Sus pasos temerosos hacían un eco siniestro acompasado con
el crujir de las hojas. Tenía miedo de seguir adentrándose en el bosque, pero
también temía quedarse allí parado. Hacía frío y la noche lo cubría con su
manto. El tiempo pasaba y simplemente no encontraba una solución. Tampoco era
como si pudiese pensar en algo brillante; no tendría más de cinco años, no
recordaba cómo había llegado allí, no recordaba nada sobre su vida, excepto…
Crack, el crujir
de una rama hizo detener los pasos del infante. Miró hacia todas partes,
entrecerró los ojos intentando ver entre las tinieblas. Un par de tentáculos se
asomaron por detrás de un árbol; el niño dio un brinco.
—Por favor,
no te asustes—dijo el ser que se hallaba a unos metros del niño. Su voz era
dulce y delgada como la de un niño pequeño.
— ¿Quién
eres? —preguntó el otro con la voz temblorosa por el miedo que lo asechaba.
—No lo sé.
En realidad, no tengo un nombre. Tú, ¿cómo te llamas?
El pequeño no tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo al
responder.
—Me llamo
Tobías.
Era lo único que recordaba.
— ¿Qué
haces aquí solo?
Tobías no respondió a la pregunta del extraño. Su miedo
disminuía conforme pasaba el tiempo. Al menos ya no se sentía solo, pero sí
estaba intrigado por conocer la identidad de su acompañante.
— ¿Por qué
no sales de tu escondite? —preguntó al cabo de un rato.
—Te
asustarías—respondió el otro luego de dudarlo un poco. Tobías dio un paso al
frente e intentó espiar. Su acompañante trató de esconderse más, pero no pudo
hacer demasiado.
— ¿Qué son
esas cosas en tu rostro?
Al escuchar la pregunta de Tobías, el extraño se cubrió como
pudo. Cuando vio que su cercanía lo incomodaba, Tobías decidió no insistir más.
Temía que su nuevo amigo se fuese y lo dejase solo.
—Da igual,
el amanecer traerá consigo la luz, y podré verte—dijo con tono esperanzado—. No
puedes ser tan terrible.
El extraño se quedó en silencio. Tobías decidió sentarse,
recargó la pequeña espalda en el gran árbol e intentó dormir un poco. Al
escuchar la respiración pesada del niño, el extraño salió de su escondite. Tomó
una manta rasgada y vieja y cubrió el cuerpo de Tobías con cuidado de no
despertarlo.
Entre los tentáculos que rodeaban su rostro, se pudo
distinguir una sonrisa.
Al amanecer, Tobías fue despertado por un travieso rayo de
sol que le iluminaba el rostro. Se removió entre las hojas y abrió los ojos,
topándose con su acompañante. Se miraron mutuamente, de pies a cabeza. Tobías
era un niño de piel blanca, cabello negro y ondulado, ojos cafés oscuro y unas
ojeras terribles enmarcándolos. Los rasgos del rostro eran finos y delicados,
dándole una apariencia angelical. El acompañante no parecía pertenecer a la
raza humana ni a cualquier especie animal que el hombre hubiese visto jamás. Se
trataba de un pequeño monstruo de al menos un metro de estatura, con garras en
lugar de manos, tentáculos en las mejillas y un único ojo en lo que parecía ser
su frente. Su piel era de un color verdoso. Carecía de cabello y de piernas,
pero su aspecto no era para nada atemorizante.
—Entonces
no tienes un nombre—dijo Tobías entrecerrando los ojos—. Deberíamos ponerte
alguno, ¿no crees?
—Creo que
sí—respondió el monstruo.
— ¡Cabeza
de pulpo!—exclamó Tobías.
—Suena
ofensivo—replicó el monstruo. El niño encogió un hombro.
— ¿Cómo
quieres llamarte?
El monstruo miró hacia las montañas y suspiró.
—Eternidad.
El rostro del pequeño Tobías reflejaba confusión y
curiosidad. Estaba a punto de preguntarle a su amigo el porqué de su elección
cuando éste le dijo:
—Mis
antepasados solían hablar de la eternidad. Así que… bueno, quisiera llevar ese
nombre.
