sábado, 5 de septiembre de 2015

Tourette

Para mejor experiencia, reproduzca el audio.

Darrell Kribbelig era profesor de física en una universidad cualquiera. Era bastante joven, aunque no tanto como la mayoría de sus alumnos. Casi no hay mujeres que estudien física, se decía decepcionado año tras año, al contemplar a las escasas féminas inscritas en su clase. Suspiraba y, con hastío, se disponía a dar su clase. Estaba especializado en la física cuántica, siendo su sueño frustrado trabajar en el CERN. Por ello, casi siempre mostraba su interés por la física cuántica a sus alumnos, y bueno, la mayoría se enfadaba porque le parecía aburrido el tema. Aun así, Darrell no se daba por vencido. Quería introducir a sus alumnos al campo que tanto le apasionaba.
Era un hombre soltero, le gustaba ser el dueño de su propio espacio. Para ser un casi treintón sin compromisos, no se sentía solo. Sesiones de sexo casual con las profesoras más jóvenes le ayudaban bastante. Su pasión por el sexo podía compararse con su pasión por la física, aunque pasaba la mayor parte de su tiempo en casa, leyendo e investigando sobre nuevos descubrimientos en este campo. No era muy alto, pero tampoco era de baja estatura. Era delgado y carecía de aquella barriga que suele hacérsele a los hombres cuando rozan los treinta. Una negra y tupida barba le cubría casi la mitad del rostro, y la amenaza de la calvicie se alcanzaba a notar en su frente. Usaba anteojos debido a un problema de visión. No cuidaba mucho de su aspecto, aunque no era un hombre sucio. No acostumbraba comprarse mucha ropa así que sus camisas comenzaban a quedarle pequeñas y de vez en cuando se le desfajaban del pantalón.
Había algo que diferenciaba a Darrell de los demás profesores, y no era su inteligencia, ni su barba, ni su delgadez ni su maestría. Darrell padecía del síndrome de Tourette. No era grave, eso sí, tampoco intervenía en sus actividades diarias. El padecimiento se manifestaba principalmente como un par de parpadeos rápidos al sentirse acorralado, lo cual no sucedía muy a menudo. También solía llamar de forma poco educada a las mujeres con las que se acostaba pero ¿qué más daba? A la mayor parte de ellas les gustaba que Darrell las llamase perra con esa voz gruesa y con aquel tono arrogante. En fin, el síndrome de Tourette no le causaba mayores problemas. Al menos no siempre.
Le daba gracia recordar aquella ocasión en que le dijo zorra despreciable a una de sus compañeras de trabajo mientras follaban en el aula de detención. Ella le propinó una reverenda bofetada y él se la devolvió. La mujer parecía haber estado ofendida al principio, pero al ser golpeada por Darrell una enferma excitación la invadió a tal punto que la pobre tuvo un orgasmo que la dejó casi sin fuerzas. Darrell la había embestido después de abofetearla, y a la muy zorra le gustaba, decía al acordarse. No podía creer el descaro de algunas mujeres al hacerse las ofendidas. Al terminar su sesión de sexo rápido, Darrell la arrojó sobre el escritorio como a un trapo usado y se subió la cremallera.
Más vale que no vuelvas a abofetearme o no volveré a fornicar contigo, zorra despreciable—le había dicho a la mujer, que yacía en el suelo desnuda de la cintura hacia abajo y con la blusa desabotonada dejando ver un percudido sostén de encajes. Se acomodó los anteojos y la dejó ahí llorando, pero no sintió remordimientos. Al fin y al cabo, ella lo buscaría de nuevo.
Era inicio de clases en la universidad, a mediados de agosto. Darrell entró al aula que se le había asignado para impartir la materia de física a los novatos. Colocó su maletín en el escritorio y miró al reducido grupo. La mayoría, como cada año, estaba compuesta por varones. Pero algo llamó la atención de Darrell; una pequeña chica sentada hasta el frente lo miraba con lascivia. No tendría más de 20 años, él estaba seguro. No era muy alta, tal vez mediría un metro cincuenta; era muy delgada pero sus caderas resaltaban bastante. Unos pechos pequeños se escondían detrás de un escote discreto; su largo y lacio cabello era castaño oscuro, casi negro, contrastando perfectamente con su piel pálida. Un sonrojo natural le daba algo de color a sus mejillas regordetas, que le daban la apariencia de una joven que aún no se convertía completamente en mujer. Pero aquellos ojos negros y con tupidas pestañas reflejaban, según su propio criterio, una experiencia sexual bastante amplia.
