, que un uruguayo me había comprado para ser su esclava sexual. Dijo que era joven, guapo y que me trataría bien. No sabía qué era peor, si estar allí en el prostíbulo o vivir con ese hombre.

La última noche que trabajé ahí, el hombre con el que me acosté se quedó dormido. Tomé su teléfono y llamé a Nabir. Tardó en responder.

—Hola—dijo al fin.

—Nabir, soy yo, Karin—susurré.

—¡Karin!—escuché que lloraba—. ¡Te he buscado tanto! ¿Dónde estás?

—Me secuestraron. Me van a vender a un uruguayo, ven por mí por favor, estoy en...

Sentí una mano en mi hombro. Me giré, era el hombre que estaba dormido, desnudo y sonriéndome.

—Deja el teléfono ahí, chiquita.

Pude escuchar los gritos de mi hermano. Presioné el botón de colgar. El hombre me violó otra vez, sólo que fue más rudo. Me mordió y me golpeó, incluso me ahorcó. No sé qué más me haría puesto que quedé inconsciente.

Al día siguiente mi "dueño" fue por mí. Me llevó en avión a Uruguay. Supe que jamás volvería a ver a mi hermano. Supe que jamás recuperaría mi vida.

La casa de Martín, que es como se llamaba mi amo, era enorme. Tenía muchos sirvientes y un mayordomo. Me llevó a su cuarto, me pidió que me aseara. Me curó los golpes y me dijo que tenía un guardarropa nuevo para mí. Martín era guapo y amable, dejando de lado el hecho de que me había comprado, me trataba bien. Tenía tanto tiempo sin sentir amabilidad de parte de nadie, y no sé si inconscientemente me fui haciendo sumisa ante él. Hacía lo que me pedía, absolutamente todo; a veces me llevaba a sus reuniones alegando que yo era su dama de compañía. Un día tuvo que ir de improvisto a Ecuador, pero no quiso llevarme. Me quedé en casa siendo vigilada por sus sirvientes. Una sirvienta se me acercó, se aseguró de que estuviéramos solas.

—Debes tener cuidado, niña—me dijo—. Ninguna chica que el jefe haya traído aquí, ha salido viva y completita.

Las palabras de la sirvienta me hicieron temblar. Sabía que ese era mi fin, sabía que no podría escapar de ahí, sin darme cuenta estuve firmando mi sentencia de muerte. Me encerré en mi habitación. Recordé mi vida, cuando era feliz, antes de perder todo lo que tenía. Entonces me invadió un vacío intenso, no salí del cuarto no sé en cuanto tiempo.

Martín llegó un día y me sacó. Estaba como muerta en vida, me cargó como a una muñeca y abusó de mí. Luego se levantó. De un cajón sacó un revólver, me sonrió.

—Tu hermano y tu padre murieron—dijo—. Yo mismo me encargué de asesinarlos de paso, mientras estaba en Ecuador. No te preocupes, no les dolerá tu muerte. Ya estás muy usada, además, he comprado una nueva chica. Brenda, se llama.

Brenda. ¿Sería aquella Brenda que me golpeaba en la escuela?

Martín quitó el seguro al arma.
Cerré los ojos.
Escuché el disparo.
Sentí la sangre en mi pecho...era el fin...


      El cuerpo de Karin fue encontrado días después en un terreno baldío, descuartizado y quemado. Martín asesinó a Brenda seis meses después, de la misma forma que a Karin. Brenda resultó ser, en efecto, la muchachita que molestaba a Karin.

El padre y el hermano de Karin no habían sido asesinados. Martín mintió. Abdel dejó el alcohol y las apuestas, y junto con Nabir buscó a Karin por todo el país. Fundaron una asociación contra la trata de blancas.

Actualmente la siguen buscando. Nadie reconoció el cadáver de Karin en su tiempo y yace en una fosa común.

sábado, 11 de junio de 2016

Suicidio en Schwangau.



En mi memoria permanecían sus ojos brillando a la luz de la luna. Ahora que ella ya no estaba no le veía sentido alguno a contemplar las noches desde la cabaña. El frío me impedía moverme de mi hogar para buscar sustento, prefería quedarme todo el día tocando tristes melodías en el viejo piano de la abuela. Luego de lo que parecieron meses, decidí abrir por fin la carta que dejó antes de suicidarse. Antes de comenzar a leer, vi la cuerda con la que colgó su cuerpo: aún estaba atada a una de las vigas del techo. Dirigí mi cansada mirada al papel amarillento y comencé a leer:

La monotonía del campo me ha hecho enloquecer. Las voces no paran de manifestarse en mi cabeza, y ya estoy harta. He tenido muy pocos momentos de cordura en medio de todo este martirio, necesito salir de esto de una vez. Adiós.

