sábado, 25 de junio de 2016

Desvarío de soledad.

Nunca supe si en realidad soy una persona difícil de complacer. Me pregunté sobre ello anoche, con la nariz moqueante y los ojos anegados. Por alguna extraña, o quizás común razón, no siento como si me amases realmente.
Esto me sucede a ratos, en momentos de debilidad en los que no sé ni dónde estoy parada, instantes de horror y ansiedad, de histeria reprimida, de golpes y rasguños, de quejas internas y desgarres nepésicos. Fracciones de tiempo en las cuales tus ojos, en mis recuerdos, no reflejan amor. Tortuosas alucinaciones en las que mi psique se rebela cruelmente ante la calidez de tus manos, haciéndolas frías y asemejando un agarre tosco y sin afecto. Y tú, amado mío, no tienes la culpa de mis arranques. No eres el causante de mi llanto noctámbulo, de mi constante afán de mentirme. De restregarme en la cara que no es verdad, que no me amas, ni lo harás.
Suena extraño decirlo así, siendo que tu calor y los roces de tus manos, y el furor de tu mirada, y la vehemencia de tus besos al pasar varios días sin vernos, todo eso me dice a gritos que no sea estúpida, que estoy tan ensimismada pensando en mi dolor, que es por eso que no te siento. Que mis nervios están corrompidos por el dolor, un eufemismo que utilizo para no llamarlo locura, que lo único que necesito es una tarde a tu lado, llena de vigor. Y no me refiero a algún capricho del cuerpo, con vigor quiero decir que quiero que me tomes fuertemente del cuello y me pegues a tus labios, que me beses como si no hubiese un mañana. Que purgues mis congojas con tu lengua revoloteando en mi garganta. Que me sujetes por las mejillas y me provoques el llanto con tu mirada. Y que se me quede grabado en piedra que me amas, que saque esos tontos pensamientos de mí. Quiero que tu voz silencie con susurros a los fantasmas que me gritan sin clemencia que me dañe, que ya qué más da, que a nadie le importa...
Pero tú, amado mío, no tienes la culpa de mis arranques. Tu destino no debería ser curarme cada treinta días de mi continuo desgaste. Tú podrías estar junto a alguien que no se flagele con sentimientos, con alguien que no se ponga triste de repente y sin motivo, pero estás aquí conmigo y no lo siento, porque mi dolor, o mi locura o mi egoísmo en ocasiones no me dejan verlo. Porque las ánimas de mis penas aún no tienen descanso, pero tú sabes bien cómo ponerlas a dormir aunque sea por un rato.
Y aunque sé que tú no eres el culpable de los menesteres de mi exigente alma, sé que tienes el poder de saciarlos con tu dulzura, y con tu calma, y con tu cama. Sé que tus labios y tu voz pueden ponerlos a dormir, y que no molesten, que se vayan...
Nunca supe si en realidad soy una persona difícil de complacer. Me pregunté sobre ello anoche, y sigo sin obtener la respuesta que busco con tanto ahínco. Me rugen las tripas y me cruje el alma de dolor contenido, pero me ayudarás a ponerlo a dormir, ¿cierto? Porque eres el único que sabe cómo hacerlo.

jueves, 16 de junio de 2016

Delirio onírico.

Hace un par de calurosas noches, quería escribir sobre ti; empero el sueño pudo más que yo, profundamente dormida me quedé. El bolígrafo en la mano, la cabeza recostada en la mesa. Aquella madrugada soñé contigo, te sentí en medio de mi delirio onírico. Tus manos, tu aliento en mi cuello, tu sonrisa y la placidez que me causa al verla. Soñé contigo aquella noche, y las tres siguientes también. En todas aquellas imágenes me mirabas fijamente sin emitir sonido alguno, para luego poner tu boca en mi cuello y respirar pesadamente sobre él. Tomé tus manos, y las sentí; pude percibir el cosquilleo interno que me provoca entrelazar mis dedos con los tuyos, mientras tú escudriñabas mi rostro con tu intenso mirar. Sentí tu mano acercarse a mi mejilla y acortar con su ayuda la poca distancia que separaba nuestros labios. En esos momentos, los centímetros que me separaban de ti, me sentaron cual años luz. ¿Podrías tan solo imaginar el dolor, la desesperación y la soledad que sentiría, si en lugar de un par de pulgadas, me separasen de ti cientos de kilómetros? Olvidaría cómo es que se respira y se vive, mi cerebro no mandaría la señal de que aún puedo moverme y vivo. Y ni siquiera Morfeo podría llenar mi corazón ya vacío con lo que suelo sentir en mis ensoñaciones, en las cuales caigo al cerrar los ojos, y solamente así puedo tener un resquicio de tu entera, ausente presencia. Si me alejasen de ti, tan solo querría estar dormida, para sentirte cerca de mí, para que me mirases y yo me estremeciese con el revoloteo de tus pestañas. Si me separasen de ti, amor, quisiera estar siempre dormida. Solo así el dolor de no tenerte sería silenciado por las quimeras de mi subconsciente.

domingo, 12 de junio de 2016

Vacío intenso.

Me llamo Karin, tengo 15 años. Vivo en Pastaza, Ecuador, pero nací en Siria. Mi familia y yo nos mudamos hace diez años por la terrible guerra que se desata en mi país natal. Un soldado americano mató a mis abuelos sólo por maldad, y fue entonces cuando mi padre decidió traernos. Afortunadamente mis difuntos abuelos tenían esta casa. Mi abuela era ecuatoriana.

En Siria éramos una familia acomodada, pero la crisis económica hizo a papá hipotecar la casa. Estábamos por quedarnos en la calle, cuando mis abuelos murieron y papá recibió la herencia. No me gusta Ecuador, pero es mejor que "vivir" en una guerra.

Mi papá se llama Abdel. Trabajaba en una empresa petrolera como obrero, pero debido a un problema con la empresa, perdió el empleo y aún no encuentra. Le es difícil hacerlo, ha ido a buscar, a pesar de tener estudio, nadie lo contrata por ser de Siria. Muchas veces lo han tachado de terrorista, y le han insultado. Nunca pensé que la gente fuera tan racista. Mi mamá se llama Safir. Ella trabaja en una empresa como intendente. Gana muy poco y apenas nos alcanza para comer, a veces ni agua podemos beber porque aquí escasea mucho. Tengo un hermano, él se llama Nabir. Tiene 17 años. Mi hermano siempre ha estado allí para mí, y yo para él. En la escuela nos molestan mucho por ser sirios, y a mi hermano porque es homosexual. No es que se le note mucho, pero cometió el grave error de confiar en alguien en quien no debía, y ustedes sabrán el resultado.

