martes, 1 de marzo de 2016

Tobías, el cazador.

Sus pasos temerosos hacían un eco siniestro acompasado con el crujir de las hojas. Tenía miedo de seguir adentrándose en el bosque, pero también temía quedarse allí parado. Hacía frío y la noche lo cubría con su manto. El tiempo pasaba y simplemente no encontraba una solución. Tampoco era como si pudiese pensar en algo brillante; no tendría más de cinco años, no recordaba cómo había llegado allí, no recordaba nada sobre su vida, excepto…
Crack, el crujir de una rama hizo detener los pasos del infante. Miró hacia todas partes, entrecerró los ojos intentando ver entre las tinieblas. Un par de tentáculos se asomaron por detrás de un árbol; el niño dio un brinco.
            —Por favor, no te asustes—dijo el ser que se hallaba a unos metros del niño. Su voz era dulce y delgada como la de un niño pequeño.
            — ¿Quién eres? —preguntó el otro con la voz temblorosa por el miedo que lo asechaba.
            —No lo sé. En realidad, no tengo un nombre. Tú, ¿cómo te llamas?
El pequeño no tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo al responder.
            —Me llamo Tobías.
Era lo único que recordaba.
            — ¿Qué haces aquí solo?
Tobías no respondió a la pregunta del extraño. Su miedo disminuía conforme pasaba el tiempo. Al menos ya no se sentía solo, pero sí estaba intrigado por conocer la identidad de su acompañante.
            — ¿Por qué no sales de tu escondite? —preguntó al cabo de un rato.
            —Te asustarías—respondió el otro luego de dudarlo un poco. Tobías dio un paso al frente e intentó espiar. Su acompañante trató de esconderse más, pero no pudo hacer demasiado.
            — ¿Qué son esas cosas en tu rostro?
Al escuchar la pregunta de Tobías, el extraño se cubrió como pudo. Cuando vio que su cercanía lo incomodaba, Tobías decidió no insistir más. Temía que su nuevo amigo se fuese y lo dejase solo.
            —Da igual, el amanecer traerá consigo la luz, y podré verte—dijo con tono esperanzado—. No puedes ser tan terrible.
El extraño se quedó en silencio. Tobías decidió sentarse, recargó la pequeña espalda en el gran árbol e intentó dormir un poco. Al escuchar la respiración pesada del niño, el extraño salió de su escondite. Tomó una manta rasgada y vieja y cubrió el cuerpo de Tobías con cuidado de no despertarlo.
Entre los tentáculos que rodeaban su rostro, se pudo distinguir una sonrisa.
Al amanecer, Tobías fue despertado por un travieso rayo de sol que le iluminaba el rostro. Se removió entre las hojas y abrió los ojos, topándose con su acompañante. Se miraron mutuamente, de pies a cabeza. Tobías era un niño de piel blanca, cabello negro y ondulado, ojos cafés oscuro y unas ojeras terribles enmarcándolos. Los rasgos del rostro eran finos y delicados, dándole una apariencia angelical. El acompañante no parecía pertenecer a la raza humana ni a cualquier especie animal que el hombre hubiese visto jamás. Se trataba de un pequeño monstruo de al menos un metro de estatura, con garras en lugar de manos, tentáculos en las mejillas y un único ojo en lo que parecía ser su frente. Su piel era de un color verdoso. Carecía de cabello y de piernas, pero su aspecto no era para nada atemorizante.
            —Entonces no tienes un nombre—dijo Tobías entrecerrando los ojos—. Deberíamos ponerte alguno, ¿no crees?
            —Creo que sí—respondió el monstruo.
            — ¡Cabeza de pulpo!—exclamó Tobías.
            —Suena ofensivo—replicó el monstruo. El niño encogió un hombro.
            — ¿Cómo quieres llamarte?
El monstruo miró hacia las montañas y suspiró.
            —Eternidad.