Tobías asintió, no entendía muy bien el significado de
aquella palabra, pero no le tomó demasiada importancia.
Pasaron los días y las semanas, y el pequeño Tobías y
Eternidad se cuidaban el uno al otro de los peligros del bosque. Tobías no
tenía idea alguna de lo que era conseguir alimento, pero Eternidad le enseñó a
buscar entre las hierbas del bosque y distinguir entre las comestibles y las
venenosas.
— ¿Nunca
has comido carne? —preguntó cierta vez el niño.
—No—respondió
el pequeño monstruo alzando una garra; un ave se posó sobre ella—, y tú tampoco
deberías hacerlo. No hay nada más horrible que darle muerte a un animal
inocente, ¿no es así?
El ave voló libre ante los ojos perplejos de Tobías.
— ¿Cuántos
años tienes? —preguntó una vez mientras descansaban a la luz de una fogata.
Eternidad suspiró y con sus garras removió los tentáculos
que colgaban de su rostro.
—No lo sé.
Llevo mucho tiempo viviendo aquí. Sólo sé que soy apenas un cachorro, me lo
dijeron mis padres antes de marcharse. Ellos dijeron que algún día creceré,
pero no de una forma tan lenta como he hecho hasta ahora. Creceré, alcanzaré a
poseer un poder enorme y tendré la capacidad de destruir todo a mi paso. Por
eso quisiera ser siempre pequeño. No me gustaría hacerle daño a nadie.
Tobías se recargó en Eternidad y sonrió, conmovido por la
bondad de su amigo.
El tiempo pasó y Tobías no podía simplemente recordar algo
más que su nombre. Sólo sabía que había despertado en el medio del bosque, que
estaba solo y que tenía hambre y miedo y frío, y que su única salvación había
sido Eternidad. Tobías tenía la certeza de que, si pudiese, pasaría el resto de
sus días con su amigo, aprendiendo de él y escuchando sus anécdotas. Pero no
siempre se tiene lo que se quiere, y el deseo del pequeño Tobías se vio
perdido.
Habían decidido salir a buscar bayas y leña, pero esta vez
se separaron en rumbos distintos. Tobías insistió en que ya estaba lo
suficientemente grande como para recorrer el bosque él solo. A pesar de la
insistencia de Eternidad, Tobías se salió con la suya.
Su osadía no duró demasiado. Apenas perdió de vista a su amigo,
se sintió perdido y desorientado. En los meses que llevaba viviendo en el
bosque jamás lo había recorrido a solas, no desde el día en que había
despertado a mitad del mismo. Sintió el deseo de gritar para ver si Eternidad
lo escuchaba e iba por él, pero su orgullo no le permitió hacerlo.
Después de lo que a él le parecieron horas, creyó ver una
luz a lo lejos. Pensando que tal vez se estaba acercando a la fogata que haría
Eternidad, corrió hacia ese rumbo esperanzado de encontrar a su amigo. Pero en
cambio encontró a un hombre que deambulaba por el bosque.
— ¿Qué
haces aquí solo, niño? Y con esos harapos—dijo el hombre. Tobías lo miró hacia
arriba. Era un sujeto bastante alto, fornido y de apariencia ruda.
—Estaba
buscando algo para comer y me perdí.
— ¿Acaso es
que no tienes familia? —preguntó el hombre. Tobías miró hacia atrás, a la
oscuridad del bosque. Luego retornó su mirada al desconocido.
— Mi amigo,
mi amigo Eternidad ¿lo ha visto, señor? Él tiene unos tentáculos pendiendo de
su rostro, y es de color verde.
El hombre entrecerró un ojo, incrédulo.
—Me llamo
Loethan, te llevaré conmigo ¿tienes hambre?
Loethan se llevó de la mano al pequeño Tobías, quien miraba
hacia atrás conforme se alejaba del bosque, ignorando las constantes preguntas
que se le hacían, pensando en Eternidad, ¿cuándo volvería a verlo?