El otro día unas chicas me encerraron en el baño. Una tal Brenda y una tal Lola. Me patearon y me halaron de los cabellos. No sé ni por qué lo hicieron. Yo jamás les he hecho nada. A mi hermano le encajaron una navaja una vez. Recuerdo que tuvimos que pagar hospital y material de curación, hubieron días en los que no comíamos ni una miga de pan.

Estamos en pleno mundial de fútbol soccer. No me gusta porque tras él se esconden muchas cosas. Es como una cortina de humo para mantener a la gente ocupada pensando en otras cosas. Además, la de gente pobre que hay en Brasil, para que el gobierno prefiera costear millones de dólares en un tonto jueguito de pelota a alimentar a los niños de la calle. Y peor, he escuchado que han asesinado niños y adultos indigentes para "limpiar" las calles y dar una buena impresión a los turistas.

Hace unos días que he visto a mamá algo enferma. Entiendo que trabaja más de lo que debe, pero esto es extremo. Está pálida y ojerosa, ha bajado muchísimo de peso y la he visto toser sangre. Me preocupa su situación. Nabir y yo le hemos preguntado qué sucede pero ella dice que está perfectamente bien.

En el colegio, Brenda me pegó un chicle en el cabello. Mi cabello era largo y lacio, me llegaba hasta la cintura. Según sé, es moda entre las chicas tener el cabello así de largo.

—A ver si así te cortas y te lavas ese cabello, piojosa—dijo riéndose, y se fue junto con Lola, ambas meneando las caderas. La odio tanto que quisiera matarla, pero no soy así. En el descanso siempre me siento a desayunar sola. Hay un chico que me sonríe a veces, se llama Pablo. No me gusta, pero es lo más cercano a un amigo que tengo. El otro día se me cayó un lápiz, y Pablo se apresuró a dármelo. Me sonrió, y yo a él, pero jamás nos hemos dirigido la palabra. Supongo que le ha de dar pena hablarme, no lo sé, pero yo aquí no quiero confiar en nadie. Tengo miedo de que me suceda lo mismo que a Nabir.

Ayer mamá cayó en cama muy enferma. No tenemos dinero para atenderla en un hospital. Tose y vomita sangre, y su piel está muy fría. Hace rato que ha perdido la lucidez y sólo dice incoherencias. Papá dice que no va a aguantar mucho.

Me llamó para que la viera. Entré a la habitación corriendo la roída cortina a un lado.

—Mamá...

Ella estaba medio consiente.

—Karin. Tengo algo que decirte antes de morir.

—Mamá, no digas eso. Vas a estar bien—dije con los ojos vidriosos.

—Cuida a tu padre. Se quedará solo, por favor cuídalo.

—Mamá, no...

—Ayuda a Nabir, necesita tu apoyo...—sus ojos comenzaron a cerrarse.

—¡No te vayas!—grité hasta sentir un ardor en la garganta, pero no sirvió de nada. Murió sin más. Me abracé a su cuerpo frío e inmóvil, me quise empapar de ella por última vez, de su aroma, estar con ella. Quise empaparme de su muerte, e irme junto a ella. Sin mi mamá, no quería vivir. Después de un buen rato salí del cuarto, con los ojos hinchados. Miré a mi padre, tirado en el sillón llorando inconsolablemente. Nabir miraba por la ventana y acomodaba un cartón que tapaba un agujero. Me escucharon salir y me miraron esperando que les dijera algo, pero no dije nada. No tenía nada que decir.

Papá compró un pedazo de terreno en el cementerio para enterrar a mi mamá. No teníamos dinero para un féretro, por lo que papá tuvo que enterrarla así. Nos dolió mucho no hablerle dado una digna sepultura, pero con la compra del terreno nos quedamos sin nada. No comimos en quince días.

Nabir y yo tuvimos que dejar la escuela. Papá no conseguía empleo, sólo a veces conseguía poco dinero haciendo trabajos, pero desde que mamá murió ha caído en el alcoholismo. No comemos a diario, y cuando lo hacemos no es mucho. Nabir ha estado buscando un empleo y yo hago lo que puedo en casa. He tenido que sacar a papá de las cantinas, o limpiar su vómito del piso de la sala de estar. Cambiamos la tele y un viejo radio por un par de panes y frijoles que nos duraron unos dos días. Nos han cortado la energía eléctrica y el servicio del agua.

Me asusta la oscuridad. Nabir duerme conmigo y me abraza cuando lloro. A veces llora conmigo. Papá ha llegado a golpearme cuando está ebrio y a Nabir le dice de cosas. Esto se ha convertido en un infierno.

Siempre deseé ser una doctora, mis calificaciones eran buenas, y tenía toda la disposición de crecer. Pero ahora todo se ha ido a la basura.

Papá no ha vuelto desde ayer. Nabir está trabajando en una construcción como albañil, y llega muy noche. No puedo esperar a que venga para buscar a mi papá.

Las calles están oscuras y solitarias. Lo he buscado en cuatro cantinas distintas, pero no aparece. Los cantineros ya me conocen, debido a la cantidad de veces que he tenido que buscar a papá y dicen que no ha ido o que no lo han visto. Luego de un buen rato de buscarlo, decidí volver a casa. En eso estaba, cuando un auto se detuvo junto a mí.

—Oye, niña—dijo una voz fría y áspera—¿Sabes dónde puedo encontrar a Sadam?

Sadam era el apodo de papá entre sus conocidos, le decían así porque su barba asemejaba a la de Sadam Hussein.

—No sé de quien habla—mentí.

—No te hagas la tonta, sabemos que es tu papá.

—Lo estoy buscando. Desde ayer no va a casa—contesté. Tenía mucho miedo pero no quise dárselos a saber.

—Pues verás—dijo otra voz—, tu papi nos debe mucho dinero. Estaba en las apuestas y nos pidió prestados 10,000 dólares americanos.

—No tengo nada qué ver en eso—dije y caminé a toda prisa. Un hombre bajó del auto y me persiguió, fue rápido y me atrapó. Pataleé, lo rasguñé incluso y no me soltaba. Grité con todas mis fuerzas pero nadie acudió en mi ayuda. El hombre me subió al auto y me aventó, me golpeó en la cara con el puño cerrado. Condujeron un buen rato hasta que llegamos a una vieja casona.

Ahí afuera, al menos quince chicas entre 14 y 20 años prostituyéndose.

Me metieron a la casa y me llevaron al tercer piso. Escuchaba sonidos desagradables provenientes de todos los cuartos, ninguno tenía puerta, en cambio tenían una cortina de encaje mugrienta y agujerada. Entramos a una de esas cortinas.

—Eva, traigo mercancía nueva—dijo el hombre que me golpeó.