El rostro del pequeño Tobías reflejaba confusión y curiosidad. Estaba a punto de preguntarle a su amigo el porqué de su elección cuando éste le dijo:
            —Mis antepasados solían hablar de la eternidad. Así que… bueno, quisiera llevar ese nombre.
Tobías asintió, no entendía muy bien el significado de aquella palabra, pero no le tomó demasiada importancia.
Pasaron los días y las semanas, y el pequeño Tobías y Eternidad se cuidaban el uno al otro de los peligros del bosque. Tobías no tenía idea alguna de lo que era conseguir alimento, pero Eternidad le enseñó a buscar entre las hierbas del bosque y distinguir entre las comestibles y las venenosas.
            — ¿Nunca has comido carne? —preguntó cierta vez el niño.
            —No—respondió el pequeño monstruo alzando una garra; un ave se posó sobre ella—, y tú tampoco deberías hacerlo. No hay nada más horrible que darle muerte a un animal inocente, ¿no es así?
El ave voló libre ante los ojos perplejos de Tobías.
            — ¿Cuántos años tienes? —preguntó una vez mientras descansaban a la luz de una fogata.
Eternidad suspiró y con sus garras removió los tentáculos que colgaban de su rostro.
            —No lo sé. Llevo mucho tiempo viviendo aquí. Sólo sé que soy apenas un cachorro, me lo dijeron mis padres antes de marcharse. Ellos dijeron que algún día creceré, pero no de una forma tan lenta como he hecho hasta ahora. Creceré, alcanzaré a poseer un poder enorme y tendré la capacidad de destruir todo a mi paso. Por eso quisiera ser siempre pequeño. No me gustaría hacerle daño a nadie.
Tobías se recargó en Eternidad y sonrió, conmovido por la bondad de su amigo.
El tiempo pasó y Tobías no podía simplemente recordar algo más que su nombre. Sólo sabía que había despertado en el medio del bosque, que estaba solo y que tenía hambre y miedo y frío, y que su única salvación había sido Eternidad. Tobías tenía la certeza de que, si pudiese, pasaría el resto de sus días con su amigo, aprendiendo de él y escuchando sus anécdotas. Pero no siempre se tiene lo que se quiere, y el deseo del pequeño Tobías se vio perdido.
Habían decidido salir a buscar bayas y leña, pero esta vez se separaron en rumbos distintos. Tobías insistió en que ya estaba lo suficientemente grande como para recorrer el bosque él solo. A pesar de la insistencia de Eternidad, Tobías se salió con la suya.
Su osadía no duró demasiado. Apenas perdió de vista a su amigo, se sintió perdido y desorientado. En los meses que llevaba viviendo en el bosque jamás lo había recorrido a solas, no desde el día en que había despertado a mitad del mismo. Sintió el deseo de gritar para ver si Eternidad lo escuchaba e iba por él, pero su orgullo no le permitió hacerlo.
Después de lo que a él le parecieron horas, creyó ver una luz a lo lejos. Pensando que tal vez se estaba acercando a la fogata que haría Eternidad, corrió hacia ese rumbo esperanzado de encontrar a su amigo. Pero en cambio encontró a un hombre que deambulaba por el bosque.
            — ¿Qué haces aquí solo, niño? Y con esos harapos—dijo el hombre. Tobías lo miró hacia arriba. Era un sujeto bastante alto, fornido y de apariencia ruda.
            —Estaba buscando algo para comer y me perdí.
            — ¿Acaso es que no tienes familia? —preguntó el hombre. Tobías miró hacia atrás, a la oscuridad del bosque. Luego retornó su mirada al desconocido.
            — Mi amigo, mi amigo Eternidad ¿lo ha visto, señor? Él tiene unos tentáculos pendiendo de su rostro, y es de color verde.
El hombre entrecerró un ojo, incrédulo.
            —Me llamo Loethan, te llevaré conmigo ¿tienes hambre?
Loethan se llevó de la mano al pequeño Tobías, quien miraba hacia atrás conforme se alejaba del bosque, ignorando las constantes preguntas que se le hacían, pensando en Eternidad, ¿cuándo volvería a verlo?