Posteriormente tomé el camafeo de la mesita de madera que estaba cerca, lo abrí y contemplé la imagen de mi amada Elodia, derramé una lágrima y luego lo azoté contra el suelo y lo pisoteé. Tomé el collar de perlas de la abuela, un trozo de pastel podrido y seco que estaba sobre un platito de porcelana, fue el último alimento que ella ingirió, y también tomé la esfera de nieve con el castillo de Neuschwanstein. Los tiré al fuego ardiente de la chimenea. Debí hacerlo desde el inicio.

Con el alma hecha pedazos caminé hacia la pequeña silla que estaba debajo de la cuerda, usada por mi mujer suicida. Eché una última mirada a su cadáver en alto estado de descomposición, y puse la soga alrededor de mi cuello.

Adiós.

Sentimientos bélicos.



Todo lo que quería era volver a casa. Se sentía como un niño pequeño, solo, desamparado, asustado... No podía ser posible que las últimas décadas estuviesen llenas de guerras. Y esta, era la segunda gran guerra. Muchos le dijeron que probablemente no llegaría vivo a casa, que su cuerpo se quedaría quemado y abandonado en cualquier sitio. Y todas estas palabras le quitaban las fuerzas. Además no es que le gustara mucho la idea de asesinar a los soldados, aunque fueran del bando enemigo. A algunos ni siquiera les veía la cara. Todo se volvía tedioso, incluso el trato diario con sus compañeros de trinchera. Ellos lo trataban de terco, incluso se llegó a esparcir el rumor de que éste era un espía, lo que trajo consigo un motín contra él. Por suerte sólo quedó malherido, ya que el Sargento llegó a tiempo para evitar que lo mataran a golpes. Luego de ese incidente, las pocas veces que llegaba a charlar con sus compañeros eran simples pláticas triviales y aburridas. Y llenas de hipocresía.

Por fin se llegó el momento de atacar. Y él estaba asustado. Era como si sintiera la muerte cerca, pero no podía dejarse morir, aunque fuera un cobarde. O quizás no era un cobarde después de todo, quizás es la forma en que toda persona se sentiría en una guerra, luego de ver cientos de cuerpos calcinados, después de ver morir a sus compañeros en sus propios brazos, después de ver a su amada en el muelle, con las mejillas llenas de lágrimas y una profunda tristeza en sus ojos. "Jamás volveré a casa", se dijo antes de salir al campo de batalla. Y con las lágrimas nublándole la vista, disparó a diestra y siniestra al bando enemigo. Poco después se les acabaron las provisiones, quedaban sólo tres soldados. El Sargento también estaba muerto. De pronto, sintió cómo alguien le llamaba por su nombre de pila —cosa que casi nadie hacía—. Se acercó a un soldado que creía muerto.

—En mi bolsillo—dijo éste con voz débil. Inmediatamente buscó en el lugar señalado, el cual estaba lleno de sangre por una herida en el pecho. Sacó un papel torpemente doblado, un poco salpicado de sangre, pero estaba limpio.

—Dáselo a mi esposa, la dirección está escrita. Por favor—dijo el soldado caído con los ojos llenos de lágrimas. El otro asintió a pesar de que sabía que tampoco iba a volver a casa, y apretó la carta con su mano herida y llena de tierra. Los otros dos soldados sanos se acercaron al contemplar la escena. El soldado caído murió sonriendo con satisfacción.

Los tres sabían que esa sería su última noche con vida. Se sentaron juntos a esperar la llegada del bando enemigo. Una hora más tarde, quizás dos, llegó un convoy militar. Subieron, un médico militar curó sus heridas mientras los otros terminaban con los soldados enemigos. Y les prometieron que era la última batalla. La guerra había terminado. Por fin irían a casa.


viernes, 10 de junio de 2016

Abrázame.

