martes, 22 de diciembre de 2015

Damián.

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Los sonidos acompasados del motor, armonizados de manera perfecta con nuestras miradas. Te vi, estabas tan cerca pero no pude tocarte. Tu semblante reflejaba estrés pero, al chocar tus ojos claros con los míos, todo en ti pareció relajarse. Tu cabello se movía libremente con el aire que se colaba por la ventanilla. El maletín de tu mano tambaleaba dubitativo ante las oscilaciones del vehículo, al igual que tu cuerpo poco acostumbrado al ajetreo del transporte. No pude hacer más que mirarte, y en ese momento me sentí tan pequeña e impotente que simplemente no pude hacer nada.
Temeroso te acercaste a mí, que te miraba expectante desde mi cómodo y seguro asiento. Te remolineaste dificultosamente entre el mar de personas y... te esfumaste. De pronto todo se tornó en sonidos confusos y voces distantes, una nube de polvo me difcultó la visión, la boca me sabía a hierro, de mis ojos goteaba sangre fresca y espesa. Un dolor punzante en la cabeza, tal vez un par de costillas rotas... y ahí estabas, frente a mí. Tu cuerpo sin vida, tus ojos vacíos. Tus labios entreabiertos dejando ver el inicio de una sonrisa. Y era para mí.
Con dificultad me enderecé entre los destrozos intentando tocarte aunque fuese una vez, pero un intenso dolor en el cuerpo me obligó a retorcerme en mi sitio. Tu mirada carente de vida estaba clavada en la mía. En tu pecho relucía una placa dorada cuya esquina se hallaba enterrada en tu carne. Juntando todo el valor y la fuerza que mi adolorido cuerpo permitió, jalé el metal para poder leer las letras que en él estaban inscritas.
Damián.

martes, 15 de diciembre de 2015

Odisea espacial.

Su cuerpo era como el universo: oscuro e inhóspito.  En sus manos se sentía la textura de un meteorito, y en su vientre la calidez de una estrella. Sus ojos eran oscuros como dos hoyos negros cuyos horizontes de sucesos eran celosamente cubiertos por unos cristales. En sus labios se dibujaba la curva perfecta de una órbita oscular, y en su espalda tres perfectos lunares formando una constelación dérmica. La tentación de explorar su universo es más grande que el temor de perderme en su enormidad. Saldré de mi órbita sin nave y me ahogaré en su vacuidad. Llegará un momento en que sus ojos me absorban, y entonces no habrá marcha atrás. Una vez que pase por sus pestañas, no tendré esperanza alguna de volver, me habré perdido totalmente, me habré quedado sin aire, e incluso sin luz y sin vida, es probable que al perderme en la negrura de su mirada, mi cuerpo explosione, o se convierta en un éxtasis intergaláctico de rayos gamma, o que no quede nada de mí más que basura espacial.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

La princesa y el dragón.

Érase una vez en un reino llamado Veronna, una princesa de hermosa cabellera negra, al igual que sus ojos. Sus padres la llamaron Carmín, debido al color rojo intenso de sus labios. Desde pequeña su carácter fue cambiante y extraño y sus padres, los reyes de Veronna, creyeron que estaba hechizada.
Confiados en una bruja que les dio su consejo, la encerraron en una torre al cumplir los dieciséis años, y pusieron a un dragón a cuidar que nadie entrara y que la princesa Carmín no escapara. El dragón de Hielo era una criatura enorme, de algunos diez metros de largo desde el hocico hasta la cola y unos quince metros de envergadura de sus alas. Era de un color azul celeste brillante, daba la impresión de que la criatura estaba hecha de hielo. Al igual que su apariencia, sus sentimientos eran similares a los de un témpano: era frío y cortante, y nada ni nadie en sus 300 años de vida lo había hecho cambiar...