Loethan vivía en un reino aledaño al bosque donde vivía
Tobías. Era cazador, vivía solo y no tenía hijos. Siempre tuvo el anhelo de ser
padre, por lo que, al ver solo y desamparado al pequeño Tobías, quiso
llevárselo y criarlo como suyo. Lo llevó a su choza y allí le dio leche y pan,
le permitió asearse y le regaló unas cuantas prendas que le quedaron bastante
grandes.
—Mañana iré
a la ciudad y te conseguiré unas ropas con el viejo sastre—le dijo haciéndole
un cariño brusco en la cabeza—. Tengo unos ahorros ahí guardados—señaló un
lugar cerca de la chimenea.
Tobías miró en esa dirección y vio una taza de peltre,
Loethan se acercó y sacó unas cuantas monedas de allí.
—El dinero
escasea por estos lugares, Tobías. Es por eso que la gente tiene que trabajar.
Yo te enseñaré mi oficio para que, cuando seas un hombre, puedas valerte por ti
mismo y mantener a una familia entera con el sudor de tu frente.
Luego depositó una moneda de plata en la pequeña mano del
chico, quien la miró con asombro.
«Dinero», pensó
Tobías.
Pasados algunos veinte años, Tobías se convirtió en el mejor
cazador de la comarca. Se había convertido en un hombre grande y fuerte, de
aspecto rudo. Nada parecido al pequeño e indefenso niño que solía vivir en el
bosque. Llevaba siempre al cuello una viejísima moneda de plata, obsequio de
Loethan, su padre. Solía cabalgar hasta llegar a los montes, donde podía
encontrar las liebres más gordas y los venados más maduros para cazar, y para
luego vender las pieles, la carne y demás. Bajó de su corcel, que era de un
color blanco brillante, caminó entre los árboles y la hierba buscando con la
mirada y con el oído el rastro de la primera presa del día. Preparó el arco,
luego sacó una flecha de madera, fabricada por él mismo. Después dirigió su
flecha a algún punto en específico, y disparó.
Un estruendo se escuchó, y un venado malherido salió de
detrás de unos arbustos para luego caer al suelo, agonizando. Tobías se acercó
a él, y puso fin a su dolor. No tenía caso alguno provocar sufrimiento
innecesario a sus presas. Tomó al animal de las patas y se lo puso al hombro,
sin esfuerzo alguno. Estaba acostumbrado a teñir su enorme abrigo del color
rojo carmín de la sangre fresca, estaba acostumbrado a cargar los cadáveres
inertes de sus presas, estaba acostumbrado a ser un cazador, y no cualquiera,
sino el mejor cazador del reino entero.
Estaba seguro que no había nadie como él, y no era
presunción, era la realidad. No había en el reino un cazador más preciso y
capacitado que él. Solía haber uno, pero aquel cazador había muerto de una
enfermedad tiempo atrás. Sí, Loethan, su padre, había sido el mejor cazador, y
Tobías era tan bueno que, al morir su padre, se convirtió en su sucesor.
Llegó un momento en que eso no era suficiente para él; quería
ser el mejor cazador del mundo entero. Él buscaba ser reconocido como el mejor cazador,
no le bastaba con conocerse a sí mismo y que el gremio de cazadores lo hubiese
nombrado el mejor maestro de todos.
Justo un tiempecito después de haber revuelto sus
pensamientos con aquellas nobles ambiciones, llegó corriendo un oficial del
gremio, con el rostro pálido de horror.
— ¡Maestro!
¡Es terrible!
— Vamos,
pero ¿qué sucede, Marth?—preguntó Tobías algo confundido.
— La
princesa ha sido sorprendida por un monstruo que mora los alrededores del
bosque. El rey requiere sus servicios para cazar a aquella bestia… y dijo que
si usted lo logra, ¡le concederá la mano de la princesa!
Tobías miró consternado al joven Marth, un hombre
medianamente alto, de complexión delgada, ojos verdes y cabello castaño. Aquel
hombre, recién promovido de aprendiz a oficial en el gremio, se veía más
horrorizado que emocionado. Tobías comenzó a sentir que había algo detrás de
aquella jugosa oferta.
