Acercándose el arribo del
invierno, salí de casa a medianoche. Me quedé en el porche mirando el cielo
negro y las estrellas. No recordaba desde cuándo no me detenía a mirarlas,
siendo que antaño era de mis actividades preferidas. De observarlas tan seguido
que podía toparme estrellas fugaces decenas de veces, pasé a olvidar cómo se
sentía perderme en su inmensidad.
Lo que pasó conmigo es que
me metí a un nido de cuervos siendo una paloma inocente. Y luego de ocho meses
de vivir enclaustrada en ese nido sin ventanas ni luz ni nada, decidí salir un
momento. Con las alas un poco heridas por los picotazos de los negros y crueles
cuervos, decidí mirar. Las estrellas se veían como siempre, y las constelaciones
seguían ahí y a nadie allá arriba le importaba si me aparecía por ahí para
verlas o no. ¿Dónde reside la importancia de vivir, de volar, de mirar el
cielo, de sentir, solo sentir? No recuerdo cómo llegué al nido, pero sabía que
era mi único hogar. Sabía que no podría ser comprendida ni mucho menos querida
en ese lugar, que era solo un refugio del mundo, un sitio frío y oscuro, y
duro, y que raspa en todas partes el solo respirar ahí. Y también estaba consciente,
y tristemente consciente de que nadie llegaría para sacarme de ahí. Estaba tan
plenamente consciente de que no nací para ser salvada, ni para ser plena, ni
para estar contenta. Que nací para buscar ramitas para el nido de cuervos que
me alimenta.
Y que, tarde o temprano,
me sacarán los ojos.