Porque no era posible que una cría como ella lo mirase de aquella forma nada más porque sí, ¿verdad?
Intentó ignorarla, pero aquellos orbes oscuros le habían hecho manifestar su tic nervioso. Procedió a hablarles a los alumnos sobre los principios básicos de la física cuántica y de lo interesante que era. La chica en cuestión lo miraba atenta, la expresión de los ojos había cambiado a una totalmente distinta. Ella en verdad  le estaba prestando atención y eso le sorprendía.
Pasados un par de días, Darrell comenzó a sentirse incómodo con la presencia de la chiquilla. Ella era bastante habladora, le gustaba pasar al frente a resolver las ecuaciones y siempre lo hacía bien. Hubo un momento en que, al entregarle el gis para que ella pudiese usarlo, rozaron levemente sus dedos y eso le provocó una sensación tan excitante que susurró la palabra pedante. Ella se giró instintivamente.
            — ¿Disculpe, profesor Kribbelig? No lo escuché.
Darrell hizo evidente su tic. Ella sonrió de lado y lo miró como retándolo. Él no respondió.
Los días se hacían largos de jueves a lunes. La clase de física en la que la susodicha estaba sólo era impartida de lunes a miércoles, y esos cuatro infernales días sin verla le parecían eternos.
Se había aprendido su nombre al segundo o tercer día de conocerla, ella se llamaba Lieselotte Frank. A Lieselotte le molestaba que Darrell la llamara por su apellido, ella prefería que él —y todos— la llamaran Lieselotte, pero a él le parecía mucho más sencillo llamarla Frank porque el nombre era, según le dijo a ella, demasiado largo y difícil. Lieselotte se hacía la ofendida cuando Darrell nombraba la lista llamándola Frankie o Frank.
Los intercambios de miradas en que ella lo miraba coqueta y él la miraba con soberbia, y aquellos toques que hacían que Darrell sintiese una especie de electricidad recorriéndole los dedos, habían provocado que la relación entre Darrell y Lieselotte se hiciese más cercana. No se hablaban demasiado; tan solo lo necesario, como cuando él nombraba lista, o cuando ella le preguntaba sobre la clase, o aquellas pequeñas peleas cuando él la llamaba Frank.
            —Lieselotte—lo corregía ella, él alzaba la ceja arrogantemente y sonreía de lado, provocándole a la chica querer comérselo.
A Lieselotte también le atraía Darrell, y mucho. No era común encontrarse un verdadero hombre de ciencias, ni aun estando en una Facultad de Ciencias y siendo estudiante de Física. Le parecía interesante tener un profesor con una maestría en física cuántica, que era, casualmente, la especialidad que ella deseaba tomar y la razón principal de aventurarse a estudiar una carrera con tan reducido campo laboral. Y además, Darrell no era nada feo. No era precisamente un adonis, tampoco era muy atractivo pero los gustos de Lieselotte eran muy raros y especiales, además, a partir de su experiencia sexual —que no era mucha, pero sí suficiente, contrario a lo que su mirada lasciva expresaba—, podía deducir que su profesor era de aquellos hombres que te follan sin compasión, con fuerza, que te halan del cabello y te estrujan los pechos, muerden tu cuello y te marcan con sus dientes, que impregnan sobre todo tu cuerpo su saliva, lamiéndote, que no les molesta ser rasguñados cuando te embisten, que no le aturden los gemidos fuertes, que quiere destruir, ser destruido.
Lieselotte se sorprendía a sí misma imaginándose a su profesor de esta manera, y a veces, cuando fantaseaba en clase mirándolo, se mordía el labio inconscientemente. Él lo había notado en un par de ocasiones y había tenido que usar toda su fuerza de voluntad para no soltar un improperio allí mismo.
Zorra, zorra, zorra, se repetía mentalmente; su enfermedad le decía a gritos que se lo dijese a Lieselotte, no podía concentrarse, el gis se le partió en dos...