—¿Por qué
se te ve tan asustado? —preguntó luego de unos minutos de reflexión. Marth
suspiró y recargó sus manos en la pared de piedra, mas no respondió la
pregunta. Al ver esto, Tobías lo invitó a pasar y le ofreció un té caliente
para los nervios.
El pobre hombre seguía temblando, con la taza de peltre
entre las manos. Tobías tenía que ser paciente con su compañero, así que se
mantuvo en silencio hasta que éste habló.
—Yo… estuve
presente en ese momento, maestro. La princesa, como usted sabe, es algo
rebelde, así que se escapó de la torre donde la tienen encerrada… ¡por cuarta ocasión
en este mes! Iba a caballo, usted sabe, aquel purasangre color negro. Yo me
encontraba en el bosque cazando, como siempre; me detuve a recolectar agua del
lago para llenar mi cantimplora, cuando la princesa frenó su corcel justo
detrás de mí. Traté de persuadirla para que volviese, pero usted sabe, es
bastante terca, así que, terminó enojada y se fue a galope en su caballo. Luego
de un rato escuché un grito, subí a mi caballo inmediatamente y me dirigí a
donde creí había provenido el sonido. Encontré a la princesa en el suelo, su
vestido estaba empapado de sangre. El caballo ya no estaba, supongo que huyó al
ver a aquella bestia frente a él; una bestia enorme se encontraba allí,
intentando acercarse a ella. ¡No exagero cuando le digo que medía como unos
tres metros! ¡Era enorme y espeluznante! Tenía tentáculos por boca, parecía una
especie de pulpo, o calamar, o no sé, no pude verlo bien del todo, pues al
verme, se fue de ahí. Yo estaba paralizado del miedo, así que no pude siquiera
intentar atacarlo; cuando reaccioné, la princesa estaba inconsciente y la
bestia ya se había marchado.
«No tenía idea de qué hacer, así que sólo cargué a la
princesa y la subí a mi caballo, me dirigí a Palacio y la llevé ante el rey. Él
parecía estar muy angustiado, pero también se le veía molesto. Dijo que no era
la primera vez que algo así sucedía, ya habían llegado a él rumores acerca de
una bestia como la que yo vi, pero no quiso provocar una histeria colectiva. Me
hizo prometerle que lo convencería a usted de cazar a aquel abominable
monstruo, ¡por favor, Maestro! Sálvenos, yo sé que usted podrá dar muerte a
aquella bestia.
Cuando Marth terminó su relato, Tobías suspiró. Sus puños
estaban deteniendo su rostro; sus codos se apoyaban en las rodillas.
—Acepto,
pero necesito hablarlo con el rey—dijo al fin. A Marth le brillaron los ojos:
pensaba que, si no lograba convencer a Tobías, el rey los mandaría a ejecutar a
ambos.
Marth y Tobías se dirigieron a Palacio; cuando al fin
llegaron, Tobías pidió hablar con el rey. Los guardias lo miraron con
desprecio, pero dado que el rey había pedido que, si Marth regresaba, lo
hicieran pasar inmediatamente, los guardias tuvieron que dejarlos entrar a
ambos.
Tobías se presentó ante el rey, sin reverenciarlo. Dejando
de lado que era un hombre bondadoso, no le gustaba ser un súbdito de su
emperador; empero, el rey se encontraba tan enfocado en atrapar a la bestia,
que no se dio cuenta de la insolencia de Tobías.
—Bien,
muchacho, ¿aceptaste mi petición? —preguntó. Tobías dio un par de pasos al
frente.
—Aceptaré
siempre y cuando me deje hablar primero con la princesa, y después, usted
tendrá que hacer lo que yo le pida—dijo. El rey entrecerró los ojos,
dubitativo.
—Te estoy
ofreciendo la mano de mi hija, mocoso. No sé qué más buscas. Serás el heredero
al trono.
Tobías negó con la cabeza.