—Tráela. Nos hacen falta muchachas—dijo Eva

Era una mujer corta de estatura, gorda y muy morena de piel. Usaba un vestido horrendo color fucsia, zapatillas azul metálico y maquillaje de este mismo color. Me miró y sonrió. Me pidió que me acercara.

—¿Cuántos años tienes?—preguntó.

—Dieciséis.

—¿Eres virgen?

Agaché la cara ,me daba vergüenza decirlo.

—¡Que si eres virgen, estúpida!—gritó jalándome el cabello.

—¡Sí, lo soy!—sollocé. Eva me soltó.

—Arréglate, hoy empiezas a trabajar. Debes pagar la deuda que Sadam tiene con el jefe.

Eva abandonó la habitación. Busqué algo de ropa, no había nada decente, todos los vestidos, blusas y faldas eran demasiado atrevidos, y qué más podía esperar de un prostíbulo.

Me maquillé lo mejor que pude, jamás lo había hecho. Me arreglé el cabello y salí. Eva me dijo que ya tenía a un cliente para mí. Era un hombre de traje. Me dijo que había pagado mucho por mí y que quería que lo complaciera. Me llevó a uno de los cuartos de la casona, y ahí, perdí mi inocencia.

Los tres días siguientes estuve acostándome con hombres viejos y asquerosos, me hacían cosas deplorables. Algunos me golpeaban. Pagaban mucho por mí, y por un momento pensé que tal vez me dejarían ir pronto, cuando la deuda de mi padre fuera pagada. Todas las noches lloraba, limpiaba la sangre de mi cara, me restregaba en la ducha como si eso me fuere a quitar el mórbido rastro de las manos de mis verdugos. Maldecía a todos aquellos hombres que profanaban a una pobre niña de dieciséis años. Recordaba sus caras, sus gestos de placer, sus palabras cochinas y vulgares. Y deseaba salir de ahí con todas mis fuerzas. Reunirme con Nabir y con mi papá. Quería mi vida de vuelta.

Eva llegó un día a decirme que me iría por fin de ahí dentro de dos días, que un uruguayo me había comprado para ser su esclava sexual. Dijo que era joven, guapo y que me trataría bien. No sabía qué era peor, si estar allí en el prostíbulo o vivir con ese hombre.

La última noche que trabajé ahí, el hombre con el que me acosté se quedó dormido. Tomé su teléfono y llamé a Nabir. Tardó en responder.

—Hola—dijo al fin.

—Nabir, soy yo, Karin—susurré.

—¡Karin!—escuché que lloraba—. ¡Te he buscado tanto! ¿Dónde estás?

—Me secuestraron. Me van a vender a un uruguayo, ven por mí por favor, estoy en...

Sentí una mano en mi hombro. Me giré, era el hombre que estaba dormido, desnudo y sonriéndome.

—Deja el teléfono ahí, chiquita.

Pude escuchar los gritos de mi hermano. Presioné el botón de colgar. El hombre me violó otra vez, sólo que fue más rudo. Me mordió y me golpeó, incluso me ahorcó. No sé qué más me haría puesto que quedé inconsciente.

Al día siguiente mi "dueño" fue por mí. Me llevó en avión a Uruguay. Supe que jamás volvería a ver a mi hermano. Supe que jamás recuperaría mi vida.

La casa de Martín, que es como se llamaba mi amo, era enorme. Tenía muchos sirvientes y un mayordomo. Me llevó a su cuarto, me pidió que me aseara. Me curó los golpes y me dijo que tenía un guardarropa nuevo para mí. Martín era guapo y amable, dejando de lado el hecho de que me había comprado, me trataba bien. Tenía tanto tiempo sin sentir amabilidad de parte de nadie, y no sé si inconscientemente me fui haciendo sumisa ante él. Hacía lo que me pedía, absolutamente todo; a veces me llevaba a sus reuniones alegando que yo era su dama de compañía. Un día tuvo que ir de improvisto a Ecuador, pero no quiso llevarme. Me quedé en casa siendo vigilada por sus sirvientes. Una sirvienta se me acercó, se aseguró de que estuviéramos solas.

—Debes tener cuidado, niña—me dijo—. Ninguna chica que el jefe haya traído aquí, ha salido viva y completita.

Las palabras de la sirvienta me hicieron temblar. Sabía que ese era mi fin, sabía que no podría escapar de ahí, sin darme cuenta estuve firmando mi sentencia de muerte. Me encerré en mi habitación. Recordé mi vida, cuando era feliz, antes de perder todo lo que tenía. Entonces me invadió un vacío intenso, no salí del cuarto no sé en cuanto tiempo.

Martín llegó un día y me sacó. Estaba como muerta en vida, me cargó como a una muñeca y abusó de mí. Luego se levantó. De un cajón sacó un revólver, me sonrió.

—Tu hermano y tu padre murieron—dijo—. Yo mismo me encargué de asesinarlos de paso, mientras estaba en Ecuador. No te preocupes, no les dolerá tu muerte. Ya estás muy usada, además, he comprado una nueva chica. Brenda, se llama.

Brenda. ¿Sería aquella Brenda que me golpeaba en la escuela?

Martín quitó el seguro al arma.
Cerré los ojos.
Escuché el disparo.
Sentí la sangre en mi pecho...era el fin...


      El cuerpo de Karin fue encontrado días después en un terreno baldío, descuartizado y quemado. Martín asesinó a Brenda seis meses después, de la misma forma que a Karin. Brenda resultó ser, en efecto, la muchachita que molestaba a Karin.

El padre y el hermano de Karin no habían sido asesinados. Martín mintió. Abdel dejó el alcohol y las apuestas, y junto con Nabir buscó a Karin por todo el país. Fundaron una asociación contra la trata de blancas.

Actualmente la siguen buscando. Nadie reconoció el cadáver de Karin en su tiempo y yace en una fosa común.

sábado, 11 de junio de 2016

Suicidio en Schwangau.



En mi memoria permanecían sus ojos brillando a la luz de la luna. Ahora que ella ya no estaba no le veía sentido alguno a contemplar las noches desde la cabaña. El frío me impedía moverme de mi hogar para buscar sustento, prefería quedarme todo el día tocando tristes melodías en el viejo piano de la abuela. Luego de lo que parecieron meses, decidí abrir por fin la carta que dejó antes de suicidarse. Antes de comenzar a leer, vi la cuerda con la que colgó su cuerpo: aún estaba atada a una de las vigas del techo. Dirigí mi cansada mirada al papel amarillento y comencé a leer:

La monotonía del campo me ha hecho enloquecer. Las voces no paran de manifestarse en mi cabeza, y ya estoy harta. He tenido muy pocos momentos de cordura en medio de todo este martirio, necesito salir de esto de una vez. Adiós.

