miércoles, 22 de abril de 2015

Cenicienta en otra realidad.

Aquella noche, Cenicienta había ayudado a sus hermanastras a alistarse para el gran baile que habría en el Palacio. Ella tenía ganas de ir, pero su malvada madrastra se lo había prohibido. Dieron las ocho, y Cenicienta se puso a mirar por la ventana. Extrañaba a su padre y a su madre, los necesitaba demasiado. Mientras las lágrimas mojaban sus mejillas frías por la brisa de la noche, Cenicienta se puso a reflexionar en los cuentos de hadas que se contaban. Hadas madrinas, hechizos y finales felices: eso no existía en su realidad. Ella era una chica huérfana, maltratada y humillada, y nada de eso cambiaría nunca. Perdió todo cuando su padre falleció, y no vendría un hada madrina a arreglarle la noche. No hablaba de sus problemas con ratones y pajarillos. No sonreía por las mañanas con la dulce mentalidad de “este será un día maravilloso”.
No, esas cosas no pasaban.
Desde la ventana podía ver claramente las torres más altas del palacio. Nunca se había dado la oportunidad de siquiera fantasear con casarse con el príncipe, de mirarlo de cerca, de bailar con él… comenzó a llorar con más fuerza, pero aunando la rabia y el rencor a sus lágrimas. Recordando que aquellas mujeres le habían hecho la vida miserable, que a su escasa edad, seguir viviendo suponía un calvario.
Caminó hacia la pequeña cajonera donde guardaba sus escasas pertenencias. Allí había un listón azul celeste, el cual usaba para recogerse el cabello para hacer las tareas del hogar. Era largo, y se veía resistente. Tomó uno de sus vestidos rotos y viejos, y lo hizo tiras, luego ató los extremos de unas con otras, haciendo una cuerda cuya curva suicida era el hermoso listón, único recuerdo de su madre.
Con las manos temblando, acercó un pequeño banco y se subió, acomodó la cuerda improvisada a través de una viga, introdujo su cabeza y… saltó.

Uno de sus zapatos se desprendió de su pie. 

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