Hasta que conoció a Carmín.
Cuando la princesa fue encerrada, su amado, el príncipe de Plata, le prometió volver por ella al cabo de un año. El dragón era su única compañía, y él, por primera vez en su vida sintió que debía mantener la sonrisa de la princesa, hacer que no se sintiera sola en esa torre en aquel castillo en ruinas. A diario iba por ella a la ventana y la subía a su lomo, volaban juntos durante horas y el dragón le platicaba las barbaridades que había vivido en toda su vida. Poco a poco se hicieron más unidos, y ni siquiera se dieron cuenta que el año terminaba. Fue un día de invierno en que el príncipe de Plata llegó con su caballo color blanco grisáceo, galopando rumbo a la entrada del castillo. El dragón se vio derrotado ante el porte del príncipe: un hombre moreno, de ojos color gris, cabello negro y ondulado hasta los hombros, una armadura de plata muy bien pulida y una espada tan afilada que cortaba a otras espadas.
Se retiró el yelmo y clavó su mirada de plata sobre los ojos cafés del dragón. Éste, con el hocico apuntando hacia el suelo, se hizo a un lado y dejó libre la entrada al príncipe. No podía luchar contra eso. No podría jamás estar con la princesa en otro lugar que no fueran sus sueños.
La princesa Carmín y el príncipe de Plata escaparon juntos, con ayuda del dragón de Hielo, quien se rehusaba a perder a la princesa. Huyeron a un bosque de coníferas y el príncipe decidió comenzar a trabajar como leñador en un pueblo que estaba a un par de kilómetros de la pequeña cabaña que había fabricado durante todo el año.
Ahí vivieron felices los tres, el príncipe iba a trabajar por las mañanas; la princesa y el dragón volaban juntos por el bosque, y a veces, ella escribía sobre pergaminos los poemas que él inventaba. Incluso la princesa llegó a sentir cosas por el dragón, y se lo dijo, y juntos escribían historias de cómo hubiera sido su vida si él hubiera sido un hombre y no un dragón. Todo iba bien hasta que Carmín cayó enferma. El príncipe buscó ayuda por todas partes pero nadie supo ayudarle ni decirle qué le sucedía a su amada. Rendido, viajó a Veronna y pidió ayuda a los reyes. Éstos, felices por tener noticias de su hija pero a la vez preocupados por su estado, mandaron traerla inmediatamente y buscaron al mejor alquimista en todo el continente. El dragón de Hielo no se separó del castillo en ningún momento. Estaba muy preocupado por ella.
Finalmente y luego de examinarla, dio su diagnóstico: la princesa estaba hechizada. Y no por mano de alguna bruja, sino por el polvo que desprendían las escamas del dragón, con el que había pasado muchos años. La cura consistía en bañarse en la sangre del dragón, sino, moriría en una semana.
El dragón escuchó las palabras del alquimista y resignado, accedió dar su vida por la de la princesa con la condición de que ella fuera quien le arrancara la vida.
Carmín tuvo que hacer un enorme esfuerzo para levantarse de la cama, y con la espada del príncipe se acercó al dragón. 
«Siempre te recordaré», pensó la princesa antes de hundir la espada en el corazón del dragón, quien luego de sollozar una última vez, murió. Al estar su cuerpo inerte, éste se fue convirtiendo en el cuerpo de un hombre poco a poco. Y el alquimista cuidadosamente recogió su sangre. Antes de que se llevaran el cuerpo del dragón, la princesa le dio un primer y último beso en sus fríos labios. 
Se dio cuenta de que había matado al amor de su vida.
El alquimista le explicó a la princesa que los dragones tenían la capacidad de cambiar de forma al morir, y que el dragón había deseado morir como un hombre para ser recordado así por siempre.

Dejà Vu,

Corría desesperadamente por ese oscuro y frío bosque. Alguien la perseguía, alguien quería asesinarla. Cayó sobre las rodillas y amortiguó el golpe con las palmas. Se le encajaron ramitas y piedrecillas. Intentó levantarse pero las piernas no le respondían. Se recostó con la cara al cielo esperando su fin. Sintió un ciempiés trepar lentamente por su brazo derecho. Apretó los ojos dejando caer las lágrimas, no de miedo, sino desesperación, quería morirse de una vez, que se redujera el tortuoso tiempo de intriga. Al fin escuchó los pasos del asesino, las hojas secas crujían con las fuertes pisadas de sus botas. Se acercó a Lorena. La miró y sonrió, pero Lorena no pudo verlo. El asesino llevaba el rostro cubierto por una máscara de caballo. Lorena suspiró y cerró los ojos. El asesino sacó un machete y le atravesó el tórax, provocándole una sensación de opresión. No estaba muerta. Abrió los ojos y se encontró en la comodidad de su cama, en la oscuridad de su habitación. Suspiró. Sólo había sido un sueño. Cerró los ojos e intentó volverse a dormir cuando sintió un ciempiés subir lentamente por su brazo derecho. 
Y ya no se escuchaba nada más que el sonido de la tierra caer pesadamente sobre el féretro, ahogando sus gritos.