Posteriormente tomé el camafeo de la mesita de madera que estaba cerca, lo abrí y contemplé la imagen de mi amada Elodia, derramé una lágrima y luego lo azoté contra el suelo y lo pisoteé. Tomé el collar de perlas de la abuela, un trozo de pastel podrido y seco que estaba sobre un platito de porcelana, fue el último alimento que ella ingirió, y también tomé la esfera de nieve con el castillo de Neuschwanstein. Los tiré al fuego ardiente de la chimenea. Debí hacerlo desde el inicio.

Con el alma hecha pedazos caminé hacia la pequeña silla que estaba debajo de la cuerda, usada por mi mujer suicida. Eché una última mirada a su cadáver en alto estado de descomposición, y puse la soga alrededor de mi cuello.

Adiós.

Sentimientos bélicos.



Todo lo que quería era volver a casa. Se sentía como un niño pequeño, solo, desamparado, asustado... No podía ser posible que las últimas décadas estuviesen llenas de guerras. Y esta, era la segunda gran guerra. Muchos le dijeron que probablemente no llegaría vivo a casa, que su cuerpo se quedaría quemado y abandonado en cualquier sitio. Y todas estas palabras le quitaban las fuerzas. Además no es que le gustara mucho la idea de asesinar a los soldados, aunque fueran del bando enemigo. A algunos ni siquiera les veía la cara. Todo se volvía tedioso, incluso el trato diario con sus compañeros de trinchera. Ellos lo trataban de terco, incluso se llegó a esparcir el rumor de que éste era un espía, lo que trajo consigo un motín contra él. Por suerte sólo quedó malherido, ya que el Sargento llegó a tiempo para evitar que lo mataran a golpes. Luego de ese incidente, las pocas veces que llegaba a charlar con sus compañeros eran simples pláticas triviales y aburridas. Y llenas de hipocresía.

Por fin se llegó el momento de atacar. Y él estaba asustado. Era como si sintiera la muerte cerca, pero no podía dejarse morir, aunque fuera un cobarde. O quizás no era un cobarde después de todo, quizás es la forma en que toda persona se sentiría en una guerra, luego de ver cientos de cuerpos calcinados, después de ver morir a sus compañeros en sus propios brazos, después de ver a su amada en el muelle, con las mejillas llenas de lágrimas y una profunda tristeza en sus ojos. "Jamás volveré a casa", se dijo antes de salir al campo de batalla. Y con las lágrimas nublándole la vista, disparó a diestra y siniestra al bando enemigo. Poco después se les acabaron las provisiones, quedaban sólo tres soldados. El Sargento también estaba muerto. De pronto, sintió cómo alguien le llamaba por su nombre de pila —cosa que casi nadie hacía—. Se acercó a un soldado que creía muerto.

—En mi bolsillo—dijo éste con voz débil. Inmediatamente buscó en el lugar señalado, el cual estaba lleno de sangre por una herida en el pecho. Sacó un papel torpemente doblado, un poco salpicado de sangre, pero estaba limpio.

—Dáselo a mi esposa, la dirección está escrita. Por favor—dijo el soldado caído con los ojos llenos de lágrimas. El otro asintió a pesar de que sabía que tampoco iba a volver a casa, y apretó la carta con su mano herida y llena de tierra. Los otros dos soldados sanos se acercaron al contemplar la escena. El soldado caído murió sonriendo con satisfacción.

Los tres sabían que esa sería su última noche con vida. Se sentaron juntos a esperar la llegada del bando enemigo. Una hora más tarde, quizás dos, llegó un convoy militar. Subieron, un médico militar curó sus heridas mientras los otros terminaban con los soldados enemigos. Y les prometieron que era la última batalla. La guerra había terminado. Por fin irían a casa.


viernes, 10 de junio de 2016

Abrázame.

Abrázame, está tronando afuera. No, no me refiero a las nubes, ¿escuchaste el sonido? Me estoy rompiendo por dentro, abrázame. Me duele el corazón. Paremos la tormenta, no es agua la que cae del cielo; estoy llorando, abrázame. Mírame a los ojos y tapa las goteras con tus pestañas. Besa mis mejillas, aunque te sepan a sal. Abrázame y no digas nada. Entra, por favor, enciende la luz. Levántame del rincón en el que estoy hecha un ovillo, quítame el peluche de los brazos y envuélveme entre los tuyos. No me digas que todo estará bien, sólo haz que pare. Corre las cortinas, quiero ver cómo el sol sale. Dame un dulce, mételo suavemente a mi boca, abre mis labios cuidadosamente con tus dedos. Ayúdame a comerlo, no me puedo mover. Estoy rota, no quiero desplomarme, abrázame.
Llévame a la bañera, quiero jugar con las burbujas, no podrás entrar conmigo, el agua se va a derramar. Pero juguemos con el jabón, no sueltes mi mano, ayúdame a lavar la tristeza, talla mi cuerpo, ayúdame a desentumecerme. El agua se tiñe de un color azul pastel, tiene un sabor agridulce, no la bebas, puede que mis congojas se hayan quedado allí. Cuando salgamos del baño, no me ayudes a vestirme. Desvístete conmigo, recostémonos en la alfombra mirando las formas en el relieve del techo de la habitación. Dibuja con tus dedos carreteras infinitas en mi piel. Déjame formar constelaciones con los lunares de sangre que tienes en los brazos. Cojamos la alfombra y bajemos por las escaleras con ella, como Aladino. Pero sabemos que las alfombras no pueden volar, y probablemente nos golpearemos al caer.
A este paso podré moverme bien, y a pesar de estar corriendo desnuda por el jardín, me siento cálida. No dejes que me raspe las rodillas. Si me caigo y eso sucede, por favor besa mis heridas, así no dolerán; tu lengua es el analgésico de mis piernas, y de mi corazón.
Corramos juntos por la calle, tomados de la mano, mis extremidades tienen una movilidad perfecta, pero mi torpeza y lentitud hacen que me rezague, pero tú me jalarás suavemente, ¿verdad? A pesar de que nos persigan los policías porque corremos desnudos a mediodía, rodemos cuesta abajo, el pavimento está caliente, abrázame, no importa nada más.

¿Estoy curada?

jueves, 9 de junio de 2016

Amor a la filosofía.