Loethan vivía en un reino aledaño al bosque donde vivía Tobías. Era cazador, vivía solo y no tenía hijos. Siempre tuvo el anhelo de ser padre, por lo que, al ver solo y desamparado al pequeño Tobías, quiso llevárselo y criarlo como suyo. Lo llevó a su choza y allí le dio leche y pan, le permitió asearse y le regaló unas cuantas prendas que le quedaron bastante grandes.
            —Mañana iré a la ciudad y te conseguiré unas ropas con el viejo sastre—le dijo haciéndole un cariño brusco en la cabeza—. Tengo unos ahorros ahí guardados—señaló un lugar cerca de la chimenea.
Tobías miró en esa dirección y vio una taza de peltre, Loethan se acercó y sacó unas cuantas monedas de allí.
            —El dinero escasea por estos lugares, Tobías. Es por eso que la gente tiene que trabajar. Yo te enseñaré mi oficio para que, cuando seas un hombre, puedas valerte por ti mismo y mantener a una familia entera con el sudor de tu frente.
Luego depositó una moneda de plata en la pequeña mano del chico, quien la miró con asombro.
«Dinero», pensó Tobías.
Pasados algunos veinte años, Tobías se convirtió en el mejor cazador de la comarca. Se había convertido en un hombre grande y fuerte, de aspecto rudo. Nada parecido al pequeño e indefenso niño que solía vivir en el bosque. Llevaba siempre al cuello una viejísima moneda de plata, obsequio de Loethan, su padre. Solía cabalgar hasta llegar a los montes, donde podía encontrar las liebres más gordas y los venados más maduros para cazar, y para luego vender las pieles, la carne y demás. Bajó de su corcel, que era de un color blanco brillante, caminó entre los árboles y la hierba buscando con la mirada y con el oído el rastro de la primera presa del día. Preparó el arco, luego sacó una flecha de madera, fabricada por él mismo. Después dirigió su flecha a algún punto en específico, y disparó.
Un estruendo se escuchó, y un venado malherido salió de detrás de unos arbustos para luego caer al suelo, agonizando. Tobías se acercó a él, y puso fin a su dolor. No tenía caso alguno provocar sufrimiento innecesario a sus presas. Tomó al animal de las patas y se lo puso al hombro, sin esfuerzo alguno. Estaba acostumbrado a teñir su enorme abrigo del color rojo carmín de la sangre fresca, estaba acostumbrado a cargar los cadáveres inertes de sus presas, estaba acostumbrado a ser un cazador, y no cualquiera, sino el mejor cazador del reino entero.
Estaba seguro que no había nadie como él, y no era presunción, era la realidad. No había en el reino un cazador más preciso y capacitado que él. Solía haber uno, pero aquel cazador había muerto de una enfermedad tiempo atrás. Sí, Loethan, su padre, había sido el mejor cazador, y Tobías era tan bueno que, al morir su padre, se convirtió en su sucesor.
Llegó un momento en que eso no era suficiente para él; quería ser el mejor cazador del mundo entero. Él buscaba ser reconocido como el mejor cazador, no le bastaba con conocerse a sí mismo y que el gremio de cazadores lo hubiese nombrado el mejor maestro de todos.
Justo un tiempecito después de haber revuelto sus pensamientos con aquellas nobles ambiciones, llegó corriendo un oficial del gremio, con el rostro pálido de horror.
    ¡Maestro! ¡Es terrible!
    Vamos, pero ¿qué sucede, Marth?—preguntó Tobías algo confundido.
    La princesa ha sido sorprendida por un monstruo que mora los alrededores del bosque. El rey requiere sus servicios para cazar a aquella bestia… y dijo que si usted lo logra, ¡le concederá la mano de la princesa!
