miércoles, 12 de octubre de 2016

Ad hominem.

¿En qué estabas pensando cuando fuiste corriendo hacia mí? Alardeas, y repites a cada instante que tú no corres. Pero aquella vez lo hiciste. Justo ahora no puedo encontrar las rosas que dejé en la cocina, y mis piernas están frías por haber estado tanto tiempo afuera. Es de madrugada, la noche está fresca, mis pupilas se encuentran fijas en las tuyas a pesar de que estás con los ojos cerrados, a un par de kilómetros de aquí, quizá en una posición cómoda en la que te gusta dormir. Es muy probable que uno de tus pies cuelgue de la cama.
Sé que no tienes reparo alguno en fornicar sobre la misma cama donde duermen tus padres. ¿En qué estabas pensando cuando te colocaste entre mis piernas? Una mosca no deja de rondar por mis manos, me molesta y no me deja concentrarme. La lluvia ha dejado unos cuantos charcos en la banqueta, y a pesar de que llueve, en el ambiente no hay petricor. Me repugnan tantas cosas que incluso había olvidado al estar en mi idilio. Y quizá la oxitocina en mi cerebro me cegó por mucho tiempo, haciéndome creer que eras perfecto; me encerré contigo en una jaula de pretensiones, y no podía mirar todo lo malo que había en ti. El asunto que tantas veces me molestó de otras personas, me poseyó al momento de tenerte junto a mí: no podía ver tus defectos. Los detalles tan hermosos de tu rostro, tus lunares, tus cicatrices, la mancha que tienes en el brazo, tu manera tan peculiar de hablar, tu cabello cuidadosamente acomodado —a tu gusto—, no eran más que la combinación de la simpleza de una persona. No veía que estábamos rodeados de vacuidad, destazando nuestros deseos en un afán de hacernos sentir especiales, perfectos y amados. Estábamos aferrados a reproducir la perfección del idilio, pero se nos perdió la determinación en el camino. Y al final quedamos totalmente desnudos sin poder realmente llegar a vernos. Nos quitamos las caretas y no nos reconocimos.
Cierta vez me dijiste que mirar mis ojos era como mirar el cielo en una noche despejada, por el simple hecho de que no pensabas en nada al hacerlo. Solo lo hacías. Derretías mi cordura con un par de parpadeos, me robabas el aliento al susurrarme algo al oído. ¿Dónde quedó eso? Quién sabe, no me importa, no buscaré en ti lo que, de sobra, sé que no encontraré jamás. Todo eso se encuentra en un baúl dentro de mi memoria, como prueba de que alguna vez existimos de aquella estúpida manera.
Dejaste de ser perfecto para mí, y el pedestal en el que te hallabas se quebró, haciéndote caer al suelo, obligándome a reconocerte como un simple mortal, como un ser humano más con el que compartiré uno, o varios, o miles de momentos. Caí en cuenta de que somos solo dos vanas existencias con sentimientos en común, que no somos el resultado de un plan divino ni mucho menos del destino. ¿Recuerdas cuando creíamos que nuestras manos habían sido hechas para estar entrelazadas? ¿Recuerdas cuán romántico nos parecía este pensamiento? Pero, analizando un poco más, me di cuenta de que si estamos de la mano todo el tiempo, no podremos caminar por terrenos irregulares. En algún momento tendríamos que soltarnos. Necesitamos caminar libres, sin atarnos. No fuimos hechos para estar juntos; lo hemos decidido. No nos une nada más que nuestra convicción, nuestro apego, llamémosle amor a lo que sentimos, aunque no encontremos el término. Somos raros a nuestro estilo, a pesar de ser solo una parte de la inmensa humanidad. Seguro que hay muchas personas iguales a nosotros, y una parte de mí siente lástima de que pueda existir uno o más individuos con la misma mente de mierda que tú y que yo, pero qué se le va a hacer. ¿Qué pensabas esta mañana al despertar? A estas alturas ya no me hiere que tu mente no esté ocupada pensando en mí desde temprano. Porque yo tampoco lo hago más, aunque sigues presente en cada momento de mi vida. Simplemente dejamos atrás las pretensiones y las fachadas, ambos sabemos qué clase de personas somos, y a pesar de ello seguimos juntos. Sé que eres un imbécil, y tú sabes que estoy demente, pero hemos decidido trascender a través de esos absurdos detalles.

Y lo mejor que pudimos hacer fue echar a la basura todas aquellas falacias, sin importarnos los momentos incómodos y dolorosos que vendrían después. Al abofetearnos con la verdad, fue como verdaderamente comenzamos a amarnos.