Soy una asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible. En la preparatoria me dan clases de filosofía. La primer profesora que tuve se jubiló antes de terminar el primer semestre; ya estaba bastante vieja y cansada de lidiar a diario con mocosos llenos de hormonas. El profesor nuevo se llamaba Adonis, y vaya que hacía honores a su nombre. Llegó puntualmente en su primer día, se presentó con el grupo: acababa de terminar la carrera, se encontraba estudiando la maestría en filosofía y tenía veinticinco años.
Desde la primera vez que lo vi, sentí que me trasladó a un paraíso terrenal. Sus ojos eran azules como el cielo despejado, su cabello brillaba tanto que hasta el oro se sentiría avergonzado se ser opaco junto a él. Su belleza era tan grande que no parecía ser de este mundo. Usaba unos anteojos modernos que le escondían, al igual que yo, la mirada. Aunque a diferencia suya, soy fea. No soy alta ni chaparra, ni gorda ni flaca. Solo no me gusta arreglarme ni vestirme como las otras chicas. Eso me ha traído muchas consecuencias, pero ahora eso nunca me ha importado.
Adonis nos encargó una tarea al término de la primer clase, y al irse, podría jurar que, por una milésima de segundo, nuestras miradas se cruzaron. "Ya quiero que sea mañana", pensé, "para verlo otra vez".
Al día siguiente, Adonis pidió la tarea y, como siempre, fui la primera en participar. Al terminar de leerle mi trabajo, él me preguntó mi nombre.
  — Me llamo Verónica—contesté tímidamente acomodando mi larga falda.
Sus carnosos labios se entreabrieron. Estaba sonriendo, ¡sonriéndome a mí!
  —Bien, puedes tomar asiento—dijo con esa voz tan deliciosa que endulzaba el oído al escucharla. Conforme los demás alumnos le leían los trabajos, se fueron presentando. Me la pasé mirándolo toda la clase, hasta que el apocalíptico sonido chirriante del timbre, anunció que mi pequeño placer se había terminado. Adonis guardó sus cosas en un maletín de cuero café, y al pasar frente a mí para salir, giró la cabeza y me dijo:
  —Hasta mañana, Verónica.
Se había acordado de mi nombre.