—Permítame
hablar con ella, si no es molestia, Su Majestad—Tobías hizo una pequeña y falsa
reverencia. El rey bufó y pidió a uno de sus lacayos que guiase a Tobías a la
pieza de la princesa. Según las palabras del sirviente, la princesa sólo se
había desmayado de la impresión, pero no tenía heridas ni golpes.
Tobías tocó la puerta antes de entrar, pero no esperó
respuesta del interior. Al verlo pasar, la princesa se desconcertó totalmente.
—¿Quién
eres y qué demonios buscas aquí? ¿Quién te dejó entrar?
Tobías se dejó caer y se puso cómodo en la enorme cama de la
princesa, una hermosa mujer blanca, de labios rojos, mirada desafiante y cabello
larguísimo color negro.
—Pues
verás, princesita. Tu padre dice que, si atrapo a la bestia que te asustó, me
dará tu mano. Como has de suponer, yo no necesito la mano de una princesa, para
eso tengo dos manos muy útiles. Y bien, conozco un poco tu situación actual,
así que, haré mi buena acción del día y usaré aquella recompensa de parte de tu
padre a tu favor. Así que dime qué es lo que quieres. ¿Libertad? ¡Pídela!
La princesa meneó la cabeza, alborotando sus cabellos
negros. Se quitó los edredones de encima y se levantó descalza.
—Mi sueño
en la vida, es esto…
Ella levantó una sábana blanca que cubría un enorme
escritorio. Debajo, se hallaban matraces y toda clase de menjurjes, botellas
con líquidos de todos colores…
—¿Brujería?
—preguntó Tobías.
—¡Alquimia!
—lo corrigió una irritada princesa—. Si consigues que mi padre me deje
renunciar a mi posición como princesa, me libere de la maldita torre donde me
tiene encerrada “en espera de mi príncipe”—esto último lo dijo arremedando la
voz de su padre—, y me construya una choza para que yo pueda vivir y ejercer mi
oficio de por vida… estaría más que contenta.
Tobías asintió levemente con la cabeza.
—Pues eso
será, princesa. Ahora, cuando eso suceda, tú promete que vas a hacer lo que te
pida.
—No me voy
a casar contigo.
—Nadie
quiere casarse contigo, caramelo. Tú espera.
Sin decir nada más, el cazador abandonó la pieza de la
princesa, dejándola pasmada.
Caminó deprisa a donde se hallaban Marth y el rey, y le dijo
a este último su veredicto;
—De
acuerdo, voy a cazar a esa bestia. A cambio, pido que absuelva a la princesa de
sus deberes como parte de la realeza, y que le construya una choza en donde a
ella mejor le parezca, así como que le dé la total libertad de ejercer su
oficio como bruj… quiero decir, alquimista.
El rey puso los ojos como platos.
—¡Pero qué
tonterías estás diciendo! ¡Ni en un millón de años! —exclamó colérico.
—Bueno,
como desee—Tobías se dio media vuelta, dispuesto a irse, cuando el rey musitó:
—Trato
hecho. Pero tienes dos semanas.
Sin girarse para encarar al rey, el cazador sonrió de lado.
Los primeros cinco días, Tobías los usó para buscar rastros
de alguna bestia colosal, tardó relativamente poco en encontrar unas enormes
huellas, pero estas eran siempre borradas por las inclemencias del tiempo, así
que decidió colocar alguna trampa. Él sabía que la bestia era enorme, por lo
cual una trampa para oso sería como encajarle una pequeña aguja… pero,
inclusive al encajar una aguja en la piel de un ser humano, éste sangra, aunque
la herida sea pequeña. Y la sangre era difícil de borrar.
Así que eso hizo, colocó trampas para oso en los lugares en
los cuales había notado mayor presencia de huellas. Y un par de días después,
ya conocía la ruta principal que el monstruo usaba: caminaba del monte hacia el
lago para alimentarse.
