Bonnie era una chica bajita, delgada, de cabello gris y ojos
azules cristalinos; tendría al menos veintiocho años. Había pensado alguna que
otra vez, qué tanto tiempo de su vida habría estado consciente de su propia
existencia. Cogió su mochila de cuero negro, la cual era más pequeña que su
espalda; le introdujo un viejo reproductor mp3 de bolsillo, audífonos de
cascos, una barrita energética, una botella de agua, a su osito de peluche “Mitty”,
se colgó una chaqueta de la cintura y salió de casa: un sitio oscuro, húmedo,
lleno de latas medio vacías de cerveza, botellas de refresco y cajas a medio
comer de comida china, y cerró la puerta con llave para no volver a abrirla
nunca.
Al ritmo de There is a
light that never goes out, Bonnie fue caminando por las calles medio vacías,
brincoteando entre paso y paso. Después de algunos semáforos, llegó a un
callejón un poco oscuro. Se adentró en él, mostrando en su porte la confianza
de alguien que estuvo allí antes. «Vamos a la Luna», rezaba un grafiti
mal hecho en un contenedor de basura. Una sustancia viscosa y verde lo rodeaba,
pero Bonnie no dudó ni un segundo y saltó dentro. De acuerdo con lo que uno
podría pensar y, por sentido común, imaginaríamos que Bonnie terminó llena de mugre
y rodeada de bolsas de basura, pero no. En cambio, cayó en un vórtice oscuro con
destellos de neón, para posteriormente alunizar
en un sitio gris y polvoso. El cielo era negro, pero las estrellas lucían
hermosas. Casi todo estaba oscuro a su alrededor, pues se encontraba en el lado
oscuro de la Luna.
Bonnie miró a todas partes, como buscando algo. Pero buscaba
a alguien. Ese alguien era como un hombre de
piedra, si es que se le pudiese llamar «hombre» a él, que no era de la
Tierra. A decir verdad, Bonnie tampoco era terrestre, pero había vivido toda su
vida allí, esperando tener veintiocho años para poder volver al sitio que la
vio nacer. Bonnie era la personificación del conejo de la Luna, que no era más
que un trozo de roca girando alrededor de la Tierra. La Luna estaba viva, al
igual que lo está la Tierra. Sabemos que la Tierra vive por sus erupciones volcánicas, por los terremotos, por el agua
y la vegetación, pero… ¿la Luna?
El satélite único de la Tierra poseía una manera muy
peculiar de albergar cierto tipo de vida,
que es la que los humanos no alcanzan a concebir de manera consciente.
Bonnie no podía encontrar a su amado hombre de piedra, que
llevaba por nombre «Carter». A pesar de ser el conejo de la Luna, debía cuidarse
de los muertos vivientes que habitaban los cráteres, cuevas y demás sitios
recónditos en la superficie lunar. Uno puede pensar que el suelo de la Luna es casi
plano, pero no. Enormes valles, profundas cuevas y altísimas montañas brindaban
un extraño refugio a los hombres y mujeres sin vida, con pieles verdes, que
simplemente rondaban el satélite sin saber qué hacer, sin tener consciencia de
su existencia.
—Acaso
ellos… ¿estarán vivos? —se dijo a sí misma en voz baja.
—Nunca he
sido defensor de estas formas de vida—dijo Carter apareciendo de pronto tras
ella—. Quien no tiene consciencia de sí mismo, y no tiene un camino, no puede
albergar vida.
—¿No crees
que es muy tonto limitar a la vida de esa manera? Es un fenómeno hermoso. Si conocieras
la Tierra… está claro que no es el mejor lugar para vivir (pues mi lugar ideal
se encuentra donde estás tú), pero las plantas, los animales, ellos no tienen
consciencia de que existen, entonces, ¿no son una forma de vida?