Tobías miró consternado al joven Marth, un hombre medianamente alto, de complexión delgada, ojos verdes y cabello castaño. Aquel hombre, recién promovido de aprendiz a oficial en el gremio, se veía más horrorizado que emocionado. Tobías comenzó a sentir que había algo detrás de aquella jugosa oferta.
            —¿Por qué se te ve tan asustado? —preguntó luego de unos minutos de reflexión. Marth suspiró y recargó sus manos en la pared de piedra, mas no respondió la pregunta. Al ver esto, Tobías lo invitó a pasar y le ofreció un té caliente para los nervios.
El pobre hombre seguía temblando, con la taza de peltre entre las manos. Tobías tenía que ser paciente con su compañero, así que se mantuvo en silencio hasta que éste habló.
            —Yo… estuve presente en ese momento, maestro. La princesa, como usted sabe, es algo rebelde, así que se escapó de la torre donde la tienen encerrada… ¡por cuarta ocasión en este mes! Iba a caballo, usted sabe, aquel purasangre color negro. Yo me encontraba en el bosque cazando, como siempre; me detuve a recolectar agua del lago para llenar mi cantimplora, cuando la princesa frenó su corcel justo detrás de mí. Traté de persuadirla para que volviese, pero usted sabe, es bastante terca, así que, terminó enojada y se fue a galope en su caballo. Luego de un rato escuché un grito, subí a mi caballo inmediatamente y me dirigí a donde creí había provenido el sonido. Encontré a la princesa en el suelo, su vestido estaba empapado de sangre. El caballo ya no estaba, supongo que huyó al ver a aquella bestia frente a él; una bestia enorme se encontraba allí, intentando acercarse a ella. ¡No exagero cuando le digo que medía como unos tres metros! ¡Era enorme y espeluznante! Tenía tentáculos por boca, parecía una especie de pulpo, o calamar, o no sé, no pude verlo bien del todo, pues al verme, se fue de ahí. Yo estaba paralizado del miedo, así que no pude siquiera intentar atacarlo; cuando reaccioné, la princesa estaba inconsciente y la bestia ya se había marchado.
«No tenía idea de qué hacer, así que sólo cargué a la princesa y la subí a mi caballo, me dirigí a Palacio y la llevé ante el rey. Él parecía estar muy angustiado, pero también se le veía molesto. Dijo que no era la primera vez que algo así sucedía, ya habían llegado a él rumores acerca de una bestia como la que yo vi, pero no quiso provocar una histeria colectiva. Me hizo prometerle que lo convencería a usted de cazar a aquel abominable monstruo, ¡por favor, Maestro! Sálvenos, yo sé que usted podrá dar muerte a aquella bestia.
Cuando Marth terminó su relato, Tobías suspiró. Sus puños estaban deteniendo su rostro; sus codos se apoyaban en las rodillas.
            —Acepto, pero necesito hablarlo con el rey—dijo al fin. A Marth le brillaron los ojos: pensaba que, si no lograba convencer a Tobías, el rey los mandaría a ejecutar a ambos.
Marth y Tobías se dirigieron a Palacio; cuando al fin llegaron, Tobías pidió hablar con el rey. Los guardias lo miraron con desprecio, pero dado que el rey había pedido que, si Marth regresaba, lo hicieran pasar inmediatamente, los guardias tuvieron que dejarlos entrar a ambos.
Tobías se presentó ante el rey, sin reverenciarlo. Dejando de lado que era un hombre bondadoso, no le gustaba ser un súbdito de su emperador; empero, el rey se encontraba tan enfocado en atrapar a la bestia, que no se dio cuenta de la insolencia de Tobías.
            —Bien, muchacho, ¿aceptaste mi petición? —preguntó. Tobías dio un par de pasos al frente.
            —Aceptaré siempre y cuando me deje hablar primero con la princesa, y después, usted tendrá que hacer lo que yo le pida—dijo. El rey entrecerró los ojos, dubitativo.
            —Te estoy ofreciendo la mano de mi hija, mocoso. No sé qué más buscas. Serás el heredero al trono.
