martes, 5 de diciembre de 2017

Nido de cuervos.




Acercándose el arribo del invierno, salí de casa a medianoche. Me quedé en el porche mirando el cielo negro y las estrellas. No recordaba desde cuándo no me detenía a mirarlas, siendo que antaño era de mis actividades preferidas. De observarlas tan seguido que podía toparme estrellas fugaces decenas de veces, pasé a olvidar cómo se sentía perderme en su inmensidad.
Lo que pasó conmigo es que me metí a un nido de cuervos siendo una paloma inocente. Y luego de ocho meses de vivir enclaustrada en ese nido sin ventanas ni luz ni nada, decidí salir un momento. Con las alas un poco heridas por los picotazos de los negros y crueles cuervos, decidí mirar. Las estrellas se veían como siempre, y las constelaciones seguían ahí y a nadie allá arriba le importaba si me aparecía por ahí para verlas o no. ¿Dónde reside la importancia de vivir, de volar, de mirar el cielo, de sentir, solo sentir? No recuerdo cómo llegué al nido, pero sabía que era mi único hogar. Sabía que no podría ser comprendida ni mucho menos querida en ese lugar, que era solo un refugio del mundo, un sitio frío y oscuro, y duro, y que raspa en todas partes el solo respirar ahí. Y también estaba consciente, y tristemente consciente de que nadie llegaría para sacarme de ahí. Estaba tan plenamente consciente de que no nací para ser salvada, ni para ser plena, ni para estar contenta. Que nací para buscar ramitas para el nido de cuervos que me alimenta.
Y que, tarde o temprano, me sacarán los ojos.