Soy una
asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos
filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré
que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible. En la
preparatoria me dan clases de filosofía. La primer profesora que tuve se jubiló antes de terminar el primer semestre; ya estaba
bastante vieja y cansada de lidiar a diario con mocosos llenos de hormonas. El
profesor nuevo se llamaba Adonis, y vaya que hacía honores a su nombre. Llegó puntualmente en su primer día, se presentó con el grupo: acababa de terminar la carrera, se encontraba estudiando la maestría en filosofía y tenía veinticinco años.
Desde la
primera vez que lo vi, sentí que me trasladó a un paraíso terrenal. Sus ojos
eran azules como el cielo despejado, su cabello brillaba tanto que hasta el oro
se sentiría avergonzado se ser opaco junto a él. Su belleza era tan grande que
no parecía ser de este mundo. Usaba unos anteojos modernos que le escondían, al
igual que yo, la mirada. Aunque a diferencia suya, soy fea. No soy alta ni
chaparra, ni gorda ni flaca. Solo no me gusta arreglarme ni vestirme como
las otras chicas. Eso me ha traído muchas consecuencias, pero ahora eso nunca me ha importado.
Adonis nos
encargó una tarea al término de la primer clase, y al irse, podría jurar que, por una
milésima de segundo, nuestras miradas se cruzaron. "Ya quiero que sea
mañana", pensé, "para verlo otra vez".
Al día
siguiente, Adonis pidió la tarea y, como siempre, fui la primera en participar. Al
terminar de leerle mi trabajo, él me preguntó mi nombre.
—
Me llamo Verónica—contesté tímidamente acomodando mi larga falda.
Sus
carnosos labios se entreabrieron. Estaba sonriendo, ¡sonriéndome a mí!
—Bien, puedes tomar asiento—dijo con esa voz tan deliciosa que endulzaba el
oído al escucharla. Conforme los demás alumnos le leían los trabajos, se fueron
presentando. Me la pasé mirándolo toda la clase, hasta que el apocalíptico
sonido chirriante del timbre, anunció que mi pequeño placer se había terminado.
Adonis guardó sus cosas en un maletín de cuero café, y al pasar frente a mí
para salir, giró la cabeza y me dijo:
—Hasta mañana, Verónica.
Se había acordado
de mi nombre.
Así
pasaron las semanas, cada día de lunes a viernes, de 10 a 11 de la mañana, yo
dejaba de ser Verónica. Dejaba de existir. Solo lo miraba, solo miraba a mi
Adonis, y no era nadie más. Sería quien él me pidiese que fuera.
Un día, a la hora del desayuno, fui a la cafetería a comprar una bebida. Y en una mesa al fondo
estaba Adonis: solo y con cara larga. Quizá le caló mi mirada y alzó la cara. Su
tristeza y su melancolía se esfumaron como un montón de mariposas cuando se
acerca a ellas un niño curioso, y entonces, sonrió.
—¡Verónica!—exclamó alegremente—ven, siéntate conmigo, por favor.
Escucharlo
decir esas palabras me hizo dudar si en realidad me hablaba, así que volteé hacia atrás de mí, pero sólo había una pared. Esa fue la primera vez que fui
alguien frente a él.
—¿Cómo te ha ido?—me preguntó. Yo, con la cabeza agachada, contesté:
—Creo que mejor que a usted, con todo respeto. Se ve un poco triste y apagado.
Adonis
echó una risilla y yo levanté la cabeza enseguida, preguntándome qué había sido
tan chistoso.
—¿Sabes? Eres la primera persona que se da cuenta.
—¿Por qué está deprimido, profesor?—pregunté con un gran dolor en el pecho, mi
tono de voz sonó triste.
—Parece ser que tú tampoco estás muy feliz—dijo como para cambiar el tema.
—Bueno, es que usted no es así, y me entristece que esté de esa forma.
Adonis
sonrió y jugó con el salero.
—Te lo voy a contar a ti porque eres de confianza—dijo con tono resignado
pero risueño. Ayer falleció mi abuela, y ella era la única familia que tenía.