Tobías negó con la cabeza.
            —Permítame hablar con ella, si no es molestia, Su Majestad—Tobías hizo una pequeña y falsa reverencia. El rey bufó y pidió a uno de sus lacayos que guiase a Tobías a la pieza de la princesa. Según las palabras del sirviente, la princesa sólo se había desmayado de la impresión, pero no tenía heridas ni golpes.
Tobías tocó la puerta antes de entrar, pero no esperó respuesta del interior. Al verlo pasar, la princesa se desconcertó totalmente.
            —¿Quién eres y qué demonios buscas aquí? ¿Quién te dejó entrar?
Tobías se dejó caer y se puso cómodo en la enorme cama de la princesa, una hermosa mujer blanca, de labios rojos, mirada desafiante y cabello larguísimo color negro.
            —Pues verás, princesita. Tu padre dice que, si atrapo a la bestia que te asustó, me dará tu mano. Como has de suponer, yo no necesito la mano de una princesa, para eso tengo dos manos muy útiles. Y bien, conozco un poco tu situación actual, así que, haré mi buena acción del día y usaré aquella recompensa de parte de tu padre a tu favor. Así que dime qué es lo que quieres. ¿Libertad? ¡Pídela!
La princesa meneó la cabeza, alborotando sus cabellos negros. Se quitó los edredones de encima y se levantó descalza.
            —Mi sueño en la vida, es esto…
Ella levantó una sábana blanca que cubría un enorme escritorio. Debajo, se hallaban matraces y toda clase de menjurjes, botellas con líquidos de todos colores…
            —¿Brujería? —preguntó Tobías.
            —¡Alquimia! —lo corrigió una irritada princesa—. Si consigues que mi padre me deje renunciar a mi posición como princesa, me libere de la maldita torre donde me tiene encerrada “en espera de mi príncipe”—esto último lo dijo arremedando la voz de su padre—, y me construya una choza para que yo pueda vivir y ejercer mi oficio de por vida… estaría más que contenta.
Tobías asintió levemente con la cabeza.
            —Pues eso será, princesa. Ahora, cuando eso suceda, tú promete que vas a hacer lo que te pida.
            —No me voy a casar contigo.
            —Nadie quiere casarse contigo, caramelo. Tú espera.
Sin decir nada más, el cazador abandonó la pieza de la princesa, dejándola pasmada.
Caminó deprisa a donde se hallaban Marth y el rey, y le dijo a este último su veredicto;
            —De acuerdo, voy a cazar a esa bestia. A cambio, pido que absuelva a la princesa de sus deberes como parte de la realeza, y que le construya una choza en donde a ella mejor le parezca, así como que le dé la total libertad de ejercer su oficio como bruj… quiero decir, alquimista.
El rey puso los ojos como platos.
            —¡Pero qué tonterías estás diciendo! ¡Ni en un millón de años! —exclamó colérico.
            —Bueno, como desee—Tobías se dio media vuelta, dispuesto a irse, cuando el rey musitó:
            —Trato hecho. Pero tienes dos semanas.
Sin girarse para encarar al rey, el cazador sonrió de lado.
Los primeros cinco días, Tobías los usó para buscar rastros de alguna bestia colosal, tardó relativamente poco en encontrar unas enormes huellas, pero estas eran siempre borradas por las inclemencias del tiempo, así que decidió colocar alguna trampa. Él sabía que la bestia era enorme, por lo cual una trampa para oso sería como encajarle una pequeña aguja… pero, inclusive al encajar una aguja en la piel de un ser humano, éste sangra, aunque la herida sea pequeña. Y la sangre era difícil de borrar.
Así que eso hizo, colocó trampas para oso en los lugares en los cuales había notado mayor presencia de huellas. Y un par de días después, ya conocía la ruta principal que el monstruo usaba: caminaba del monte hacia el lago para alimentarse.
