jueves, 9 de junio de 2016

Amor a la filosofía.

Soy una asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible. En la preparatoria me dan clases de filosofía. La primer profesora que tuve se jubiló antes de terminar el primer semestre; ya estaba bastante vieja y cansada de lidiar a diario con mocosos llenos de hormonas. El profesor nuevo se llamaba Adonis, y vaya que hacía honores a su nombre. Llegó puntualmente en su primer día, se presentó con el grupo: acababa de terminar la carrera, se encontraba estudiando la maestría en filosofía y tenía veinticinco años.
Desde la primera vez que lo vi, sentí que me trasladó a un paraíso terrenal. Sus ojos eran azules como el cielo despejado, su cabello brillaba tanto que hasta el oro se sentiría avergonzado se ser opaco junto a él. Su belleza era tan grande que no parecía ser de este mundo. Usaba unos anteojos modernos que le escondían, al igual que yo, la mirada. Aunque a diferencia suya, soy fea. No soy alta ni chaparra, ni gorda ni flaca. Solo no me gusta arreglarme ni vestirme como las otras chicas. Eso me ha traído muchas consecuencias, pero ahora eso nunca me ha importado.
Adonis nos encargó una tarea al término de la primer clase, y al irse, podría jurar que, por una milésima de segundo, nuestras miradas se cruzaron. "Ya quiero que sea mañana", pensé, "para verlo otra vez".
Al día siguiente, Adonis pidió la tarea y, como siempre, fui la primera en participar. Al terminar de leerle mi trabajo, él me preguntó mi nombre.
  — Me llamo Verónica—contesté tímidamente acomodando mi larga falda.
Sus carnosos labios se entreabrieron. Estaba sonriendo, ¡sonriéndome a mí!
  —Bien, puedes tomar asiento—dijo con esa voz tan deliciosa que endulzaba el oído al escucharla. Conforme los demás alumnos le leían los trabajos, se fueron presentando. Me la pasé mirándolo toda la clase, hasta que el apocalíptico sonido chirriante del timbre, anunció que mi pequeño placer se había terminado. Adonis guardó sus cosas en un maletín de cuero café, y al pasar frente a mí para salir, giró la cabeza y me dijo:
  —Hasta mañana, Verónica.
Se había acordado de mi nombre.

Así pasaron las semanas, cada día de lunes a viernes, de 10 a 11 de la mañana, yo dejaba de ser Verónica. Dejaba de existir. Solo lo miraba, solo miraba a mi Adonis, y  no era nadie más. Sería quien él me pidiese que fuera.
Un día, a la hora del desayuno, fui a la cafetería a comprar una bebida. Y en una mesa al fondo estaba Adonis: solo y con cara larga. Quizá le caló mi mirada y alzó la cara. Su tristeza y su melancolía se esfumaron como un montón de mariposas cuando se acerca a ellas un niño curioso, y entonces, sonrió.
  —¡Verónica!—exclamó alegremente—ven, siéntate conmigo, por favor.
Escucharlo decir esas palabras me hizo dudar si en realidad me hablaba, así que volteé hacia atrás de mí, pero sólo había una pared. Esa fue la primera vez que fui alguien frente a él.
  —¿Cómo te ha ido?—me preguntó. Yo, con la cabeza agachada, contesté:
  —Creo que mejor que a usted, con todo respeto. Se ve un poco triste y apagado.
Adonis echó una risilla y yo levanté la cabeza enseguida, preguntándome qué había sido tan chistoso.
  —¿Sabes? Eres la primera persona que se da cuenta.
  —¿Por qué está deprimido, profesor?—pregunté con un gran dolor en el pecho, mi tono de voz sonó triste.
  —Parece ser que tú tampoco estás muy feliz—dijo como para cambiar el tema.
  —Bueno, es que usted no es así, y me entristece que esté de esa forma.
Adonis sonrió y jugó con el salero.
  —Te lo voy a contar a ti porque eres de confianza—dijo con tono resignado pero risueño. Ayer falleció mi abuela, y ella era la única familia que tenía. Por eso no le daré clase hoy a tu grupo, Verónica. Tengo que ir al funeral, hoy solo vine a presentarme ante el director para pedir permiso.
La noticia me tomó totalmente desprevenida, no supe qué hacer o decir.
Adonis se puso de pie y dijo:
  —Tengo que irme, nos vemos en unos días.
Podría jurar que al girar la cara, una lágrima traviesa rodó por su mejilla.
Pasaron dos días, y finalmente llegó mi Adonis. Se veía demacrado, con ojeras en los ojos, y aún así mostraba una sonrisa falsa. Una sonrisa que todos se creían, excepto yo. Al final de la clase dejé mi timidez a un lado y decidí invitarlo a tomar un café después de las clases.
  —¿Café a esa hora?—dijo con gesto incrédulo, creí que rechazaría mi ofrecimiento—. Mejor vamos a comer y yo invito.
Sonreí ampliamente.
  —Tienes una sonrisa preciosa—me dijo y se puso de pie para retirarse—.¿Te veo a las tres en punto en la entrada del colegio?
  —Claro que sí, profesor Adonis.
¿Acaso estaba mal salir con mi profesor de filosofía? No lo sabía, pero tampoco me importaba.
A la hora pactada (bueno, tal vez unos minutos antes, por si las dudas), llegué a la entrada. