martes, 18 de abril de 2017

Azul.

Buscando entre mis enredados pensamientos me pregunté cuándo fue la última vez que me dediqué un par de letras a mí misma. La última vez que me di cariño con palabras escritas, la última vez en que fui mi propia musa.
Son contadas las veces en que he escrito algo que me involucre solo a mí; y las ocasiones en que esto ha sucedido, no son más que tragedias y demás desventuras transformadas en oraciones con palabras bonitas y complejas.
Ha pasado tanto desde la última vez en que respiré tranquilamente. No podría siquiera calcular la cantidad de tiempo que ha transcurrido desde que me sentí plena y feliz. Yo diría que a los quince o dieciséis, pero, ¿realmente fue así? ¿De verdad era feliz o simplemente no tenía problemas? Y justo ahora, ¿los tengo?
No puedo ver.
Soy un cúmulo de nervios, de carne asfixiándose, de manos pintadas de azul, suplicando por un poco de aire. Se me escurren las lágrimas al ducharme, pero la razón de mi llanto se ha tornado en un misterio. ¿Por qué vivo? ¿Por qué lloro? ¿Por qué siempre estoy tan triste?
El azul nunca fue mi color predilecto, quizá será porque siempre fui una mujer tristona y los matices tristes no me ayudaban. ¿Será cierto que el azul es sinónimo de tristeza, nostalgia y melancolía? “Las habitaciones tapizadas de azul parecen más espaciosas, pero también vacías y frías”, llegó a decir Goethe. ¿Será que mi cuerpo y mi alma son azules? Tienen mucho espacio para albergar amores, amistades, lazos fraternos y demás vínculos, pero todo es tan frío y vacío que nada ni nadie tiene el valor suficiente como para quedarse.
Soy una habitación fría y vacía. Me asfixio, no veo, no respiro, ya no siento.

Me congelo.

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