jueves, 4 de octubre de 2018

Finales felices.



         —Ahórrame el trabajo de asesinarte—dijo Daemon. Sus ojos reflejaban la furia de un animal contenido, los cabellos blancos caían por su entrecejo y sienes; estaba despeinado. Una pequeña mujer, con pecas cafés por todo el rostro, las mejillas sonrosadas y el cabello rubio cobrizo rizado, lo miró sin el menor temor en sus pupilas. A pesar de las palabras de aquel ser, a ella se le notaba embelesada.
         —Sé que no quieres matarme; si lo desearas, lo habrías hecho hace mucho. Me superas en tamaño y más aún en fuerza. Pero sabes, sabemos que no es lo que quieres—dijo ella con voz suave, acariciándole el pecho.
         —¿Y qué es lo que quiero, Aíma?
En ese momento, la dulzura de Aíma se transformó en una mueca acompañada de une tétrica sonrisa.
         —No quiero desaparecer—respondió al albino—. No quiero ser un recuerdo más en tu vida sempiterna. No quiero perecer como lo habrán hecho otras tantas mujeres, entre tus brazos, amándote u odiándote, pero siempre yéndose hacia el olvido. O quizás, a un rincón de tu memoria al cual tu corazón ya no tiene acceso. No quiero envejecer y dejar de serte útil. No quiero perderme entre el mar de amores. Quiero ser eterna, junto a ti o no.
Daemon suspiró cerrando los ojos. Relacionarse con humanas nunca le traía nada bueno. Por eso, cuando comenzaba a sentir algo por una, por muy ínfimo que fuera, las asesinaba. Pero no solo asesinar. Daemon las vaciaba, bebía su sangre hasta no dejar ni una gota, hasta que sus rostros se adelgazaran y sus ojeras se hundiesen bajo sus ojos sin vida. Ni siquiera las dejaba darse cuenta de que era un vampiro. Él era un cazador, y como tal, podía utilizar sus encantos para hacerle creer a la gente que simplemente era un hombre albino con hábitos muy poco comunes, con un apego sentimental casi nulo (que no proporcionaba datos personales y que solo salía de noche con ellas, a los moteles). Pero por primera vez en casi medio milenio, una mujer se había escabullido entre sus asuntos, descubriendo su secreto milenario. Aíma era una mujer inteligente, por el contrario de las mujeres con las que Daemon se acostaba, y desde el momento en que se sintió atraído por ella, supo que las cosas iban a estar realmente mal. Porque Daemon no se sentía atraído por nadie; era él quien atraía a las personas.
Aíma se hartaba de no conseguir una respuesta. Le había costado meses abrirse ante él y pedirle la eternidad. Y la última línea de su petición, no era más que una jugarreta para hacerle creer que la vida eterna junto a él no era lo que buscaba. Era cierto que odiaba la idea de envejecer, por eso quería dejar este mundo cuando su piel aún fuese tersa y sin arrugas, cuando su cabello aún conservase el color, cuando sus piernas aún pudiesen moverse con la misma fuerza. Pero no; el destino le había hecho una mala jugada al ponerle a Daemon en su camino. Aquella mujer que no deseaba tener un futuro de pronto deseaba una eternidad junto a él. No obstante, tal como aborrecía la eternidad, de esta manera ponía en juego su autoconfianza. Para ella era muy poco posible que su amado la quisiera aún con el paso del tiempo. Aún recorriendo el mundo y probando sus placeres… en algún momento, él se cansaría. No podía concebir la idea de verlo dirigirle una mirada sin sentimientos, de sentir una caricia sin amor ni deseo, de escucharle decir inexpresivamente que ya se había hartado.
Una eternidad después del desprecio de su amado era intolerable.
         —Eres muy egoísta como para estar enamorada de mí—le dijo Daemon con cierta picardía.
         —El problema es que no lo estoy—respondió ella fingiendo desinterés. Daemon alzó una blanca ceja y en un bufido echó una risa. Los ojos de Aíma comenzaban a cristalizarse; era algo que ella no podía ocultar en absoluto.
         —Pues tenemos toda una eternidad para que lo estés—dijo él como no queriendo. Ni siquiera pudo mirarla al pronunciar estas palabras, que la desconcertaron apenas su cerebro logró las conexiones necesarias para procesarlas.
         —No me gusta el romance—dijo ella.
         —Te sale bastante bien—respondió él.
Las cosas marchaban demasiado bien para su gusto. Aíma sonrió para sus adentros. Imaginó su vida a partir de ese momento, incluso visualizó a aquel vampiro albino diciéndole que ya no la amaba. Lo pensó todo.
Por su parte, Daemon echó un bufido y sacudió la cabeza, como si con eso pudiese sacar los pensamientos que rondaban por su mente. De un momento a otro, se abalanzó hacia Aíma y le arrancó un enorme trozo de carne del cuello. Comenzó a beber hasta el hartazgo; la sangre de una mujer enamorada realmente sabía bien, pero la de Aíma era distinta. El amor que ella le tenía de verdad era puro, y con cada gota de sangre que succionaba, podía sentir en carne propia los sentimientos de Aíma. Pudo, por unos momentos, ponerse en su piel. Saber que estaba comiéndose al amor de su vida, a la única mujer que había hecho su corazón frío palpitar, lo hizo tener una epifanía de lo que pudo tener y estaba desechando en forma de lágrimas.
Las lágrimas de Daemon tenían un color rosáceo. La sangre le salía poco a poco por los ojos, mientras se aferraba con las uñas al cuerpo inerte de su mujer. A pesar de sus sollozos, no podía dejar de succionar.
Pero es que, no era su culpa. A Daemon no le gustaba que las cosas salieran bien.
No le gustaban los finales felices.



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