lunes, 6 de abril de 2015

El extraño.

El filo blanco de la niebla se colaba entre sus pupilas al avanzar rumbo a la cabaña. No distinguía bien el camino, así que confió su orientación a la inercia. El crujido de las hojas hacía un eco sonoro en sus oídos, algunas veces llegó a tropezar por haber pisado por error las faldas de su vestido. No era buena idea usar este tipo de ropa para andar a media noche por el bosque, pero a ella no le importaba. El vestido cubría su cuerpo por completo, era largo y holgado, de una tela translúcida color blanco, que le daba un aire extra pálido a su piel. La tela caía grácilmente acariciando sus curvas, delineando el contorno con delicadeza. Comenzó a trotar sintiéndose libre con ello, cerró los ojos confiándose únicamente de su instinto, una sonrisa adornaba su rostro y… llegó a casa. Miró la puerta de madera frente a sus ojos. Dio dos golpes con los nudillos, dañándose un poco con la dureza de la barrera. La puerta se abrió, ella entró y dejó una pequeña canasta con frutos sobre la pequeña mesa que estaba por ahí. Miró con rostro inexpresivo a aquel extraño que se hallaba en un rincón de la cabaña. Aquella figura encapuchada tenía días allí, ella no sabía cómo había llegado a aquel lugar, ni qué quería, pero tampoco lo preguntó. El extraño se sentaba a beber té con ella cada tarde, mas nunca había dejado ver su rostro. No hablaba, no la miraba, sólo estaba ahí. Y conforme los días pasaban, el lugar se fue haciendo más y más frío, haciendo palidecer a la damisela que ahí habitaba, volviendo purpúreas sus venas y sus labios, haciendo que su aliento fuera visible de color blanco. El extraño permaneció ahí durante mucho, mucho tiempo. Mirándola dormir y vigilando cada paso que daba. Se dice que desde que el extraño entró a la cabaña de aquella joven, la gente dejó de envejecer, las enfermedades curaron y nadie jamás murió.
Cosas maravillosas ocurren cuando la muerte se enamora.

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