jueves, 14 de julio de 2016

Flores amarillas.

Nos levantamos del pasto, tropezando y chocando entre nosotros. Teníamos prisa. Se nos hizo de noche ahí tirados, mirando el pasar de las nubes y el oscurecer del cielo azul. Seguro mamá, en casa, estaría preocupada. Más de 20 llamadas perdidas serían mi sentencia de muerte.
Y también era probable que tuvieses que regresar a pie a casa, pero en todo momento me aseguraste que no te importaba caminar. 
Mis anteojos cayeron al suelo por la prisa, y casi los pisamos intentando buscarlos entre la hierba. Tú reías a carcajadas mientras corríamos tomados de la mano para poder alcanzar el último autobús que nos llevaba de regreso. Me picaba la piel de la espalda, el escozor se debía a mi tremenda alergia a la grama común, y tú tenías aquella alergia nasal, por la tierra, por la hierba, qué sé yo.
Y allí estábamos, un par de enamorados, tomados de la mano, apresurando en silencio al chofer, diciéndole en voz baja que deje de platicar con el que despacha la gasolina.
Cuando llegamos por fin, pasadas las nueve y media, sonreíste mientras retirabas un travieso mechón de mi rostro. Y después me dijiste que tenía florecillas en el cabello. Te dije: quítamelas. Tú replicaste diciendo que no, que se me veían lindas.
Finalmente entré a casa, sin querer amargarme escuchando los reclamos de mi mamá. Me eché en la cama a mirar el techo, sonriendo como idiota, a pesar de que el salpullido en mi piel no me dejaría dormir bien, a pesar de que mis ganas de verte aumentasen al marcharte, a pesar de que nuestros besos y el vigor de nuestros roces me hayan dejado adolorida y con moratones.


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