Por eso no le daré clase hoy a tu grupo, Verónica. Tengo que ir al funeral, hoy
solo vine a presentarme ante el director para pedir permiso.
La noticia
me tomó totalmente desprevenida, no supe qué hacer o decir.
Adonis se
puso de pie y dijo:
—Tengo que irme, nos vemos en unos días.
Podría
jurar que al girar la cara, una lágrima traviesa rodó por su mejilla.
Pasaron
dos días, y finalmente llegó mi Adonis. Se veía demacrado, con ojeras en los
ojos, y aún así mostraba una sonrisa falsa. Una sonrisa que todos se creían,
excepto yo. Al final de la clase dejé mi timidez a un lado y decidí invitarlo a
tomar un café después de las clases.
—¿Café a esa hora?—dijo con gesto incrédulo, creí que rechazaría mi
ofrecimiento—. Mejor vamos a comer y yo invito.
Sonreí
ampliamente.
—Tienes una sonrisa preciosa—me dijo y se puso de pie para retirarse—.¿Te veo a
las tres en punto en la entrada del colegio?
—Claro que sí, profesor Adonis.
¿Acaso
estaba mal salir con mi profesor de filosofía? No lo sabía, pero tampoco me
importaba.
A la hora
pactada (bueno, tal vez unos minutos antes, por si las dudas), llegué a la
entrada. Un minuto o dos después, llegó Adonis.
—Mi coche está en el estacionamiento, vamos—dijo al llegar, y como gesto
caballeroso tomó mi mochila y la cargó, me dejó salir primero del colegio, y
cuando pasé, tocó mi espalda con su angelical mano, produciéndome un escalofrío
que me recorrió desde los tobillos hasta la nuca.
El coche
de Adonis era moderno y de color blanco, así que verlo montado en ese auto era
como ver a un arcángel pasearse en una nube blanca—con ruedas. Me abrió la
puerta del copiloto y me dio mi mochila, luego subió él y condujo rumbo a un
restaurante. Al llegar ahí y estar el camarero frente a nosotros, no supe qué
ordenar, así que dejé que Adonis eligiera y pedí lo mismo que él. Mientras comíamos, me
preguntó acerca de mis gustos literarios y filosóficos. Al principio fui algo tímida, pero luego sus ojos claros me transmitieron confianza y tranquilidad.
Adonis me
contó que su abuela le había transmitido sus conocimientos de filosofía y
literatura. En los tiempos de su abuela, aún había mucha discriminación hacia
el sexo femenino. Su abuela había deseado estudiar alguna de estas dos
carreras, pero en su época no era posible, así que se dedicó a leer y aprender
por sí misma en sus ratos libres, cuando terminaba de hacer los quehaceres domésticos.
Luego, al
nacer Adonis, quiso enseñarle todo lo que sabía para que sus conocimientos no se
perdieran a la hora de su muerte.
La
historia de la abuela de Adonis realmente me conmovió. Y lo que más me llamó la
atención fue el nombre de su abuela: "Verónica".
Cuando
terminamos de comer, Adonis ofreció llevarme a mi casa. Estando allí, me abrió
la puerta del coche y me tomó la mano para ayudarme a salir. Nos miramos a los
ojos, los suyos estaban llorosos.
—Me quedé solo, Verónica—sollozó dejando resbalar una lágrima.
—Me tiene a mí, profesor—dije yo y tomé su mano, tan suave...
Entonces,
Adonis soltó mi mano y me abrazó con fuerza, recargando su bello rostro en mi
hombro y mojándolo con su tristeza. Sus brazos me rodeaban completamente, tanto
que no podía mover mis propios brazos para corresponder. Escuché sus sollozos muy
cerca de mi oído, cerré los ojos para dejarme empapar de su aroma. Alzó un poco
la cara y tomó la mía con sus manos. Me miró con esos hermosos ojos azules, que
asemejaban dos lagos desbordados. Puse mis manos sobre las suyas, sentía su
respiración tan cerca de mí que su aliento se iba a mis pulmones. Me lamí los
labios, estaban secos. Adonis era mi profesor, del cual estaba profundamente enamorada,
y no pude evitarlo. Lo besé.