Abrázame, está tronando afuera. No, no me refiero a las nubes, ¿escuchaste el sonido? Me estoy rompiendo por dentro, abrázame. Me duele el corazón. Paremos la tormenta, no es agua la que cae del cielo; estoy llorando, abrázame. Mírame a los ojos y tapa las goteras con tus pestañas. Besa mis mejillas, aunque te sepan a sal. Abrázame y no digas nada. Entra, por favor, enciende la luz. Levántame del rincón en el que estoy hecha un ovillo, quítame el peluche de los brazos y envuélveme entre los tuyos. No me digas que todo estará bien, sólo haz que pare. Corre las cortinas, quiero ver cómo el sol sale. Dame un dulce, mételo suavemente a mi boca, abre mis labios cuidadosamente con tus dedos. Ayúdame a comerlo, no me puedo mover. Estoy rota, no quiero desplomarme, abrázame.
Llévame a la bañera, quiero jugar con las burbujas, no podrás entrar conmigo, el agua se va a derramar. Pero juguemos con el jabón, no sueltes mi mano, ayúdame a lavar la tristeza, talla mi cuerpo, ayúdame a desentumecerme. El agua se tiñe de un color azul pastel, tiene un sabor agridulce, no la bebas, puede que mis congojas se hayan quedado allí. Cuando salgamos del baño, no me ayudes a vestirme. Desvístete conmigo, recostémonos en la alfombra mirando las formas en el relieve del techo de la habitación. Dibuja con tus dedos carreteras infinitas en mi piel. Déjame formar constelaciones con los lunares de sangre que tienes en los brazos. Cojamos la alfombra y bajemos por las escaleras con ella, como Aladino. Pero sabemos que las alfombras no pueden volar, y probablemente nos golpearemos al caer.
A este paso podré moverme bien, y a pesar de estar corriendo desnuda por el jardín, me siento cálida. No dejes que me raspe las rodillas. Si me caigo y eso sucede, por favor besa mis heridas, así no dolerán; tu lengua es el analgésico de mis piernas, y de mi corazón.
Corramos juntos por la calle, tomados de la mano, mis extremidades tienen una movilidad perfecta, pero mi torpeza y lentitud hacen que me rezague, pero tú me jalarás suavemente, ¿verdad? A pesar de que nos persigan los policías porque corremos desnudos a mediodía, rodemos cuesta abajo, el pavimento está caliente, abrázame, no importa nada más.

¿Estoy curada?

jueves, 9 de junio de 2016

Amor a la filosofía.

Soy una asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible. En la preparatoria me dan clases de filosofía. La primer profesora que tuve se jubiló antes de terminar el primer semestre; ya estaba bastante vieja y cansada de lidiar a diario con mocosos llenos de hormonas. El profesor nuevo se llamaba Adonis, y vaya que hacía honores a su nombre. Llegó puntualmente en su primer día, se presentó con el grupo: acababa de terminar la carrera, se encontraba estudiando la maestría en filosofía y tenía veinticinco años.
Desde la primera vez que lo vi, sentí que me trasladó a un paraíso terrenal. Sus ojos eran azules como el cielo despejado, su cabello brillaba tanto que hasta el oro se sentiría avergonzado se ser opaco junto a él. Su belleza era tan grande que no parecía ser de este mundo. Usaba unos anteojos modernos que le escondían, al igual que yo, la mirada. Aunque a diferencia suya, soy fea. No soy alta ni chaparra, ni gorda ni flaca. Solo no me gusta arreglarme ni vestirme como las otras chicas. Eso me ha traído muchas consecuencias, pero ahora eso nunca me ha importado.
Adonis nos encargó una tarea al término de la primer clase, y al irse, podría jurar que, por una milésima de segundo, nuestras miradas se cruzaron. "Ya quiero que sea mañana", pensé, "para verlo otra vez".
Al día siguiente, Adonis pidió la tarea y, como siempre, fui la primera en participar. Al terminar de leerle mi trabajo, él me preguntó mi nombre.
  — Me llamo Verónica—contesté tímidamente acomodando mi larga falda.
Sus carnosos labios se entreabrieron. Estaba sonriendo, ¡sonriéndome a mí!
  —Bien, puedes tomar asiento—dijo con esa voz tan deliciosa que endulzaba el oído al escucharla. Conforme los demás alumnos le leían los trabajos, se fueron presentando. Me la pasé mirándolo toda la clase, hasta que el apocalíptico sonido chirriante del timbre, anunció que mi pequeño placer se había terminado. Adonis guardó sus cosas en un maletín de cuero café, y al pasar frente a mí para salir, giró la cabeza y me dijo:
  —Hasta mañana, Verónica.
Se había acordado de mi nombre.