—Hablando
de ello de la manera en que lo haces, podría decir que sí, Bonnie. Has ido y vuelto
de la Tierra incontables veces a través de los años. Siempre en períodos de veintiocho
años. Y yo te espero aquí, y reflexiono sobre lo que puedes alcanzar a
platicarme durante los veintiocho años que te quedas conmigo. Pero siempre estaré
de acuerdo en que la vida, la muerte, el amor, todo eso son abstracciones que
creamos para darle sentido a lo que sea que nos rodea. No existen a menos que
nosotros tengamos la capacidad cognitiva de crear esa idea.
—En
ocasiones, te pones muy filosófico. Es sorprendente viniendo de un hombre de piedra—dijo
Bonnie en tono burlesco. Carter arqueó una dura ceja, y saltaron algunas piedrecillas.
—Puede ser,
pero no dejo de tener razón. Bienvenida, por cierto.
—Es tan
fácil para ti hablar sobre «abstracciones». Yo no entiendo mucho de eso, sin
embargo, me lo pregunto muy a menudo.
—Es simple
lógica, Bonnie (que la lógica también es una abstracción). Tan solo piensa en
esto—Carter se arrancó un trozo de piedra del brazo—: Si arrojo esta piedra al
suelo, y cae, pero no hay nadie que pueda escuchar o mirar, ¿hace ruido al
caer? ¿Acaso existe la piedra?
Bonnie frunció el ceño y agitó la cabeza.
—No sé.
—Todo lo
que ocurre en el Universo debería tener un espectador para saber que realmente contó el hecho de que sucediera. Si una
estrella agoniza a mil quinientos años luz de nosotros, no nos damos cuenta. Entonces,
para nosotros no sucedió. Para nadie, de hecho. Todo ocurrió en vano, sin nadie
que pudiese procesarlo—explicó Carter. De pronto, escucharon un grito
desgarrador y olieron lo que parecía ser sangre fresca.
Corrieron a donde provenía aquel horrible sonido, cuidándose
de no ser vistos por los muertos vivientes.
—Otro
vagabundo cayó en el portal, ¿lo dejaste abierto? —le regañó Carter.
—Puede ser,
pero también es inevitable. Es una lástima—se lamentó Bonnie encogiéndose de
hombros. Esta escena era bastante común en la Luna.
Aprovechando la distracción del pequeño grupo de zombis,
Carter y Bonnie caminaron a donde se encontraba su humilde hogar. Carter, con
un movimiento de mano, hizo abrirse un hueco en lo que parecía ser una montaña;
después cerró la entrada.
Era un sitio amplio y poco acogedor para un humano promedio.
Muebles de piedra, luz platinada y parda, pero era su hogar, al cual Bonnie
nacía cada vez ansiando por volver a él.
—¿Alguna
vez te has preguntado por qué vienen aquí? —preguntó Bonnie.
—¿Quiénes?
¿Los zombis? —dijo Carter—. Me lo he preguntado muchas veces. Nunca se
mantienen más de veintiocho días aquí. Van desapareciendo, y cada uno, como
bien sabes, deja un cráter. Con cada uno que aparece, me vuelvo más fuerte.
—Hay
demasiados humanos en la Tierra. No hallo posible que cada uno que muera
termine aquí, pues hay relativamente menos zombis en la Luna—teorizó Bonnie sentándose
en una especie de sillón de piedra.
—Eres
siempre tan preguntona y curiosa—le dijo Carter dándole una palmadita en la
cabeza y sentándose junto a ella.
—Y tú eres
tan duro, pero aún así te abrazo—Bonnie lo abrazó por el cuello, sus brazos frágiles
se rasguñaron un poco por la aspereza de Carter. Él sonrió, y algunas piedrillas
saltaron al suelo—. ¿Sabes? Me gusta pensar que a la Luna llegan los humanos
que más sufrieron en vida, que permanecen aquí en la espera de volver a la
Tierra en un cuerpo nuevo, que les brinde los placeres que no tuvieron. Es bonito
creer que vuelven a un lugar mejor.
—Siempre
tan soñadora—Carter sonrió de nuevo, preparándose para las preguntas y suposiciones
del conejo de la Luna por los siguientes veintiocho años.
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