            —Profesor Kribbelig—Lieselotte alzó la mano, mirando a Darrell con aquellos ojos oscuros y enormes, penetrantes, que escupían intenciones indecorosas con cada pestañeo, pero que al mismo tiempo miraban con inocencia.
Darrell giró medio cuerpo para encarar a su alumna, sin despegar la tiza de la pizarra. Alzó una ceja dándole a entender que tenía su atención.
            —Ha cometido un error, la ecuación debería poner…
            — ¡Silencio! —le gritó él con expresión furibunda; ella se encogió en su sitio. Apenas gritó, se sintió arrepentido por ello. Suavizó el rostro y giró el cuerpo completamente. Los demás alumnos lo miraban atónitos—. E-eh…—se retiró los anteojos con un ligero temblor en la mano, el tic apareció—. Lieselotte, pasa a corregir la ecuación.
Le extendió el gis a la chica, quien se levantó de su asiento con el mentón muy erguido; casi le arrebató la tiza. Trazó la ecuación y, a pesar de su semblante orgulloso, la mano le temblaba. No tenía miedo, estaba más bien asombrada. Darrell era un hombre parsimonioso y muy tranquilo, ella jamás lo había visto ponerse así. De alguna forma, Lieselotte sabía que Darrell se había puesto así por su causa y eso la excitaba.
Al finalizar la clase, Darrell se dirigió a su alumna.
            —Señorita Frank…
Ella estaba guardando ordenadamente sus útiles en la pequeña mochila de piel. El salón estaba casi vacío, a diario era de esa forma: ella tardaba una eternidad en guardar sus cosas y siempre se quedaban ella y Darrell a solas en el aula, mas nunca cruzaban palabra alguna. Él la miraba detenidamente, cada uno de sus movimientos le hacían desearla más y más. La manera en que sus finas manos tomaban los lápices y las plumas, las manchas de tinta sobre su palma dándole un aire de torpeza y ternura a la desafiante y audaz Lieselotte… al escuchar la voz de su profesor llamarla, ella se detuvo en su tarea y lo miró. El último alumno había salido del salón cerrando la puerta tras de sí. Darrell se acercó a ella dando grandes zancadas, y al estar frente a frente, la tomó por las mejillas con una sola mano, provocándole a la chica emitir un gemido.
            —Profesor Kribbelig, ¿qué está…?
Él  no le permitió terminar. La besó sin pudor alguno, le mordió los labios con fuerza y exploró su boca con la lengua. A Lieselotte esto la tomó por sorpresa, el agarre de aquel hombre era muy fuerte, y sus labios no la dejaban siquiera respirar. Cuando él separó sus labios un poco, ella tomó algo de aire, sus exhalaciones eran pesadas. A Darrell le excitó más aquel cálido aliento tan cerca de su cara y la volvió a embestir con su boca. Esta vez, ella estaba preparada. Con una mano lo tomó por el cuello, poniéndose de puntas, y con la otra se aferró a la muñeca del brazo que la sujetaba, haciéndole daño con sus largas y afiladas uñas. Él hundió más sus dedos sobre las mejillas de Lieselotte, lastimándola. Ella encajó sus uñas esta vez en la nuca de Darrell.
El profesor se tranquilizó un poco usando el hálito de racionalidad que le quedaba. Como última acción, mordió el labio inferior de la chica halándolo ligeramente, luego aniveló su respiración poco a poco. La soltó, haciéndola tambalear. Luego se dio media vuelta y guardó sus cosas en el maletín, dejándola atónita en el sitio donde momentos antes le había follado la boca.
Lieselotte se despertó agitada cuando el agudo y molesto sonido de la alarma comenzó a sonar. De un manotazo apagó el reloj, frotándose los ojos con la mano libre. Se levantó resoplando, sus cabellos volaron traviesos por la pequeña corriente de aliento. No podía creer que aquel beso hubiese sido producto de un sueño.
La inquietud le provocó una desconcentración enorme en las clases; al llegar por fin la clase de Física, Lieselotte intentó llamar, de todos los medios posibles, la atención de Darrell.
—Profesor Kribbelig, ¿podría explicarme…?
Y Darrell dejaba de hacer lo que fuera que estuviese haciendo para caminar hasta el pupitre de Lieselotte y explicarle. Al principio, él creyó que su alumna fingía no entender, pero lo cierto es que ella estaba demasiado absorta en sus pensamientos y no había escuchado bien las últimas clases; por eso le costaba mucho realizar los ejercicios.
