—Ahórrame el trabajo de
asesinarte—dijo Daemon. Sus ojos reflejaban la furia de un animal contenido, los
cabellos blancos caían por su entrecejo y sienes; estaba despeinado. Una pequeña
mujer, con pecas cafés por todo el rostro, las mejillas sonrosadas y el cabello
rubio cobrizo rizado, lo miró sin el menor temor en sus pupilas. A pesar de las
palabras de aquel ser, a ella se le notaba embelesada.
—Sé
que no quieres matarme; si lo desearas, lo habrías hecho hace mucho. Me superas
en tamaño y más aún en fuerza. Pero sabes, sabemos
que no es lo que quieres—dijo ella con voz suave, acariciándole el pecho.
—¿Y
qué es lo que quiero, Aíma?
En ese momento, la dulzura de Aíma
se transformó en una mueca acompañada de une tétrica sonrisa.
—No
quiero desaparecer—respondió al albino—. No quiero ser un recuerdo más en tu
vida sempiterna. No quiero perecer como lo habrán hecho otras tantas mujeres,
entre tus brazos, amándote u odiándote, pero siempre yéndose hacia el olvido. O
quizás, a un rincón de tu memoria al cual tu corazón ya no tiene acceso. No
quiero envejecer y dejar de serte útil. No quiero perderme entre el mar de
amores. Quiero ser eterna, junto a ti o no.
Daemon suspiró cerrando los
ojos. Relacionarse con humanas nunca le traía nada bueno. Por eso, cuando comenzaba
a sentir algo por una, por muy ínfimo que fuera, las asesinaba. Pero no solo asesinar. Daemon las vaciaba, bebía su
sangre hasta no dejar ni una gota, hasta que sus rostros se adelgazaran y sus ojeras
se hundiesen bajo sus ojos sin vida. Ni siquiera las dejaba darse cuenta de que
era un vampiro. Él era un cazador, y
como tal, podía utilizar sus encantos para hacerle creer a la gente que
simplemente era un hombre albino con hábitos muy poco comunes, con un apego
sentimental casi nulo (que no proporcionaba datos personales y que solo salía
de noche con ellas, a los moteles). Pero por primera vez en casi medio milenio,
una mujer se había escabullido entre sus
asuntos, descubriendo su secreto milenario. Aíma era una mujer inteligente,
por el contrario de las mujeres con las que Daemon se acostaba, y desde el
momento en que se sintió atraído por ella, supo que las cosas iban a estar
realmente mal. Porque Daemon no se sentía atraído por nadie; era él quien
atraía a las personas.
Aíma se hartaba de no conseguir
una respuesta. Le había costado meses abrirse ante él y pedirle la eternidad. Y
la última línea de su petición, no era más que una jugarreta para hacerle creer
que la vida eterna junto a él no era lo que buscaba. Era cierto que odiaba la
idea de envejecer, por eso quería dejar este mundo cuando su piel aún fuese
tersa y sin arrugas, cuando su cabello aún conservase el color, cuando sus
piernas aún pudiesen moverse con la misma fuerza. Pero no; el destino le había
hecho una mala jugada al ponerle a Daemon en su camino. Aquella mujer que no
deseaba tener un futuro de pronto deseaba una eternidad junto a él. No
obstante, tal como aborrecía la eternidad, de esta manera ponía en juego su autoconfianza.
Para ella era muy poco posible que su amado la quisiera aún con el paso del
tiempo. Aún recorriendo el mundo y probando sus placeres… en algún momento, él
se cansaría. No podía concebir la idea de verlo dirigirle una mirada sin
sentimientos, de sentir una caricia sin amor ni deseo, de escucharle decir
inexpresivamente que ya se había hartado.
Una eternidad después del
desprecio de su amado era intolerable.
—Eres
muy egoísta como para estar enamorada de mí—le dijo Daemon con cierta picardía.
—El
problema es que no lo estoy—respondió ella fingiendo desinterés. Daemon alzó
una blanca ceja y en un bufido echó una risa. Los ojos de Aíma comenzaban a
cristalizarse; era algo que ella no podía ocultar en absoluto.
—Pues
tenemos toda una eternidad para que lo estés—dijo él como no queriendo. Ni siquiera
pudo mirarla al pronunciar estas palabras, que la desconcertaron apenas su
cerebro logró las conexiones necesarias para procesarlas.
—No
me gusta el romance—dijo ella.
—Te
sale bastante bien—respondió él.
Las cosas marchaban demasiado
bien para su gusto. Aíma sonrió para sus adentros. Imaginó su vida a partir de
ese momento, incluso visualizó a aquel vampiro albino diciéndole que ya no la
amaba. Lo pensó todo.
Por su parte, Daemon echó un
bufido y sacudió la cabeza, como si con eso pudiese sacar los pensamientos que
rondaban por su mente. De un momento a otro, se abalanzó hacia Aíma y le arrancó
un enorme trozo de carne del cuello. Comenzó a beber hasta el hartazgo; la
sangre de una mujer enamorada realmente sabía bien, pero la de Aíma era
distinta. El amor que ella le tenía de verdad era puro, y con cada gota de
sangre que succionaba, podía sentir en carne propia los sentimientos de Aíma. Pudo,
por unos momentos, ponerse en su piel. Saber que estaba comiéndose al amor de
su vida, a la única mujer que había hecho su corazón frío palpitar, lo hizo
tener una epifanía de lo que pudo tener y estaba desechando en forma de
lágrimas.
Las lágrimas de Daemon tenían un
color rosáceo. La sangre le salía poco a poco por los ojos, mientras se
aferraba con las uñas al cuerpo inerte de su mujer. A pesar de sus sollozos, no
podía dejar de succionar.
Pero es que, no era su culpa. A Daemon
no le gustaba que las cosas salieran bien.
No le gustaban los finales
felices.
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