viernes, 5 de octubre de 2018

Porcelana


Blanca y fría porcelana, que es dura y frágil a la vez. Adornada con caireles castaños, un gorro y vestido de flores, se convierte en una bella muñeca con pestañas y sonrisa. Empaquetada en una caja de cartón, la muñeca fue llevada a su nueva dueña. Elena, una mujer de mediana edad, cabello castaño rojizo teñido, ojos grandes que escondían una enorme tristeza y una vida de pesares, recibiría su primera muñeca. Con el mayor de los cuidados abrió el paquete que contenía a su pequeño juguete, y la sacó tomándola de la cabecita y los piecitos. Observó los detalles de los zapatos, los encajes bien colocados en el vestido, y con la punta de su índice recorrió las pestañitas.
Miró a su hija Victoria, una muchacha dulce y tímida. Tenía la piel suave y tersa, unos enormes ojos azules, cabello negro, ondulado, largo hasta la mitad de la espalda. Era corta de estatura y delgada en complexión. Era muy similar a Elena cuando era joven. Victoria se había tomado el tiempo de ahorrar para poder comprarle esa muñeca y dársela en su cumpleaños. La pequeña chica esperó pacientemente el abrazo de su madre, pues ella estaba ensimismada admirando los detalles de su obsequio.
Después de las lágrimas y los abrazos, comieron pastel de vainilla.  
Habrían pasado quizás unos veinte años después de ese día. La muñeca, nombrada “Daniela” por la misma Elena, residía paradita en uno de los estantes de la sala, junto a la televisión que veía todos los días. La madre había envejecido, pero se mantenía activa en casa. Al terminar los quehaceres y la comida, se sentaba a fumar un cigarrillo a pesar de su tos crónica, y esperaba la llegada de Victoria, quien trabajaba por y para ella, la cuidaba y le servía de única compañía, por lo cual, nunca se casó.
Como obsequio para su cumpleaños número 70, Victoria ahorró dinero para cumplirle su sueño de visitar las pirámides de Egipto. Elena, conmovida, agradeció infinitamente a su hija por ser tan buena con ella. Después del proceso de empacar, y demás formalidades, Elena dejó el país, y el continente. Y por primera vez en muchos años, Victoria tuvo un tiempo para ella misma.
Salió, se divirtió, incluso conoció a un hombre. A los catorce días de la partida de su madre, Victoria se dedicó a limpiar la casa de punta a punta, pues se encontraba bastante sucia y ciertamente abandonada —con el viaje de su madre, siempre estaba fuera de casa. Al recorrer con un trapo polvoriento los rincones de la sala de estar, tuvo que quitar a la muñeca Daniela de su pedestal. Quizá fueron las prisas, quizá un mal movimiento, pero la muñeca cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos. Su pequeña cara tenía un agujero que la había dejado sin un ojo, sin un trozo de mejilla y sin nariz. El terror que invadió a Victoria fue abismal. El cariño que Elena le tenía a la muñeca era casi enfermizo, pasaba las tardes junto a Daniela, peinándola, comprándole vestidos y cambiándola de ropa. Al anochecer, la ponía en la repisa junto a sus adornos rústicos y al día siguiente hacía lo mismo.
Todavía estaba anonadada tratando de levantar los trozos de la muñeca cuando escuchó el motor de un auto afuera de la casa. Horrorizada, Victoria miró por la ventana: su madre estaba bajando de un taxi.
Al entrar Elena a su casa, se sintió como el mismo Dios al descubrir a Adán y Eva desobedeciendo su mandato. Encontró a su hija llorando como un bebé a pesar de sus treinta y tantos años. Entre sus manos, los trozos de su amada muñeca. Su furia no se hizo esperar. De la chimenea, tomó el atizador y de un golpe en la cabeza dejó a Victoria inerte en el suelo, con los ojos vacíos, sin vida.
            —Mi Daniela, ¡mi única muñeca! —sollozó Elena tirándose al suelo junto a los trozos de porcelana. No le había llorado ni cinco minutos cuando se iluminó su mirada; volteó a ver el cadáver de su hija, con dificultad la giró para que quedase pecho arriba. Le quitó el cabello ensangrentado del rostro y resolvió que Victoria sería su próxima muñeca.
Es increíble la fuerza física que puede tener una persona sumida en la locura. Arrastrándola por la casa dejando un rastro de sangre en la alfombra, la llevó hasta el baño, donde le arrancó las ropas y la dejó sin una sola mancha en el cuerpo.
Elena no admiraba la cultura egipcia en vano: tenían un montón de cosas interesantes. Una de ellas, el proceso de embalsamamiento.
Con una aguja curva le cosió la mandíbula. Introdujo algodón en cada uno de los orificios de su cuerpo y lo masajeó para que perdiera rigidez. La ventaja de haber trabajado en una funeraria en sus días de juventud era que contaba con las herramientas necesarias para inmortalizar a Victoria. Perforó varias partes de su cuerpo para sacar todos aquellos fluidos que no deseaba dentro de su muñeca. Con todo el cuidado del mundo, le retiró las vísceras, la afeitó para que su piel quedase suave y tersa. La rapó incluso, intentando arreglar la herida que había quedado en su cabeza; no era nada que un poco de cera no pudiese reparar. Después de algunas cuatro horas —el doble de lo que normal tarda un embalsamador, pues la edad y las dificultades técnicas no le habían ayudado.
Cuando Victoria estuvo terminada, la dejó sentada en su sillón preferido. La cubrió con una sábana blanca y salió de casa para deshacerse de la evidencia y de paso, conseguir telas y demás insumos para comenzar con la confección de los vestidos de su nueva muñeca.
En casa, en la oscuridad de la estancia, la muñeca Victoria yacía con la sábana aún cubriéndola. Pudo o no suceder, pero unas lágrimas resbalaron por las mejillas tersas de la muerta en aquel primer día como muñeca sustituta de su madre. Y en ocasiones, Elena podía jurar que la veía abrir los ojos por las noches.


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