Debería dejar de comer dulces para calmar la ansiedad. Las hojas
no se oxidarán, mucho menos perderán el filo si se quedan ahí arrumbadas, sin
ser usadas. Morderme las uñas no hará que los viejos años de idilio vuelvan. Debes resignarte, me gritó mi consciencia
en el día de Júpiter, rozando las cuatro de la madrugada. Aquella tarde había
perdido todo ápice de sanidad que, con mucha fuerza, mantuve junto a mí para no
hundirme en las pesadillas recurrentes, en los baños de sangre y olor a óxido,
en las manchas rojas sobre el piso de mármol, en la indiferencia del mundo
entero y otro tanto. Aquella tarde perdí la última esperanza que tenía de
recuperar la inocencia que abandoné a un lado de la calle, al cumplir
dieciséis. Y no fue hasta las cuatro de la madrugada, cuando por fin aquel
trozo de alma palpitante que suplicaba ser salvada, dio su último aliento. Fue masacrada,
no por ti, no por las circunstancias; fue torturada por mi propio delirio.
Pudimos ser eternos, pero nos faltaron horas y a mí me sobró
intensidad. Fuimos una estrella que prometía ser el universo, y culminó tan
solo en un hoyo negro, ¿algo se podrá rescatar? El pesimismo ha regresado con más
fuerza que antes, y tus singularidades me hacen dudar. Pensé en atravesar tu
radio, hasta llegar a tu horizonte de sucesos y dejarme absorber por ti, pero
no significas tanto si te miro desde fuera. Pudimos ser eternos, pero te faltó
decisión y a mí me sobraron palabras y besos. Nos faltó control de nosotros
mismos y dejamos que el universo entero se enfriase a nuestra merced, para
mantener lleno de pasión y energía aquello que, desde un principio, tenía un
futuro nulo y gris, sin vida. Pasamos de mirar nuestras pupilas como quien ve
el inicio de los tiempos, a mirarnos con desdén y amargos parpadeos. Y ahora
sabemos que no somos más que el resultado de millones de probabilidades, frías
estadísticas, números y demás nimiedades. No somos algo místico, ni pudimos
serlo, mas pudimos ser eternos, descarapelar pacientemente cada una de nuestras
debilidades y amarlas como si fuesen propias. Sentarnos uno frente al otro y
mirarnos en silencio mientras cavilamos sobre nuestras emociones. Pudimos hundirnos
en la profundidad de gemidos, caricias y susurros, pero nos conformamos con la
vacuidad de una risa socarrona. Nos salió tan natural amarnos, que nos
pudrimos.
Pudimos ser eternos, pudimos ser la entropía del universo,
pero se te metió una triza de soledad en el ojo, y nos perdimos.
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