Pasaron los días y las semanas, y Lieselotte estaba desesperada. Con cada día que pasaba, con cada clase viendo la espalda de Darrell mientras este escribía sobre el pizarrón, se sentía más y más pequeña, más ansiosa… más le gustaba.
Había algo en Darrell que a Lieselotte le encantaba, además de sus ojos café claro, además de su barba descuidada, además de sus manos grandes y blancas… la voz de Darrell era, algo así como un detonante de las pasiones más profundas de la joven universitaria. Era algo más que atracción, ella estaba segura. Lo confirmó aquella vez en que se vio a sí misma escribiendo sobre él.
— ¿Pero qué diablos estoy haciendo?
Tomó la pluma y tachó con fuerza los escasos renglones que había narrado acerca de su tan deseado profesor. Cálmate, cálmate, pensó desesperada.
Una voz en el fondo de su consciencia le gritaba que se acercase a Darrell. Aquella voz era la culpable de hacerle caer en los agujeros más oscuros en los que, figuradamente, podría caer una persona. Y bueno, al fin y al cabo Lieselotte siempre terminaba cediendo ante la insistencia de su álter ego.
Era lunes en la tarde; Lieselotte tenía la clase de física en el último módulo, y esta terminaría en punto de las ocho. A esa hora ya estaba bastante oscuro, y el campus se quedaba solitario con rapidez. Ella siguió a Darrell hasta el estacionamiento. Él presionó un botón en el control del automóvil y el vehículo emitió un sonido.
            —Buenas noches, profesor Kribbelig.
La voz de la chica lo hizo dar un respingo. Giró la mitad del cuerpo para encarar a Lieselotte; le sonrió de lado.
            —Buenas noches, Frank.
            —Lieselotte—lo corrigió ella rodando los ojos. Darrell echó una risilla; retiró la mano del coche y se giró completamente.
            —Me gustaría que leyese esto—dijo extendiéndole un documento cuidadosamente encuadernado—. Es… bueno, sé que soy apenas una estudiante, pero hice una investigación exhaustiva sobre…—la joven dudó un poco—, bueno, usted tiene una maestría en física cuántica—Darrell alzó una ceja inquisitiva, ¿cómo se había dado cuenta?
            — ¿Entonces?
            — ¿Podría echarle un ojo y luego decirme qué le parece? Quisiera investigar a fondo este tema para mi tesis.
Darrell miró el documento con los ojos entrecerrados. Extendió una mano y lo tomó.
            —Claro…—dijo con un tono desconfiado. Lieselotte se dio vuelta y caminó un par de pasos; luego se detuvo.
            —Mi número de teléfono está al final del documento—dijo y reanudó la marcha. Darrell se quedó congelado en su sitio, mirando el objeto entre sus manos. Lo abrió y fue a la última página; sí, ahí estaba el número, pero… estaba escondido.
Darrell pasó casi toda la noche en vela intentando resolver las complejas ecuaciones que Lieselotte había desarrollado en la última página. Más que el deseo de contactar con su alumna, Darrell tenía la inquietud de resolver el encriptado código, o lo que fuese que la chica escondió en las ecuaciones.
Eran casi las cinco de la mañana cuando dejó el lápiz sobre la mesa, los ojos le ardían de cansancio, la frente perlada de sudor, la mesa repleta de basura de lápiz y tazas de café.
Temblando, tomó su teléfono celular e introdujo los códigos en la aplicación de marcado. Dio un toque a la pantalla y llamó. Beep, beep, beep, y al fin contestó una voz adormilada.
            — ¿Lieselotte? —preguntó tan entusiasmado, eufórico y desesperado que incluso olvidó llamar a la chica por su apellido.
            — ¿Profesor Kribbelig?
Lieselotte, aturdida, se levantó de un brinco y checó la hora. Cinco de la mañana.
Vaya, sí que es rápido, pensó sorprendida, pero no tanto por la rapidez de Darrell al resolver su complicado código, sino por lo rápido que había sido al contactarla en cuanto terminó.
            —Te invito a un café el viernes—fue lo que él respondió.
            —C-claro—titubeó la chica.
            —En el estacionamiento, a las seis de la tarde.
