Se enderezó precipitadamente, el reloj marcaba las 2:35 de la mañana. Se molestó
por haber despertado a esa hora, por lo general no podía conciliar el sueño
después cuando despertaba en la madrugada. Así que no lo intentó.
Se levantó de la cama y se fue a mirar en el espejo del baño; luego procedió a
orinar, el sonido del agua caer al váter hacía un eco molesto en la casa
desierta. Abrió la llave de la ducha y se metió. Mientras el agua lo mojaba,
tomó el rastrillo del pequeño estante y comenzó a afeitarse la barba. La cuchilla
estaba filosa, y brillaba. Sacó la navaja de afeitar y jugueteó con ella entre
los dedos. Luego paseó el filo por lo largo de su antebrazo con la fuerza
suficiente para que lo hiciera sangrar. Así lo hizo en ambos antebrazos y ambos
muslos, y en su abdomen plano, y en su pecho, hasta que el agua se tiñó de
rojo.
Cuando el sangriento ritual hubo terminado, se dirigió al
lugar de destino de su cita, planeada hacía un par de días. Vio su sombrero de
piedra desde la distancia, se acercó sigilosamente, sin llamar la atención, sin
ser notado por nadie. Era aún de madrugada y todo estaba oscuro, era el momento
perfecto, el aire estaba fresco, las estrellas y la luna aún brillaban y el
sonido llenaba el lugar. Ella estaba cubierta con aquel manto de tierra y
piedrecillas, él la descobijó con cuidado. Su piel estaba pálida y amoratada de
ciertas zonas, en especial en los labios. Después de levantarla de su cama de
madera, la cargó entre sus brazos y la recostó sobre el suelo; ella aún dormía,
y él mantenía la esperanza de que despertara. Acarició el rostro, y un trozo de
piel pútrida cayó al suelo, un gusano salió de sus labios entreabiertos. El
olor a carne descompuesta llenaba el lugar, pero a él no le importaba, era como
una dulce fragancia para él. El olor venía de ella, era el olor de su carne, y
todo cuanto viniera de ella era hermoso y perfecto.
Tomó su mano azul y la apretó entre las suyas, le
prometió que pronto estarían juntos, y que arderían en el más grande infierno
por toda la eternidad, juntos.
Deliberadamente, se
arrojó a besarla; el sabor de sus labios era como de cal y sangre seca. Acarició
su cabello llevándose algunos de ellos entre los dedos, recorrió con su boca la
frente, las mejillas, el cuello carcomido, las clavículas ya sin piel. Besó los
huesos. Y se abrazó a ella, la mayor de sus tragedias, el amor de su vida, en
la madrugada de San Valentín.
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