Contrariamente
a lo que pensé, correspondió. Dejó entrar mi boca en la suya y me besó. Luego
de unos segundos tomó mi rostro con delicadeza y me alejó.
—No puedo hacer eso...—dijo con tristeza. Seguía teniendo lágrimas en los ojos,
la carita roja por el llanto—. No puedo profanar tu inocencia con mis labios
sucios, eres tan solo una niña.
Agaché la
cara intentando no llorar, no quise hacerlo sentir peor de lo que estaba,
preferí dejar así las cosas, olvidarme de que alguna vez me habló de una forma
distinta, que alguna vez subí ese auto, empapado de su aroma, que alguna vez
sus labios me besaron. Era lo mejor.
Caminé
alejándome de él, lo escuché llamarme pero no volteé; contuve el llanto hasta
estar en la comodidad de mi cama, con la puerta cerrada y la música a un
volumen alto. Lloré abrazando mi almohada. Me había enamorado de Adonis, lo
amaba y me dolía que no podía ser realidad.
Los días
siguientes, las clases de filosofía pasaron normalmente. Adonis impartía los temas,
encargaba trabajos y tareas, era como si el beso y la comida en el restaurante
jamás hubiesen pasado. Me sonreía igual que siempre, su rostro satisfecho al
responder a sus preguntas, su entusiasmo, todo era igual. Fue un 13 de agosto
cuando volvimos a hablar fuera de la clase. Sonó el timbre y todos nos
apresuramos a guardar nuestras cosas.
—Verónica, ¿podrías venir un momento, por favor?—dijo. Mis compañeros de clase
no se inmutaron, era algo normal, ¿no?
Me acerqué
al escritorio, Adonis estaba guardando unas carpetas en el maletín.
—¿Qué
necesita, profesor?—pregunté aparentando naturalidad.
Alzó el
rostro y me miró sonriendo.
—Hola,
¿cómo te ha ido?
Su
pregunta me desconcertó, pero aún así le respondí:
—Normal,
nada nuevo.
Sonrió de
lado.
—¿Quieres
ir a comer?—dijo colgándose el maletín al hombro y caminando a la salida.
—¿Yo?—pregunté
estúpidamente. Se detuvo, puso falsa expresión de reproche y luego sonrió.
—No
saldría con alguien más—se acercó y me tomó por la muñeca, me jaló suavemente para
que caminara. Me llevó en su auto al restaurante de la vez anterior, hicimos el
pedido y comenzó a sacar plática.
—¿Has
leído algo nuevo?
—Recientemente
leí Edipo—respondí rozando el bordado del mantel con los dedos.
—Oh,
qué interesante...—dijo mirándome a los ojos—. Me recordó al famoso Oráculo
de Delfos, ¿sabes?
—Me
hubiera gustado que el oráculo siguiera existiendo—comenté—. Bueno, si es que
realmente existió.
—A
mí también.
—¿Qué
le hubiera preguntado?—dije a mi vez. Adonis pensó un poco.
—Le
preguntaría por qué habrá puesto a cierta persona en mi camino, si no puedo
acercarme a ella como quisiera.
—¿De
qué habla?
—Estoy
enamorado de ti, Verónica. Me gustas, quiero conocerte más, pero mi ética y la
ley me lo prohíben. Estoy enamorado de ti, eres mi pequeña utopía, mi amor
platónico porque sólo existe en mi mente y no en la realidad. Eres mi idea
favorita, mi logos. Eres todo, Verónica.
Sus
palabras me tomaron por sorpresa. Agaché la cara, tenía la vergüenza reflejada
en el color de mis mejillas. No sabía qué hacer o responder, así que no hice ni
dije nada. Pronto el mesero llegó con el pedido y comenzamos a comer, sin decir
palabra. Al terminar pagó la cuenta y fuimos a su auto. Subimos, nos abrochamos
el cinturón. Adonis puso ambas palmas al volante, pero no encendió el auto.