Así pasaron las semanas, cada día de lunes a viernes, de 10 a 11 de la mañana, yo dejaba de ser Verónica. Dejaba de existir. Solo lo miraba, solo miraba a mi Adonis, y  no era nadie más. Sería quien él me pidiese que fuera.
Un día, a la hora del desayuno, fui a la cafetería a comprar una bebida. Y en una mesa al fondo estaba Adonis: solo y con cara larga. Quizá le caló mi mirada y alzó la cara. Su tristeza y su melancolía se esfumaron como un montón de mariposas cuando se acerca a ellas un niño curioso, y entonces, sonrió.
  —¡Verónica!—exclamó alegremente—ven, siéntate conmigo, por favor.
Escucharlo decir esas palabras me hizo dudar si en realidad me hablaba, así que volteé hacia atrás de mí, pero sólo había una pared. Esa fue la primera vez que fui alguien frente a él.
  —¿Cómo te ha ido?—me preguntó. Yo, con la cabeza agachada, contesté:
  —Creo que mejor que a usted, con todo respeto. Se ve un poco triste y apagado.
Adonis echó una risilla y yo levanté la cabeza enseguida, preguntándome qué había sido tan chistoso.
  —¿Sabes? Eres la primera persona que se da cuenta.
  —¿Por qué está deprimido, profesor?—pregunté con un gran dolor en el pecho, mi tono de voz sonó triste.
  —Parece ser que tú tampoco estás muy feliz—dijo como para cambiar el tema.
  —Bueno, es que usted no es así, y me entristece que esté de esa forma.
Adonis sonrió y jugó con el salero.
  —Te lo voy a contar a ti porque eres de confianza—dijo con tono resignado pero risueño. Ayer falleció mi abuela, y ella era la única familia que tenía. Por eso no le daré clase hoy a tu grupo, Verónica. Tengo que ir al funeral, hoy solo vine a presentarme ante el director para pedir permiso.
La noticia me tomó totalmente desprevenida, no supe qué hacer o decir.
Adonis se puso de pie y dijo:
  —Tengo que irme, nos vemos en unos días.
Podría jurar que al girar la cara, una lágrima traviesa rodó por su mejilla.
Pasaron dos días, y finalmente llegó mi Adonis. Se veía demacrado, con ojeras en los ojos, y aún así mostraba una sonrisa falsa. Una sonrisa que todos se creían, excepto yo. Al final de la clase dejé mi timidez a un lado y decidí invitarlo a tomar un café después de las clases.
  —¿Café a esa hora?—dijo con gesto incrédulo, creí que rechazaría mi ofrecimiento—. Mejor vamos a comer y yo invito.
Sonreí ampliamente.
  —Tienes una sonrisa preciosa—me dijo y se puso de pie para retirarse—.¿Te veo a las tres en punto en la entrada del colegio?
  —Claro que sí, profesor Adonis.
¿Acaso estaba mal salir con mi profesor de filosofía? No lo sabía, pero tampoco me importaba.
A la hora pactada (bueno, tal vez unos minutos antes, por si las dudas), llegué a la entrada. Un minuto o dos después, llegó Adonis.
  —Mi coche está en el estacionamiento, vamosdijo al llegar, y como gesto caballeroso tomó mi mochila y la cargó, me dejó salir primero del colegio, y cuando pasé, tocó mi espalda con su angelical mano, produciéndome un escalofrío que me recorrió desde los tobillos hasta la nuca.
El coche de Adonis era moderno y de color blanco, así que verlo montado en ese auto era como ver a un arcángel pasearse en una nube blancacon ruedas. Me abrió la puerta del copiloto y me dio mi mochila, luego subió él y condujo rumbo a un restaurante. Al llegar ahí y estar el camarero frente a nosotros, no supe qué ordenar, así que dejé que Adonis eligiera y pedí lo mismo que él. Mientras comíamos, me preguntó acerca de mis gustos literarios y filosóficos. Al principio fui algo tímida, pero luego sus ojos claros me transmitieron confianza y tranquilidad.
Adonis me contó que su abuela le había transmitido sus conocimientos de filosofía y literatura. En los tiempos de su abuela, aún había mucha discriminación hacia el sexo femenino. Su abuela había deseado estudiar alguna de estas dos carreras, pero en su época no era posible, así que se dedicó a leer y aprender por sí misma en sus ratos libres, cuando terminaba de hacer los quehaceres domésticos.
Luego, al nacer Adonis, quiso enseñarle todo lo que sabía para que sus conocimientos no se perdieran a la hora de su muerte.
La historia de la abuela de Adonis realmente me conmovió. Y lo que más me llamó la atención fue el nombre de su abuela: "Verónica".
Cuando terminamos de comer, Adonis ofreció llevarme a mi casa. Estando allí, me abrió la puerta del coche y me tomó la mano para ayudarme a salir. Nos miramos a los ojos, los suyos estaban llorosos.
  —Me quedé solo, Verónica—sollozó dejando resbalar una lágrima.
  —Me tiene a mí, profesor—dije yo y tomé su mano, tan suave...
Entonces, Adonis soltó mi mano y me abrazó con fuerza, recargando su bello rostro en mi hombro y mojándolo con su tristeza. Sus brazos me rodeaban completamente, tanto que no podía mover mis propios brazos para corresponder. Escuché sus sollozos muy cerca de mi oído, cerré los ojos para dejarme empapar de su aroma. Alzó un poco la cara y tomó la mía con sus manos. Me miró con esos hermosos ojos azules, que asemejaban dos lagos desbordados. Puse mis manos sobre las suyas, sentía su respiración tan cerca de mí que su aliento se iba a mis pulmones. Me lamí los labios, estaban secos. Adonis era mi profesor, del cual estaba profundamente enamorada, y no pude evitarlo. Lo besé.
Contrariamente a lo que pensé, correspondió. Dejó entrar mi boca en la suya y me besó. Luego de unos segundos tomó mi rostro con delicadeza y me alejó.
  —No puedo hacer eso...—dijo con tristeza. Seguía teniendo lágrimas en los ojos, la carita roja por el llanto—. No puedo profanar tu inocencia con mis labios sucios, eres tan solo una niña.
Agaché la cara intentando no llorar, no quise hacerlo sentir peor de lo que estaba, preferí dejar así las cosas, olvidarme de que alguna vez me habló de una forma distinta, que alguna vez subí ese auto, empapado de su aroma, que alguna vez sus labios me besaron. Era lo mejor.
Caminé alejándome de él, lo escuché llamarme pero no volteé; contuve el llanto hasta estar en la comodidad de mi cama, con la puerta cerrada y la música a un volumen alto. Lloré abrazando mi almohada. Me había enamorado de Adonis, lo amaba y me dolía que no podía ser realidad.
Los días siguientes, las clases de filosofía pasaron normalmente. Adonis impartía los temas, encargaba trabajos y tareas, era como si el beso y la comida en el restaurante jamás hubiesen pasado. Me sonreía igual que siempre, su rostro satisfecho al responder a sus preguntas, su entusiasmo, todo era igual. Fue un 13 de agosto cuando volvimos a hablar fuera de la clase. Sonó el timbre y todos nos apresuramos a guardar nuestras cosas.
  —Verónica, ¿podrías venir un momento, por favor?—dijo. Mis compañeros de clase no se inmutaron, era algo normal, ¿no?
Me acerqué al escritorio, Adonis estaba guardando unas carpetas en el maletín.
 —¿Qué necesita, profesor?—pregunté aparentando naturalidad.
Alzó el rostro y me miró sonriendo.
 —Hola, ¿cómo te ha ido?
Su pregunta me desconcertó, pero aún así le respondí:
 —Normal, nada nuevo.
Sonrió de lado.
 —¿Quieres ir a comer?—dijo colgándose el maletín al hombro y caminando a la salida.
 —¿Yo?—pregunté estúpidamente. Se detuvo, puso falsa expresión de reproche y luego sonrió.
 —No saldría con alguien más—se acercó y me tomó por la muñeca, me jaló suavemente para que caminara. Me llevó en su auto al restaurante de la vez anterior, hicimos el pedido y comenzó a sacar plática.
 —¿Has leído algo nuevo?
 —Recientemente leí Edipo—respondí rozando el bordado del mantel con los dedos.
 —Oh, qué interesante...—dijo mirándome a los ojos—. Me recordó al famoso Oráculo de Delfos, ¿sabes?
 —Me hubiera gustado que el oráculo siguiera existiendo—comenté—. Bueno, si es que realmente existió.
 —A mí también.
 —¿Qué le hubiera preguntado?—dije a mi vez. Adonis pensó un poco.
 —Le preguntaría por qué habrá puesto a cierta persona en mi camino, si no puedo acercarme a ella como quisiera.
 —¿De qué habla?
 —Estoy enamorado de ti, Verónica. Me gustas, quiero conocerte más, pero mi ética y la ley me lo prohíben. Estoy enamorado de ti, eres mi pequeña utopía, mi amor platónico porque sólo existe en mi mente y no en la realidad. Eres mi idea favorita, mi logos. Eres todo, Verónica.
Sus palabras me tomaron por sorpresa. Agaché la cara, tenía la vergüenza reflejada en el color de mis mejillas. No sabía qué hacer o responder, así que no hice ni dije nada. Pronto el mesero llegó con el pedido y comenzamos a comer, sin decir palabra. Al terminar pagó la cuenta y fuimos a su auto. Subimos, nos abrochamos el cinturón. Adonis puso ambas palmas al volante, pero no encendió el auto.
 —Disculpa si te incomodé—dijo al fin sin mirarme.
 —No se preocupe, profesor—volteamos a mirarnos y ocurrió de nuevo, nuestros labios se volvieron a juntar.
Salimos juntos alrededor de seis meses, a diario después de las clases me invitaba a comer, la excusa que usé en casa era que me quedaba a hacer servicio social en la biblioteca.
Después de comer íbamos a pasear, a visitar museos o a su casa a leer mitos griegos. A veces me besaba, muy lento, muy suave. Llegó un momento en que los besos dulces fueron subiendo de tono, me recostó en el sillón y con ternura me hizo suya. Su nerviosismo y torpeza me hicieron sospechar que Adonis era casto. Sus besos y sus caricias eran de todo menos lascivas, me trataba con una delicadez extrema, como si temiera romperme en pedazos con el movimiento de sus caderas. Me dio la libertad de poseerlo, poniéndome encima suyo. Mantuvo sus manos firmes en mis caderas mientras yo me movía pausadamente, no sabía hacerlo de otra forma. Cuando estuvo a punto de llegar al éxtasis, me hizo bajar de encima suyo. Nuestra irresponsabilidad nos hizo tener que tomar medidas: la cápsula de emergencia.
Los encuentros se fueron haciendo cada vez más frecuentes, perdimos el pudor y ganamos experiencia, la ternura persistía en cada beso, en cada movimiento de caderas. Nos amábamos.
Todo cambió aquel 10 de septiembre. Dos días antes habíamos tenido un encuentro, prometió verme al día siguiente en clase, pero esto no sucedió. Los jóvenes estaban felices charlando, algunos aliviados porque no habían hecho los deberes. Yo estaba mal, preocupada. Adonis no se presentó a clases ese día. Tampoco fue por mí al estacionamiento de la escuela. Pensé en buscarlo, pero mejor esperé.
Ese trágico 10 de septiembre el director fue a nuestra clase y habló.
—El profesor Adonis murió.
No escuché los detalles. La simple y desgarradora frase acaparó mi atención en su totalidad. Un remolino me daba vueltas en la cabeza y me impedía pensar.
Luego de superar el shock gracias al director, éste mismo me dijo que Adonis tuvo como última voluntad que fuese a su funeral.
—¿Por qué no me llamaron para ir a verlo a donde agonizaba?—pregunté al director estando a solas en su oficina.
—Adonis no quiso que sufrieras—respondió el hombre acongojado.
Adonis murió por culpa de un conductor irresponsable, que por causa de la embriaguez se pasó una luz roja y lo atropelló.
La pérdida de sangre hizo que muriera unas horas después, dejando como última voluntad que fuese yo a su funeral y conservara sus cenizas.
El funeral fue ese mismo día. El sol brillaba, contrario a la escena típica de los entierros y cremaciones.  Primero le hicieron misa de cuerpo presente. Me acerqué al féretro para verlo por última vez. Abrí la tapa y lo miré, parecía estar dormido, sólo que sus mejillas ya no tenían color y sus labios estaban secos. Me incliné un poco para besarlo, después, volví a cerrarla.
¿Cómo es posible que estas cosas pasen? Que te arranquen tu existencia de un momento a otro, que sea tan efímero el sentimiento de felicidad. ¿Por qué? me pregunté una y otra vez, y no he obtenido respuesta. 
Soy una asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible.
Ojalá hubiera podido encontrar un tratado que me ayudara a vivir feliz luego de semejante pérdida. Ojalá hubiera podido estar preparada para ello. Nadie tomará su lugar nunca, de eso estoy segura. Adonis seguirá siendo siempre el dueño de mi vida.