Decidió descansar un par de días, de los cuales usó una parte para hacerle un interrogatorio a la princesa. Por lo que ella le dijo, pudo saber que la bestia jamás la había atacado, y que la sangre que tenía en el vestido al ser encontrada por Marth, no era suya, ni del caballo. Tenía que ser de la bestia.
Pero ¿cómo explicaba los anteriores ataques? Una voz dentro de sí le decía que aquella bestia no molestaba a nadie que no le hiciera sentir amenazado, y que los seres humanos son, muchas veces, peores que las bestias. Porque pueden herir y atacar a un ser que no les ha hecho daño.
Sacudió la cabeza para deshacerse de esos pensamientos y se reprendió a sí mismo: «Con esa mentalidad jamás vas a conseguir lo que deseas».
Era un lunes cuando Tobías se decidió por fin a encontrar al monstruo, mas no para cazarlo aún. Debía contemplar bien el tamaño, y algunas cosas que sólo un cazador podría comprender. Se escondió entre unos arbustos y se aseguró de ocultar su olor corporal untándose tierra, revolcándose en el suelo y llenándose de hierbas.
Después de un rato de inquietante espera, el monstruo llegó desde el monte y se dispuso a beber hundiendo un poco cada uno de los tentáculos que tenía por boca. Tobías lo observó, y al hacerlo, lo aquejó un terrible dolor de cabeza que casi lo hace gritar. No, no estaba horrorizado por el monstruo, ese no era el problema… no podía irse, debía seguir mirándolo sin importar lo mucho que le doliera la cabeza al hacerlo.
Finalmente, y luego de unos minutos, la bestia se fue por donde llegó. Tobías se dejó caer en el suelo, provocando el crujir de algunas hojas, y suspiró. Tenía su plan bien trazado.
Faltaba una semana para que se cumpliera el plazo que le había dado el rey, pero Tobías no quería que pasara un solo día más para darle muerte a la bestia que amenazaba la tranquilidad del reino. No cuando la culpa comenzaba a invadirlo hasta tal grado que empezaba a preguntarse si estaba haciendo lo correcto.
Era de noche cuando se dirigió al bosque, cargado de su arco y varias flechas que había mandado a hacer con un herrero. Eran grandes, filosas y más largas que las normales. Perfectas para dar muerte a un mamut. Si no hubiesen estado extintos, por supuesto.
Se dirigió a la colina sintiendo su corazón latir con mayor fuerza conforme se acercaba. No esperaba encontrarse con la bestia cara a cara, así que cuando esta se apareció frente a sus ojos, Tobías cayó al suelo de la impresión.
            —Tobías…—musitó la bestia. El cazador frunció el ceño y sacó una flecha, apuntándole directo al pecho, o lo que parecía serlo—. Soy yo… Eternidad, ¿no me recuerdas?
Tobías lanzó la flecha dando un grito desgarrador. Cuando el arma hirió a Eternidad, este cambió su expresión totalmente y se abalanzó a Tobías. Este lo retuvo con una fuerte patada, pero no pudo mandarlo muy lejos. Sin embargo, fue la distancia suficiente para permitirle sacar otra flecha y apuntarle directo a lo que parecía ser su estómago.
            «—¿Cuál es tu miedo más grande, Eternidad?
            —Creo que mi temor más grande es crecer.
            —¿Por qué? —preguntó un pequeño Tobías, mirando a su compañero cuyo monstruoso rostro era iluminado por una fogata.
            —Porque si crezco, te dañaré, a ti y a las personas del mundo. Porque mi cuerpo crecerá hasta superar el tamaño de una montaña. Y no hay nada peor que dañar a una persona que quieres.
            —Eso no va a pasar, Eternidad. Tú y yo seremos pequeños por siempre».
            —¡Basta, por favor! —exclamó Eternidad en un sollozo—. ¡Termina con esto! Soy un ser abominable, si no me das muerte, destruiré todo a mi paso.
            —¡Cállate! —gritó Tobías con lágrimas en los ojos, apuntando una flecha más al ojo de Eternidad. Al disparar, este se quedó ciego.