—Disculpa
si te incomodé—dijo al fin sin mirarme.
—No
se preocupe, profesor—volteamos a mirarnos y ocurrió de nuevo, nuestros labios
se volvieron a juntar.
Salimos
juntos alrededor de seis meses, a diario después de las clases me invitaba a
comer, la excusa que usé en casa era que me quedaba a hacer servicio social en
la biblioteca.
Después de
comer íbamos a pasear, a visitar museos o a su casa a leer mitos griegos. A
veces me besaba, muy lento, muy suave. Llegó un momento en que los besos
dulces fueron subiendo de tono, me recostó en el sillón y con ternura me hizo
suya. Su nerviosismo y torpeza me hicieron sospechar que Adonis era casto. Sus
besos y sus caricias eran de todo menos lascivas, me trataba con una delicadez
extrema, como si temiera romperme en pedazos con el movimiento de sus caderas.
Me dio la libertad de poseerlo, poniéndome encima suyo. Mantuvo sus manos
firmes en mis caderas mientras yo me movía pausadamente, no sabía hacerlo de
otra forma. Cuando estuvo a punto de llegar al éxtasis, me hizo bajar de encima
suyo. Nuestra irresponsabilidad nos hizo tener que tomar medidas: la cápsula de
emergencia.
Los
encuentros se fueron haciendo cada vez más frecuentes, perdimos el pudor y
ganamos experiencia, la ternura persistía en cada beso, en cada movimiento de
caderas. Nos amábamos.
Todo
cambió aquel 10 de septiembre. Dos días antes habíamos tenido un encuentro,
prometió verme al día siguiente en clase, pero esto no sucedió. Los jóvenes
estaban felices charlando, algunos aliviados porque no habían hecho los
deberes. Yo estaba mal, preocupada. Adonis no se presentó a clases ese día.
Tampoco fue por mí al estacionamiento de la escuela. Pensé en buscarlo, pero
mejor esperé.
Ese
trágico 10 de septiembre el director fue a nuestra clase y habló.
—El
profesor Adonis murió.
No escuché
los detalles. La simple y desgarradora frase acaparó mi atención en su
totalidad. Un remolino me daba vueltas en la cabeza y me impedía pensar.
Luego de
superar el shock gracias al director, éste mismo me dijo que
Adonis tuvo como última voluntad que fuese a su funeral.
—¿Por qué
no me llamaron para ir a verlo a donde agonizaba?—pregunté al director estando
a solas en su oficina.
—Adonis no
quiso que sufrieras—respondió el hombre acongojado.
Adonis
murió por culpa de un conductor irresponsable, que por causa de la embriaguez
se pasó una luz roja y lo atropelló.
La pérdida
de sangre hizo que muriera unas horas después, dejando como última voluntad que
fuese yo a su funeral y conservara sus cenizas.
El funeral
fue ese mismo día. El sol brillaba, contrario a la escena típica de los
entierros y cremaciones. Primero le hicieron misa de cuerpo presente. Me
acerqué al féretro para verlo por última vez. Abrí la tapa y lo miré, parecía
estar dormido, sólo que sus mejillas ya no tenían color y sus labios estaban
secos. Me incliné un poco para besarlo, después, volví a cerrarla.
¿Cómo es
posible que estas cosas pasen? Que te arranquen tu existencia de un momento a
otro, que sea tan efímero el sentimiento de felicidad. ¿Por qué? me pregunté
una y otra vez, y no he obtenido respuesta.
Soy una
asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos
filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré
que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible.
Ojalá
hubiera podido encontrar un tratado que me ayudara a vivir feliz luego de
semejante pérdida. Ojalá hubiera podido estar preparada para ello. Nadie
tomará su lugar nunca, de eso estoy segura. Adonis seguirá siendo siempre el
dueño de mi vida.