Así pasaron las semanas, cada día de lunes a viernes, de 10 a 11 de la mañana, yo dejaba de ser Verónica. Dejaba de existir. Solo lo miraba, solo miraba a mi Adonis, y  no era nadie más. Sería quien él me pidiese que fuera.
Un día, a la hora del desayuno, fui a la cafetería a comprar una bebida. Y en una mesa al fondo estaba Adonis: solo y con cara larga. Quizá le caló mi mirada y alzó la cara. Su tristeza y su melancolía se esfumaron como un montón de mariposas cuando se acerca a ellas un niño curioso, y entonces, sonrió.
  —¡Verónica!—exclamó alegremente—ven, siéntate conmigo, por favor.
Escucharlo decir esas palabras me hizo dudar si en realidad me hablaba, así que volteé hacia atrás de mí, pero sólo había una pared. Esa fue la primera vez que fui alguien frente a él.
  —¿Cómo te ha ido?—me preguntó. Yo, con la cabeza agachada, contesté:
  —Creo que mejor que a usted, con todo respeto. Se ve un poco triste y apagado.
Adonis echó una risilla y yo levanté la cabeza enseguida, preguntándome qué había sido tan chistoso.
  —¿Sabes? Eres la primera persona que se da cuenta.
  —¿Por qué está deprimido, profesor?—pregunté con un gran dolor en el pecho, mi tono de voz sonó triste.
  —Parece ser que tú tampoco estás muy feliz—dijo como para cambiar el tema.
  —Bueno, es que usted no es así, y me entristece que esté de esa forma.
Adonis sonrió y jugó con el salero.
  —Te lo voy a contar a ti porque eres de confianza—dijo con tono resignado pero risueño. Ayer falleció mi abuela, y ella era la única familia que tenía. Por eso no le daré clase hoy a tu grupo, Verónica. Tengo que ir al funeral, hoy solo vine a presentarme ante el director para pedir permiso.
La noticia me tomó totalmente desprevenida, no supe qué hacer o decir.
Adonis se puso de pie y dijo:
  —Tengo que irme, nos vemos en unos días.
Podría jurar que al girar la cara, una lágrima traviesa rodó por su mejilla.
Pasaron dos días, y finalmente llegó mi Adonis. Se veía demacrado, con ojeras en los ojos, y aún así mostraba una sonrisa falsa. Una sonrisa que todos se creían, excepto yo. Al final de la clase dejé mi timidez a un lado y decidí invitarlo a tomar un café después de las clases.
  —¿Café a esa hora?—dijo con gesto incrédulo, creí que rechazaría mi ofrecimiento—. Mejor vamos a comer y yo invito.
Sonreí ampliamente.
  —Tienes una sonrisa preciosa—me dijo y se puso de pie para retirarse—.¿Te veo a las tres en punto en la entrada del colegio?
  —Claro que sí, profesor Adonis.
¿Acaso estaba mal salir con mi profesor de filosofía? No lo sabía, pero tampoco me importaba.
A la hora pactada (bueno, tal vez unos minutos antes, por si las dudas), llegué a la entrada. Un minuto o dos después, llegó Adonis.
  —Mi coche está en el estacionamiento, vamosdijo al llegar, y como gesto caballeroso tomó mi mochila y la cargó, me dejó salir primero del colegio, y cuando pasé, tocó mi espalda con su angelical mano, produciéndome un escalofrío que me recorrió desde los tobillos hasta la nuca.
El coche de Adonis era moderno y de color blanco, así que verlo montado en ese auto era como ver a un arcángel pasearse en una nube blancacon ruedas. Me abrió la puerta del copiloto y me dio mi mochila, luego subió él y condujo rumbo a un restaurante. Al llegar ahí y estar el camarero frente a nosotros, no supe qué ordenar, así que dejé que Adonis eligiera y pedí lo mismo que él. Mientras comíamos, me preguntó acerca de mis gustos literarios y filosóficos. Al principio fui algo tímida, pero luego sus ojos claros me transmitieron confianza y tranquilidad.
Adonis me contó que su abuela le había transmitido sus conocimientos de filosofía y literatura. En los tiempos de su abuela, aún había mucha discriminación hacia el sexo femenino. Su abuela había deseado estudiar alguna de estas dos carreras, pero en su época no era posible, así que se dedicó a leer y aprender por sí misma en sus ratos libres, cuando terminaba de hacer los quehaceres domésticos.