Darrell cortó la llamada y se dejó caer pesadamente sobre la mesa.
Conforme pasaban los días, Lieselotte se sentía cada vez menos nerviosa. Ella era una mujer que acostumbraba tener el control de sus emociones, y siempre que pasaba por una situación de estrés, el nerviosismo y la ansiedad disminuían mientras la fecha se acercaba. Ellos se comportaban igual en clases, nadie parecía sospechar nada.
Por fin llegó el día. Lieselotte estaba tranquila y relajada, caminando tranquilamente rumbo al lugar pactado. Se encontró con su anhelado profesor recargado en el lateral de su coche, vistiendo una camisa azul y un pantalón negro. Se saludaron y cruzaron un par de palabras, después subieron al coche y se fueron antes de que alguien los viese.
Cuando llegaron a cierta cafetería de prestigio, cada quien ordenó un café y al tenerlo, se fueron a la terraza del negocio. Se sentaron el uno junto al otro en un cómodo sillón para dos y comenzaron a platicar. Primero hablaron del trabajo de investigación de Lieselotte, el cual, según las propias palabras de Darrell, era bastante prometedor. Ella hizo un comentario diciéndole que le había causado gracia que la llamase en cuanto descifró su número de teléfono. Él frunció el ceño y luego rio.
Conforme pasaba el tiempo la plática se iba tornando cada vez más profunda, hasta el punto en que comenzaron a hablar de sí mismos.
            — ¿En qué cosas eres buena? —preguntó él.
            —Me encanta y soy experta en quejarme—respondió ella dando un sorbo a su café. Miró a los ojos café claro de su profesor y se perdió en ellos al tiempo que lo escuchaba emitir una risilla. Darrell movió tímidamente su mano hacia el rostro de Lieselotte y le acarició la mejilla.
            — ¿Te quejarás de esto?
Lieselotte balbuceó un par de palabras que Darrell ni siquiera alcanzó a escuchar. Se abalanzó lenta y suavemente hacia ella y la besó.
Darrell no sintió la necesidad de soltar alguna blasfemia mientras sus labios se movían al compás de los de Lieselotte. Se sentía tranquilo y nervioso a la vez por su presencia y su cercanía, pero la balanza se inclinaba más a la serenidad que Lieselotte le brindaba.
El beso que la joven había soñado con su profesor no era nada parecido a lo que estaba experimentando. La imagen de hombre que folla duro se vino abajo cuando sus labios chocaron. Él era delicado en sus movimientos, pero un ligero temblor en las manos hacía notar su desesperación. Ella se atrevió a acariciarle el rostro, sentir en su palma el picor de la barba de Darrell.
Aquella tarde estuvo llena de besos y risas, pláticas y demás cosas. Y el miedo que invadió a Lieselotte aquellos días previos a la cita, la joven se la había pasado preocupada. ¿Y si me deja plantada? ¿Y si no soy lo que espera? ¿Y si él… me besa?
No le daba miedo que Darrell la besara, al contrario: era lo que más deseaba. Pero todo estaba en su contra. Ella sabía que de antemano, era imposible que ellos pudiesen llegar a sobrepasar su relación profesor-alumno, y que si eso llegase a pasar, solo les traería problemas.
Pero todo el miedo y las dudas se esfumaron en el momento en que ella recargó el rostro en el pecho de Darrell. Escuchó con atención sus acelerados latidos, y era como si todo tuviese solución. Los miedos se fueron, y un júbilo invadió su ser con cada vez que él la besaba.
Lieselotte no acostumbraba ser romántica, tan solo en sus letras dejaba fluir sus verdaderas emociones; no le gustaba enamorarse y en realidad no lo estaba haciendo, pero había algo en Darrell que le hacía sentir como si se desconectase del mundo exterior, como si únicamente estuviesen los dos, y nadie más.
Pasó el sábado, pasó el domingo y llegó el lunes. Lieselotte sabía que aquel incidente con Darrell no podía, no debía ser comentado con nadie. Y mucho menos debía proyectar sus emociones en clase; todos se darían cuenta y no quería problemas.
Terminada la clase de física, Lieselotte fue a encontrarse con su profesor en el estacionamiento. Ellos no habían quedado de verse después de despedirse el viernes anterior, pero ella lo extrañaba tanto que quería acercarse; a pesar de que no le gustaba ir detrás de las oportunidades, sentía que Darrell valía la pena.