            «—Sabes que los amigos son para siempre, ¿no?
            —Claro que lo sé. Pero sólo los verdaderos—respondió Eternidad.
            —¿Serás mi amigo por siempre?
            —No puedo prometerte eso, Tobías. Pero tú sí puedes prometerme algo.
            —¿Qué?
            —Cuando crezcas, promete que no dejarás que yo destruya todo a mi paso. Si tuvieses que matarme para impedirlo, no dudes en hacerlo.
            —Pero, tú siempre has dicho que…».
            —No hay nada peor que dañar a una persona que quieres, ¡tú lo dijiste! —reclamó Tobías, cayendo de rodillas al suelo, intentando sacar su última flecha. Pero sus manos temblaban demasiado, y su cuerpo no respondía. Eternidad estaba en el suelo, agonizando.
            —Sé que mi muerte traerá más beneficios que pérdidas. Yo no soy necesario para nadie. Tú pudiste crecer y convertirte en un gran hombre sin mi ayuda, Tobías. Es hora de que nos despidamos—dijo Eternidad.
El cazador se levantó tambaleando, y del bolsillo interior de su abrigo sacó un enorme puñal. Le quitó la funda y se acercó. Miró el ojo ensangrentado e inservible de Eternidad, y ahogó un sollozo. Se mordió los labios para no romper en llanto de nuevo. Porque sabía que, si lo hacía, no sería capaz de salvar a su amigo.
            —Los de mi raza somos así. Llega un momento en que perdemos la cordura totalmente. Por eso es mejor que me des muerte ahora, porque si yo llegase a dañar a un ser humano, sería como la muerte para mí, o mil veces peor—comenzó a decir Eternidad. Tobías pasó su mano por donde el ojo secretaba lágrimas y sangre entremezcladas.
            —Perdóname…
En ese instante, Tobías alzó el puñal y lo hundió en el pecho ya malherido de Eternidad. Lo rasgó hasta asegurarse que estaba bien adentro. Eternidad emitió un quejido, y su sonrisa monstruosa se fue apagando a menudo que pasaban los segundos.
Se había terminado.
Tobías regresó al reino cubierto totalmente de sangre. En la mano tenía un cuarzo color azul, que había encontrado en uno de los tentáculos de su difunto amigo.
No quería hablar con nadie. Llenó la bañera de agua y se metió en ella, tiñéndola de rojo. Todo su cuerpo estaba cubierto de sangre. Sentía que era tanta que jamás en su vida podría quitársela por completo.
Sentía que no podría volver a cazar de nuevo.
Luego de una larga noche, Tobías decidió salir al pueblo y hablar con el rey. Para ese momento, el gran monarca ya se había enterado de la hazaña de Tobías. Lo recibió con vítores y enhorabuenas, los lacayos le arrojaron pétalos de flores. Pero el cazador los ignoró totalmente.
Se cuenta que Tobías habló con el rey, y le pidió que respetara el trato de dejar libre a la princesa. El rey cumplió su palabra. Tobías iba a la choza de la princesa alquimista a curar sus heridas periódicamente. Y de vez en cuando, él le contaba las pesadillas que lo atormentaban por las noches. No podía desaparecer de su cabeza la expresión de quien fue su único y mejor amigo, morir por su propia mano.
Tobías, el cazador, no volvió a ser el mismo después de eso. Tobías no volvió a cazar liebres ni venados. Tobías renunció al gremio de cazadores y se dedicó a buscar dragones. Pronto y con el pasar de los años, fue reconocido por toda Europa, no por ser el mejor cazador del mundo, sino por ser el único cazador de dragones que jamás había cazado a alguno. Y no era porque no pudiera, pues Tobías era el mejor cazador que pudiese haber existido jamás. Era porque las palabras de Eternidad retumbaban por su mente todos los días:
«No hay nada más horrible que darle muerte a un animal inocente».
Y estas palabras lo acompañarían hasta el último día de su vida.