Luego, al nacer Adonis, quiso enseñarle todo lo que sabía para que sus conocimientos no se perdieran a la hora de su muerte.
La historia de la abuela de Adonis realmente me conmovió. Y lo que más me llamó la atención fue el nombre de su abuela: "Verónica".
Cuando terminamos de comer, Adonis ofreció llevarme a mi casa. Estando allí, me abrió la puerta del coche y me tomó la mano para ayudarme a salir. Nos miramos a los ojos, los suyos estaban llorosos.
  —Me quedé solo, Verónica—sollozó dejando resbalar una lágrima.
  —Me tiene a mí, profesor—dije yo y tomé su mano, tan suave...
Entonces, Adonis soltó mi mano y me abrazó con fuerza, recargando su bello rostro en mi hombro y mojándolo con su tristeza. Sus brazos me rodeaban completamente, tanto que no podía mover mis propios brazos para corresponder. Escuché sus sollozos muy cerca de mi oído, cerré los ojos para dejarme empapar de su aroma. Alzó un poco la cara y tomó la mía con sus manos. Me miró con esos hermosos ojos azules, que asemejaban dos lagos desbordados. Puse mis manos sobre las suyas, sentía su respiración tan cerca de mí que su aliento se iba a mis pulmones. Me lamí los labios, estaban secos. Adonis era mi profesor, del cual estaba profundamente enamorada, y no pude evitarlo. Lo besé.
Contrariamente a lo que pensé, correspondió. Dejó entrar mi boca en la suya y me besó. Luego de unos segundos tomó mi rostro con delicadeza y me alejó.
  —No puedo hacer eso...—dijo con tristeza. Seguía teniendo lágrimas en los ojos, la carita roja por el llanto—. No puedo profanar tu inocencia con mis labios sucios, eres tan solo una niña.
Agaché la cara intentando no llorar, no quise hacerlo sentir peor de lo que estaba, preferí dejar así las cosas, olvidarme de que alguna vez me habló de una forma distinta, que alguna vez subí ese auto, empapado de su aroma, que alguna vez sus labios me besaron. Era lo mejor.
Caminé alejándome de él, lo escuché llamarme pero no volteé; contuve el llanto hasta estar en la comodidad de mi cama, con la puerta cerrada y la música a un volumen alto. Lloré abrazando mi almohada. Me había enamorado de Adonis, lo amaba y me dolía que no podía ser realidad.
Los días siguientes, las clases de filosofía pasaron normalmente. Adonis impartía los temas, encargaba trabajos y tareas, era como si el beso y la comida en el restaurante jamás hubiesen pasado. Me sonreía igual que siempre, su rostro satisfecho al responder a sus preguntas, su entusiasmo, todo era igual. Fue un 13 de agosto cuando volvimos a hablar fuera de la clase. Sonó el timbre y todos nos apresuramos a guardar nuestras cosas.
  —Verónica, ¿podrías venir un momento, por favor?—dijo. Mis compañeros de clase no se inmutaron, era algo normal, ¿no?
Me acerqué al escritorio, Adonis estaba guardando unas carpetas en el maletín.
 —¿Qué necesita, profesor?—pregunté aparentando naturalidad.
Alzó el rostro y me miró sonriendo.
 —Hola, ¿cómo te ha ido?
Su pregunta me desconcertó, pero aún así le respondí:
 —Normal, nada nuevo.
Sonrió de lado.
 —¿Quieres ir a comer?—dijo colgándose el maletín al hombro y caminando a la salida.
 —¿Yo?—pregunté estúpidamente. Se detuvo, puso falsa expresión de reproche y luego sonrió.
 —No saldría con alguien más—se acercó y me tomó por la muñeca, me jaló suavemente para que caminara. Me llevó en su auto al restaurante de la vez anterior, hicimos el pedido y comenzó a sacar plática.
 —¿Has leído algo nuevo?
 —Recientemente leí Edipo—respondí rozando el bordado del mantel con los dedos.
 —Oh, qué interesante...—dijo mirándome a los ojos—. Me recordó al famoso Oráculo de Delfos, ¿sabes?
 —Me hubiera gustado que el oráculo siguiera existiendo—comenté—. Bueno, si es que realmente existió.
 —A mí también.
 —¿Qué le hubiera preguntado?—dije a mi vez. Adonis pensó un poco.
 —Le preguntaría por qué habrá puesto a cierta persona en mi camino, si no puedo acercarme a ella como quisiera.
 —¿De qué habla?