Darrell estaba de espaldas cuando ella se encontraba a escasos metros de distancia de él. Lieselotte estaba a punto de hablar, pero él comenzó.
            —He estado pensando en lo que sucedió…
Oh, no. Había problemas. Lieselotte se paró en seco; apretó los libros que cargaba contra su pecho.
            — ¿Qué pasa, profesor?
            —Esto so<lo nos traerá problemas. No podemos seguir con esto.
Lieselotte no sabía que las palabras tuviesen el poder de causar dolor en las personas. Su poesía oscura no era nada comparada con las palabras de Darrell, que dolían como cientos de pequeñas cuchillas incrustándose sobre su pecho.
            —No se preocupe. Yo entiendo perfectamente—respondió fingiendo una sonrisa. Él no se giró para verla; apretó la manija de la puerta del coche cuando escuchó las palabras de su alumna. El dolor con el que ella hablaba le caló hasta la médula de los huesos.
            —Algún día lo entenderás—comentó luego de un incómodo silencio.
            — ¿El qué? ¿Que un profesor no pueda salir con su alumna?
            —Eso es éticamente incorrecto—respondió.
            —En otra dimensión, es posible.
            —Tú siempre ganas.
            —Hoy ganó usted.
Lieselotte se dio media vuelta y caminó sola por el oscuro sendero que llevaba a la salida del campus. Darrell se quedó inmóvil en su sitio, absorto, ido, consternado… se dio vuelta pero, ella ya se había marchado.
Cuando la joven llegó a casa, se metió a la ducha sin decirle nada a nadie. Encendió el reproductor de música y se desnudó mientras las lágrimas caían por sus mejillas.
Ella no lloraba, no por una persona. Ella no lloraba, llorar era para los débiles. No lloró cuando niña se rompió un brazo, no lloró cuando vio a sus parientes morir por la vejez, no lloró siquiera cuando, en cierta ocasión, perdió a la primera persona que se preocupó por ella.
¿Por qué lloraba ahora?
Se colocó de modo que el agua caía libremente mojando cada rincón de su cuerpo. Se restregó con la esponja impregnada de jabón, tratando de borrar de su piel la huella que Darrell había dejado. Sentía que nada funcionaba, se frotaba apretando los ojos, pero la imagen de su profesor simplemente no desaparecía de su mente. Tartamudeó su nombre en voz baja, se frotó con las uñas, a ver si aquello funcionaba. Talló y talló su oscuro cabello intentando borrar, eliminar, aniquilar la escena que se reproducía en su mente, la dulzura de Darrell al colocarle el cabello detrás de la oreja. También se talló los ojos con fuerza, pensando que con ello podría olvidarse de la forma en que él la miraba.
No supo cuánto tiempo estuvo en el agua, llorando. Pero se vio obligada a salir cuando las voces en su cabeza gritaban tan fuerte que no podía siquiera escuchar sus propios pensamientos. Procedió a lavarse los dientes hasta que le sangraron las encías, intentando exterminar el rastro que los labios de Darrell habían sembrado. Talló su lengua, tratando de desenterrar la semilla que él le plantó.
Pero no importaba cuánto le sangrasen las encías, ni cuántos rasguños se hubiese hecho en el cuerpo tratando vanamente de borrar todo lo que le recordase a aquel día, nada funcionaba. Nada podía eliminar el dolor que le provocaron las duras pero acertadas palabras de Darrell.
Ella sabía que él tenía razón, que todo aquello tan sólo les traería problemas. Lieselotte no tenía miedo, el miedo y las dudas se esfumaron en el momento en que ella recargó el rostro en el pecho de Darrell y escuchó su corazón latir acelerado por su causa.
Cuando se miró al espejo, la mirada le había cambiado. No era el hecho de que sus ojos estuviesen hinchados y rojos, sino que había un sentimiento distinto reflejado en el brillo de sus pupilas.
Así que esa es la mirada que tiene alguien con el corazón roto, se dijo tocándose las mejillas. Su mente evocó el recuerdo de las manos rasposas de Darrell acariciarla momentos antes de besarla.

Tal vez, pensó suspirando mientras rompía el espejo con el puño, tal vez en otra dimensión, podríamos ser felices.




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