Decidió descansar un par de días, de los cuales usó una
parte para hacerle un interrogatorio a la princesa. Por lo que ella le dijo,
pudo saber que la bestia jamás la había atacado, y que la sangre que tenía en
el vestido al ser encontrada por Marth, no era suya, ni del caballo. Tenía que
ser de la bestia.
Pero ¿cómo explicaba los anteriores ataques? Una voz dentro
de sí le decía que aquella bestia no molestaba a nadie que no le hiciera sentir
amenazado, y que los seres humanos son, muchas veces, peores que las bestias.
Porque pueden herir y atacar a un ser que no les ha hecho daño.
Sacudió la cabeza para deshacerse de esos pensamientos y se
reprendió a sí mismo: «Con esa mentalidad
jamás vas a conseguir lo que deseas».
Era un lunes cuando Tobías se decidió por fin a encontrar al
monstruo, mas no para cazarlo aún. Debía contemplar bien el tamaño, y algunas
cosas que sólo un cazador podría comprender. Se escondió entre unos arbustos y
se aseguró de ocultar su olor corporal untándose tierra, revolcándose en el
suelo y llenándose de hierbas.
Después de un rato de inquietante espera, el monstruo llegó
desde el monte y se dispuso a beber hundiendo un poco cada uno de los
tentáculos que tenía por boca. Tobías lo observó, y al hacerlo, lo aquejó un
terrible dolor de cabeza que casi lo hace gritar. No, no estaba horrorizado por
el monstruo, ese no era el problema… no podía irse, debía seguir mirándolo sin
importar lo mucho que le doliera la cabeza al hacerlo.
Finalmente, y luego de unos minutos, la bestia se fue por
donde llegó. Tobías se dejó caer en el suelo, provocando el crujir de algunas
hojas, y suspiró. Tenía su plan bien trazado.
Faltaba una semana para que se cumpliera el plazo que le
había dado el rey, pero Tobías no quería que pasara un solo día más para darle
muerte a la bestia que amenazaba la tranquilidad del reino. No cuando la culpa
comenzaba a invadirlo hasta tal grado que empezaba a preguntarse si estaba
haciendo lo correcto.
Era de noche cuando se dirigió al bosque, cargado de su arco
y varias flechas que había mandado a hacer con un herrero. Eran grandes,
filosas y más largas que las normales. Perfectas para dar muerte a un mamut. Si
no hubiesen estado extintos, por supuesto.
Se dirigió a la colina sintiendo su corazón latir con mayor
fuerza conforme se acercaba. No esperaba encontrarse con la bestia cara a cara,
así que cuando esta se apareció frente a sus ojos, Tobías cayó al suelo de la
impresión.
—Tobías…—musitó
la bestia. El cazador frunció el ceño y sacó una flecha, apuntándole directo al
pecho, o lo que parecía serlo—. Soy yo… Eternidad, ¿no me recuerdas?
Tobías lanzó la flecha dando un grito desgarrador. Cuando el
arma hirió a Eternidad, este cambió su expresión totalmente y se abalanzó a
Tobías. Este lo retuvo con una fuerte patada, pero no pudo mandarlo muy lejos.
Sin embargo, fue la distancia suficiente para permitirle sacar otra flecha y
apuntarle directo a lo que parecía ser su estómago.
«—¿Cuál es tu miedo más grande,
Eternidad?
—Creo que mi temor más grande es
crecer.
—¿Por qué? —preguntó un pequeño
Tobías, mirando a su compañero cuyo monstruoso rostro era iluminado por una
fogata.
—Porque si crezco, te dañaré, a ti y
a las personas del mundo. Porque mi cuerpo crecerá hasta superar el tamaño de
una montaña. Y no hay nada peor que dañar a una persona que quieres.
—Eso no va a pasar, Eternidad. Tú y
yo seremos pequeños por siempre».
—¡Basta,
por favor! —exclamó Eternidad en un sollozo—. ¡Termina con esto! Soy un ser
abominable, si no me das muerte, destruiré todo a mi paso.
—¡Cállate!
—gritó Tobías con lágrimas en los ojos, apuntando una flecha más al ojo de
Eternidad. Al disparar, este se quedó ciego.