 —Estoy enamorado de ti, Verónica. Me gustas, quiero conocerte más, pero mi ética y la ley me lo prohíben. Estoy enamorado de ti, eres mi pequeña utopía, mi amor platónico porque sólo existe en mi mente y no en la realidad. Eres mi idea favorita, mi logos. Eres todo, Verónica.
Sus palabras me tomaron por sorpresa. Agaché la cara, tenía la vergüenza reflejada en el color de mis mejillas. No sabía qué hacer o responder, así que no hice ni dije nada. Pronto el mesero llegó con el pedido y comenzamos a comer, sin decir palabra. Al terminar pagó la cuenta y fuimos a su auto. Subimos, nos abrochamos el cinturón. Adonis puso ambas palmas al volante, pero no encendió el auto.
 —Disculpa si te incomodé—dijo al fin sin mirarme.
 —No se preocupe, profesor—volteamos a mirarnos y ocurrió de nuevo, nuestros labios se volvieron a juntar.
Salimos juntos alrededor de seis meses, a diario después de las clases me invitaba a comer, la excusa que usé en casa era que me quedaba a hacer servicio social en la biblioteca.
Después de comer íbamos a pasear, a visitar museos o a su casa a leer mitos griegos. A veces me besaba, muy lento, muy suave. Llegó un momento en que los besos dulces fueron subiendo de tono, me recostó en el sillón y con ternura me hizo suya. Su nerviosismo y torpeza me hicieron sospechar que Adonis era casto. Sus besos y sus caricias eran de todo menos lascivas, me trataba con una delicadez extrema, como si temiera romperme en pedazos con el movimiento de sus caderas. Me dio la libertad de poseerlo, poniéndome encima suyo. Mantuvo sus manos firmes en mis caderas mientras yo me movía pausadamente, no sabía hacerlo de otra forma. Cuando estuvo a punto de llegar al éxtasis, me hizo bajar de encima suyo. Nuestra irresponsabilidad nos hizo tener que tomar medidas: la cápsula de emergencia.
Los encuentros se fueron haciendo cada vez más frecuentes, perdimos el pudor y ganamos experiencia, la ternura persistía en cada beso, en cada movimiento de caderas. Nos amábamos.
Todo cambió aquel 10 de septiembre. Dos días antes habíamos tenido un encuentro, prometió verme al día siguiente en clase, pero esto no sucedió. Los jóvenes estaban felices charlando, algunos aliviados porque no habían hecho los deberes. Yo estaba mal, preocupada. Adonis no se presentó a clases ese día. Tampoco fue por mí al estacionamiento de la escuela. Pensé en buscarlo, pero mejor esperé.
Ese trágico 10 de septiembre el director fue a nuestra clase y habló.
—El profesor Adonis murió.
No escuché los detalles. La simple y desgarradora frase acaparó mi atención en su totalidad. Un remolino me daba vueltas en la cabeza y me impedía pensar.
Luego de superar el shock gracias al director, éste mismo me dijo que Adonis tuvo como última voluntad que fuese a su funeral.
—¿Por qué no me llamaron para ir a verlo a donde agonizaba?—pregunté al director estando a solas en su oficina.
—Adonis no quiso que sufrieras—respondió el hombre acongojado.
Adonis murió por culpa de un conductor irresponsable, que por causa de la embriaguez se pasó una luz roja y lo atropelló.
La pérdida de sangre hizo que muriera unas horas después, dejando como última voluntad que fuese yo a su funeral y conservara sus cenizas.
El funeral fue ese mismo día. El sol brillaba, contrario a la escena típica de los entierros y cremaciones.  Primero le hicieron misa de cuerpo presente. Me acerqué al féretro para verlo por última vez. Abrí la tapa y lo miré, parecía estar dormido, sólo que sus mejillas ya no tenían color y sus labios estaban secos. Me incliné un poco para besarlo, después, volví a cerrarla.
¿Cómo es posible que estas cosas pasen? Que te arranquen tu existencia de un momento a otro, que sea tan efímero el sentimiento de felicidad. ¿Por qué? me pregunté una y otra vez, y no he obtenido respuesta. 
Soy una asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible.
Ojalá hubiera podido encontrar un tratado que me ayudara a vivir feliz luego de semejante pérdida. Ojalá hubiera podido estar preparada para ello. Nadie tomará su lugar nunca, de eso estoy segura. Adonis seguirá siendo siempre el dueño de mi vida.