¿En qué estabas pensando cuando fuiste corriendo hacia mí? Alardeas,
y repites a cada instante que tú no corres. Pero aquella vez lo hiciste. Justo ahora
no puedo encontrar las rosas que dejé en la cocina, y mis piernas están frías
por haber estado tanto tiempo afuera. Es de madrugada, la noche está fresca,
mis pupilas se encuentran fijas en las tuyas a pesar de que estás con los ojos
cerrados, a un par de kilómetros de aquí, quizá en una posición cómoda en la
que te gusta dormir. Es muy probable que uno de tus pies cuelgue de la cama.
Sé que no tienes reparo alguno en fornicar sobre la misma
cama donde duermen tus padres. ¿En qué estabas pensando cuando te colocaste
entre mis piernas? Una mosca no deja de rondar por mis manos, me molesta y no
me deja concentrarme. La lluvia ha dejado unos cuantos charcos en la banqueta,
y a pesar de que llueve, en el ambiente no hay petricor. Me repugnan tantas cosas
que incluso había olvidado al estar en mi idilio. Y quizá la oxitocina en mi
cerebro me cegó por mucho tiempo, haciéndome creer que eras perfecto; me
encerré contigo en una jaula de pretensiones, y no podía mirar todo lo malo que
había en ti. El asunto que tantas veces me molestó de otras personas, me poseyó
al momento de tenerte junto a mí: no podía ver tus defectos. Los detalles tan
hermosos de tu rostro, tus lunares, tus cicatrices, la mancha que tienes en el
brazo, tu manera tan peculiar de hablar, tu cabello cuidadosamente acomodado —a
tu gusto—, no eran más que la combinación de la simpleza de una persona. No veía
que estábamos rodeados de vacuidad, destazando nuestros deseos en un afán de
hacernos sentir especiales, perfectos y amados. Estábamos aferrados a
reproducir la perfección del idilio, pero se nos perdió la determinación en el
camino. Y al final quedamos totalmente desnudos sin poder realmente llegar a
vernos. Nos quitamos las caretas y no nos reconocimos.
Cierta vez me dijiste que mirar mis ojos era como mirar el
cielo en una noche despejada, por el simple hecho de que no pensabas en nada al
hacerlo. Solo lo hacías. Derretías mi cordura con un par de parpadeos, me
robabas el aliento al susurrarme algo al oído. ¿Dónde quedó eso? Quién sabe, no
me importa, no buscaré en ti lo que, de sobra, sé que no encontraré jamás. Todo
eso se encuentra en un baúl dentro de mi memoria, como prueba de que alguna vez
existimos de aquella estúpida manera.
Dejaste de ser perfecto para mí, y el pedestal en el que te
hallabas se quebró, haciéndote caer al suelo, obligándome a reconocerte como un
simple mortal, como un ser humano más con el que compartiré uno, o varios, o
miles de momentos. Caí en cuenta de que somos solo dos vanas existencias con
sentimientos en común, que no somos el resultado de un plan divino ni mucho
menos del destino. ¿Recuerdas cuando creíamos que nuestras manos habían sido
hechas para estar entrelazadas? ¿Recuerdas cuán romántico nos parecía este
pensamiento? Pero, analizando un poco más, me di cuenta de que si estamos
de la mano todo el tiempo, no podremos caminar por terrenos irregulares. En
algún momento tendríamos que soltarnos. Necesitamos caminar libres, sin
atarnos. No fuimos hechos para estar juntos; lo hemos decidido. No nos une nada
más que nuestra convicción, nuestro apego, llamémosle amor a lo que sentimos,
aunque no encontremos el término. Somos raros a nuestro estilo, a pesar de ser
solo una parte de la inmensa humanidad. Seguro que hay muchas personas iguales
a nosotros, y una parte de mí siente lástima de que pueda existir uno o más
individuos con la misma mente de mierda que tú y que yo, pero qué se le va a
hacer. ¿Qué pensabas esta mañana al despertar? A estas alturas ya no me hiere
que tu mente no esté ocupada pensando en mí desde temprano. Porque yo tampoco
lo hago más, aunque sigues presente en cada momento de mi vida. Simplemente dejamos
atrás las pretensiones y las fachadas, ambos sabemos qué clase de personas
somos, y a pesar de ello seguimos juntos. Sé que eres un imbécil, y tú sabes
que estoy demente, pero hemos decidido trascender a través de esos absurdos
detalles.
Y lo mejor que pudimos hacer fue echar a la basura todas
aquellas falacias, sin importarnos los momentos incómodos y dolorosos que
vendrían después. Al abofetearnos con la verdad, fue como verdaderamente
comenzamos a amarnos.