miércoles, 30 de septiembre de 2015

Estupor

Cuando se frustraba, se mordía los labios y arrancaba con los dientes la fina piel que los cubría. A menudo se encontraban rojos y sangrantes. Por la noche se secaban convirtiéndose en un par de rocas grises y rasposas.
Su mirada vacía no contrastaba con su semblante demacrado. Cualquiera podía sentir su tristeza al pasar junto a ella, pero al mirar sus orbes negros, se caería dentro de ellos a un pozo sin fondo, vacío de toda emoción, de todo rastro de humanidad.
Aquellas personas que sentían su aura de cachorro malherido no eran conscientes de las ideas que transitaban por la mente de la chica mientras se arrancaba la piel de los labios. Tampoco se detenían a pensar tan sólo un poco acerca del tono de voz que usaba cuando, deliberadamente, soltaba un par de palabras sin sentido alguno.
Y es que ellos no sabían que aquellos ojos negros no siempre fueron de ese color. Y que ese vacío no estuvo ahí todo el tiempo. Un demonio se había metido en sus ojos borgoña para tornarlos del color del ébano. Vaciándolos de todo brillo, de la calidez que desprendían.
El demonio se había encargado, asimismo, de resquebrajar entre sus garras cualquier rastro de lucidez en la joven. Empero, ella no cedía con tanta facilidad. Tenía miedo, pero sólo al sentir un mínimo impulso ajeno a sí misma, se clavaba las uñas en las piernas y se arrancaba la carne de los labios en un intento desesperado por mantenerse alerta. Sus sentidos la engañaban casi siempre, pero el dolor no.
Por más que estuviese perdida en sus cavilaciones, el dolor punzante en su piel, el sabor de la sangre en su lengua no podían ser obra del demonio que residía en su interior.


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