miércoles, 8 de abril de 2015

Crónica nocturna.

Abres los ojos repentinamente, topándote con la oscuridad de tu cuarto. Sueltas un suspiro de alivio al darte cuenta de que aquello que había pasado era sólo una pesadilla. Estás sudando, así que decides descobijarte los pies pero… ¡ah! No deberías. Con sigilo, mueves los globos oculares hacia tu derecha, topándote con… ¡una sombra! Pero no, no era algo sobrenatural, era sólo un par de prendas colgadas de un gancho para la ropa. Haces un apartado mental para intentar recordar retirarlas de ahí al día siguiente. En fin, metes los pies en la sábana, con el fin de… tú sabes, protegerte un poco de lo “desconocido”. Intentas volver a dormir posicionándote de la forma más cómoda posible. No funciona. Intentas otra forma de acomodarte, pero no haces más que dar vueltas y vueltas por la cama, sin poder conciliar el sueño. Decides que quizás necesitas hidratarte, aquella pesadilla te hizo sudar y quizás la sed es la que no te deja dormir. Te levantas y con toda la rapidez posible, enciendes la luz de tu cuarto. Estás solo. Pero bueno, ¿qué esperabas? No había nadie ahí… ¿verdad?
Caminas por el oscuro pasillo hacia la cocina, y antes de entrar te aseguras de que tu mano esté primero ahí, en el interruptor. Enciendes la luz, y por fin entras. Al abrir la puerta del refrigerador, la luz de la cocina se apaga. Es normal, sabes que el interruptor falla casi siempre, así que te aluzas con el refrigerador. Buscas la jarra con agua fresca y la sirves en un vaso. Ah, pero te aseguraste de dejar la puerta del refrigerador accidentalmente abierta. Bebes, sintiendo cómo el agua toma forma esférica y hiere tu garganta por los tragos enormes que das. No sabes si es la sed, o tu inexplicable prisa por regresar a tu cuarto. Dejas el vaso vacío en la mesa, al igual que la jarra. Corres hacia afuera de la cocina cerrando el refrigerador detrás de tus pasos.
Y al fin estás en tu cama, algo agitado, pero a salvo. Pasan los minutos y tú simplemente no puedes conciliar el sueño. Rato más tarde… oh, oh. Tienes que ir al baño. Intentas dormir e ignorar la molestia de tu vejiga, pero no te es posible, aquel vaso era muy grande y ahora tu organismo tenía que desecharlo. Refunfuñando te levantas de nuevo. Por suerte el baño está mucho más cerca. Enciendes la luz de tu cuarto nuevamente, caminando ahora sólo un par de pasos por el pasillo hasta llegar a la puerta entreabierta del baño. Sientes como si alguien estuviera ahí, como que alguien te espera sentado en el váter, las gotas del grifo del lavamanos hacen un sonido fortísimo, y te preguntas mentalmente por qué no las escuchas hasta tu habitación, si suenan ¡TAN FUERTE!
Te tranquilizas, pones la mano sobre la superficie de madera que te separa del baño, y entras. No había nadie ahí. Pero… ¡oh no! ¡Allá, justo detrás de la cortina de baño… hay… algo! Usas toda tu valentía para correr la tela plástica, lo haces de un jalón tan fuerte y rápido que las argollas que la sujetan chirrían con un sonido metálico y estridente…

Pero no hay nada. Procedes a orinar, el sonido del líquido cayendo es lo único que se escucha. Cuando al fin tu organismo está descansado, regresas a tu cuarto. Te recriminas a ti mismo el haber sido tan tonto e infantil, seguro que mañana te estarás riendo de ello. Te acuestas y al fin te quedas profundamente dormido… pero recuerda esto: Él  estuvo detrás de ti todo el tiempo.

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