«—Sabes que los amigos son para siempre, ¿no?
—Claro que lo sé. Pero sólo los
verdaderos—respondió Eternidad.
—¿Serás mi amigo por siempre?
—No puedo prometerte eso, Tobías.
Pero tú sí puedes prometerme algo.
—¿Qué?
—Cuando crezcas, promete que no
dejarás que yo destruya todo a mi paso. Si tuvieses que matarme para impedirlo,
no dudes en hacerlo.
—Pero, tú siempre has dicho que…».
—No hay
nada peor que dañar a una persona que quieres, ¡tú lo dijiste! —reclamó Tobías,
cayendo de rodillas al suelo, intentando sacar su última flecha. Pero sus manos
temblaban demasiado, y su cuerpo no respondía. Eternidad estaba en el suelo,
agonizando.
—Sé que mi
muerte traerá más beneficios que pérdidas. Yo no soy necesario para nadie. Tú
pudiste crecer y convertirte en un gran hombre sin mi ayuda, Tobías. Es hora de
que nos despidamos—dijo Eternidad.
El cazador se levantó tambaleando, y del bolsillo interior
de su abrigo sacó un enorme puñal. Le quitó la funda y se acercó. Miró el ojo
ensangrentado e inservible de Eternidad, y ahogó un sollozo. Se mordió los
labios para no romper en llanto de nuevo. Porque sabía que, si lo hacía, no
sería capaz de salvar a su amigo.
—Los de mi
raza somos así. Llega un momento en que perdemos la cordura totalmente. Por eso
es mejor que me des muerte ahora, porque si yo llegase a dañar a un ser humano,
sería como la muerte para mí, o mil veces peor—comenzó a decir Eternidad.
Tobías pasó su mano por donde el ojo secretaba lágrimas y sangre
entremezcladas.
—Perdóname…
En ese instante, Tobías alzó el puñal y lo hundió en el
pecho ya malherido de Eternidad. Lo rasgó hasta asegurarse que estaba bien
adentro. Eternidad emitió un quejido, y su sonrisa monstruosa se fue apagando a
menudo que pasaban los segundos.
Se había terminado.
Tobías regresó al reino cubierto totalmente de sangre. En la
mano tenía un cuarzo color azul, que había encontrado en uno de los tentáculos
de su difunto amigo.
No quería hablar con nadie. Llenó la bañera de agua y se
metió en ella, tiñéndola de rojo. Todo su cuerpo estaba cubierto de sangre.
Sentía que era tanta que jamás en su vida podría quitársela por completo.
Sentía que no podría volver a cazar de nuevo.
Luego de una larga noche, Tobías decidió salir al pueblo y
hablar con el rey. Para ese momento, el gran monarca ya se había enterado de la
hazaña de Tobías. Lo recibió con
vítores y enhorabuenas, los lacayos le arrojaron pétalos de flores. Pero el
cazador los ignoró totalmente.
Se cuenta que Tobías habló con el rey, y le pidió que
respetara el trato de dejar libre a la princesa. El rey cumplió su palabra.
Tobías iba a la choza de la princesa alquimista a curar sus heridas
periódicamente. Y de vez en cuando, él le contaba las pesadillas que lo
atormentaban por las noches. No podía desaparecer de su cabeza la expresión de
quien fue su único y mejor amigo, morir por su propia mano.
Tobías, el cazador, no volvió a ser el mismo después de eso.
Tobías no volvió a cazar liebres ni venados. Tobías renunció al gremio de
cazadores y se dedicó a buscar dragones. Pronto y con el pasar de los años, fue
reconocido por toda Europa, no por ser el mejor cazador del mundo, sino por ser
el único cazador de dragones que jamás había cazado a alguno. Y no era porque
no pudiera, pues Tobías era el mejor cazador que pudiese haber existido jamás.
Era porque las palabras de Eternidad retumbaban por su mente todos los días:
«No hay nada más
horrible que darle muerte a un animal inocente».
Y estas palabras lo acompañarían hasta el último día de su
vida.