miércoles, 8 de junio de 2016

Esquizofrenia.



Don't stop me now, I'm having such a good time...
Déjame en paz, ¿quieres? Si tan sólo fueras tú quien se largara, pero no, sigues aquí, puto chicle pegajoso. No me puedo deshacer de ti por más que lo intente, y vaya que lo he intentado, y eres testigo de eso, y te vale madre, sigues aquí jodiéndome la existencia. Sabes que la enfermedad me está haciendo perder el sentido de la realidad, y te aprovechas porque sabes que te amo. Claro, también porque sabes que tengo zafado un tornillo.

Piensas que no me doy cuenta de tus mentirotas, eh. Pero soy muy lista, soy más lista que tú. Piensas que estoy apendejada contigo, ¿qué? ¿te crees muy guapo? Pues no, estás bien culero pero así me gustas, y lo sabes, y te aprovechas, y don't stop me now... if you wanna have a good time, just gimme a call!

Ya cállate, Eugenia. Sigues jodiendo con esa canción de Queen. Ni le hagas a la loca, deja de fingir que estás enferma, deja de evadir nuestras peleas. ¡Mírame, Eugenia! Detesto esa mirada vacía, deja de cantar esa canción, con una chingada.

Piensa lo que quieras, joder. Yo sé muy bien lo que siento por ti. Sé que es muy ojete de mi parte que te eche toda la culpa a ti, pero, ah... te me metiste entre los ojos, Eugenia. Me seduciste con tu locura, tu sonrisa encantadora, tus ojos negros al igual que tu cabello. Tus curvas, tu voz suave pero firme. Tu forma de escribir, ay, esos poemas. Lástima que tu enfermedad te haya impedido seguir con la poesía. Bueno, si es que en realidad existe esa enfermedad. A veces siento que te haces pendeja, qué casualidad que no quieras ir con un psiquiatra para que nos ayude.

¿Sabes qué es lo que más odio? Esos periodos de lucidez en los que todo está bien, podemos amarnos, estar en armonía... y que de pronto, ¡a la verga! que te pones pinche loca y mandas todo a la tiznada. Te refugias en un rincón y sólo cantas esa puta canción que ya me tiene hasta la coronilla. No entiendo, no sé qué hacer, no sé si creer en tu enfermedad o no. Ya, ya no sé...

I wanna make a supersonic man out of you... Martín, te quiero, cariño. Déjame tocar tu cara... vamos, no llores ¿qué pasa? No entiendo por qué estás así. Creo que sería bueno que paseemos un rato, quizás así se te olvida lo que sea que te haya hecho sentir mal.

Oh, vamos. No sé de qué estás hablando, no necesito ningún psiquiatra, no estoy enferma.

Esto me cansa cada vez más, no sé si pueda soportar esto, Eugenia. Llevas ya dos días sin salir de tu bloqueo, no encuentro la manera de ayudarte, debo llevarte a un hospital psiquiátrico, necesitas ayuda...

Yo no necesito ninguna pinche ayuda, yo estoy bien, pa' que veas. Amor, en verdad, dime por qué estás tan desanimado... I'm traveling at the speed of light... Deja esa pistola, Martín, ¡no! Deja esa arma, no jales el gatillo, ¡MARTÍN...!

viernes, 3 de junio de 2016

Apocalipsis.

Un fuerte vendaval de ilusiones me mantuvo pegada al teléfono incontables veces. Llamaradas de pasión que antaño se mantuvieron contenidas por el miedo, por fin son libres. El vacío que se incrementaba por fin procede a ser llenado. Se esparcen por el aire las promesas sin cumplir. La intensidad del dolor se atenúa mientras todo se esclarece.
Mis brazos son cortos y torpes, no pueden cogerlo todo de una sola vez. La sed aumenta, el temblor persiste y el regocijo es lo único que puede mantenerme en pie.
La marea me introduce en un vaivén de orgasmos cardíacos. El deseo no es capricho de mi cuerpo, sino de mi corazón. La consciencia me pide a gritos que me deje llevar por la corriente y, por primera vez, la escucho.
La brevedad del amor representa un santiamén de la vida. Los suspiros son aún más efímeros que nuestra propia existencia. Lo demás perdura, mas la vida llega siempre y después termina. Habrá un momento en el que ya no exista nada. ¿Hacia dónde se irán los suspiros de los amantes? Los rastros de los besos, las caricias, las miradas. ¿Es posible que las ideas y los sentimientos sean intangibles? Si los recuerdos duelen, hieren, se sienten, ¿por qué no los vemos? ¿A dónde va todo aquello? ¿Sería inútil tratar de capturar un sentimiento?

jueves, 2 de junio de 2016

Lanzas.

En la pared hay una sombra, es del barandal de mi ventana. Los picos que lo ornamentan, en la sombra, parecen lanzas. Mis piernas se retuercen y mi mano izquierda pellizca y estruja las sábanas. Mi cabeza dice que no, pero mis piernas siguen abiertas. Mi cuerpo quiere jugar y me hace imaginar que el tacto rugoso de mis dedos son tus papilas. Estoy ahogándome con mis propios gemidos, mis dedos están acalambrándose por tanto placer frustrado. Mis manos mediocres no pueden darme la satisfacción que un solo roce de las tuyas, me brinda. La humedad entre mis piernas aumenta con sólo escucharte susurrándome en la oreja. Desaparece tu cuerpo, fúndelo con el mío, olvidemos por un rato quiénes somos y a dónde vamos. Corramos las cortinas y pongamos el cerrojo a la puerta. Ayúdame a no tener que revolcarme más entre mis sábanas vacías, succiona mis desengaños y endurece las cumbres de mis senos con tu lengua y tus dientes, hazme creer que mi cuerpo explotará de un momento a otro.
Por mi parte, intentaré mostrarte un lado de mí que no conoces. Te mostraré cómo es que una mujer puede montar a un hombre indomable, hacerlo suyo, cubrirlo de sudor, y dejarlo con las piernas débiles y adoloridas. Si me permites, exploraré cada uno de los rincones de tu cuerpo, mis manos tomarán con decisión el asta que enarbola los territorios inhóspitos de tu santuario, pidiéndome que arribe, que tome posesión del terreno, no obstante de mi hambre de orgasmos, seré dulce en mis movimientos. Mis manos se moverán gentilmente hacia arriba y hacia abajo, y mi lengua se paseará suave por aquellos alrededores; conocerás el cielo y el infierno al mismo tiempo: te haré sentir la gloria por momentos, y en otros, arderás.
Quiero ver aquella mirada con la que me desnudaste por primera vez, quiero que esos ojos me griten que tienen tanta hambre como yo, porque el resoplar en el cuello y el palpar entre las piernas, ya no son cosa suficiente.
Necesito una buena dosis de ti, de tu propia humedad escurriendo entre mis muslos, de la hostilidad de tus vaivenes, de la suavidad de tus caricias, de la firmeza de tus dientes dejando su ruta grabada en mis hombros, en mis senos, en los dedos marcados alrededor de mi cintura, del desborde del placer a través de un gemido. Sosiégame, y luego caigamos rendidos entre el montón de sábanas anegadas, mirando el barandal que proyecta su sombra amenazante sobre mi pared.



miércoles, 1 de junio de 2016

Podríamos ser eternos.

Ayer, mientras volvía a casa, vi un par de manchas de sangre en el pavimento; me pregunté mentalmente de quién serían. El olor del viento, al igual que la falta de transeúntes, anunciaba que la noche estaba ya profunda. Subí a la banqueta con cuidado de no tropezar, como casi siempre me pasa. Una sonrisa salió espontáneamente de mis labios al recordarte, seguido de ella, un suspiro profundo al recordarnos. Nos salió tan natural amarnos. Me miras, y al hacerlo, siento como si ese par de ojos pudiesen ver en lo más hondo de mi alma, como si pudiesen sacudirla con cada parpadeo. Cuando me tocas, siento como si tus manos estuviesen hechas a la medida exacta de mi cuerpo, como si tus dedos encajaran perfectamente al entrelazarse con los míos. Siento como si tu risa estuviese a una frecuencia de sonido que tiene un efecto en mi sistema nervioso, como una droga auditiva. Tu forma de ser me hace sentir muy pequeña junto a ti. Pero a cada momento me recuerdas lo grande que soy, y eso es magnífico. Contigo no tengo límites.
Me puse a reflexionar antes de dormir. El techo de mi habitación se convierte en mi lugar predilecto para dirigir la mirada y visualizar la tuya grabada allí. Es en medio de la noche cuando mi mente deja de hacer ruido. ¿Te has puesto a pensar en nosotros? Y no me refiero a nosotros dos expresamente. Sino que, ¿te has preguntado de dónde venimos? ¿Por qué nos conocimos? ¿Qué fue lo que nos trajo a donde estamos ahora? ¿Dios? ¿El “hilo rojo del destino”? ¿Será cierto que tu meñique y el mío están atados por un hilo que en realidad no podemos ver? ¿Sabes qué es lo interesante del tiempo? No podemos experimentar con él, el pasado y el futuro no existen de la misma forma en que existimos, de la misma forma en que existen las partículas, la energía. La teoría “del jueves pasado” dice algo como que todo lo que nos rodea, tú, yo, nuestros recuerdos, nuestras fotos, el universo, las estrellas, los libros que leímos, los que no hemos leído… todo eso, fue creado el jueves pasado. O hace cinco minutos. O bien, puede que todo haya aparecido hace una décima de segundo. No hay manera de decir que esta teoría es falsa. ¿O acaso conoces alguna forma de falsearla? Es interesante, ¿no? ¿Cómo sabemos si en realidad no reencarnamos? ¿Cómo sabemos si en realidad estamos conectados, si en otro universo nuestras almas se juntaron, para después separarse? Y que, después de miles de millones de años, pudimos volver a estar juntos. Podríamos ser eternos, podríamos morir y revivir siendo un cauce y el río que pasa por él; podríamos renacer siendo una estrella binaria: orbitando una alrededor de la otra, convirtiéndonos en uno solo. Podríamos ser eternos, o tal vez, pasajeros. ¿Cómo saber si no existimos desde hace apenas un lustro? ¿Cómo saber si, simplemente somos nada más que una coincidencia? Porque, la ciencia es fría. Por muy extraño que parezca al principio, según las matemáticas, si se tiene el tiempo suficiente, y según la psicología, si se tiene el interés suficiente, se encontrarán coincidencias y conexiones, incluso poco probables. Pero las cosas accidentales y extraordinarias ocurren todo el tiempo. No es realmente tan extraordinario. Puede ser que el haberte conocido no sea más que una coincidencia. Pero ¿sabes? Eres la mejor coincidencia que me ha pasado. Y aunque sé que lo más probable es que tus manos en realidad sólo encajen bien con mi cuerpo por pura coincidencia, que el haberte conocido no sea producto de nada místico y sobrenatural; aunque sé que cada día despertamos siendo alguien distinto, que al dormir nuestra consciencia muere un rato y que, al despertar, somos otros; que los átomos que nos componían cuando nacimos no son los mismos que nos componen ahora, ni serán los mismos que lo harán en cinco años; a pesar de todo esto, te amo.
Podríamos ser eternos, podríamos ser efímeros. Podríamos ser la entropía del Universo. Podríamos, incluso, no ser. En realidad, no lo sabremos, pero es que nos salió tan natural amarnos que incluso me atrevo a pensar que estamos juntos desde hace miles de eones. Incluso me atrevo a pensar que, fuera cual fuera el caso, tú y yo terminaríamos juntos. Y es que, nos salió tan natural amarnos que podríamos ser eternos.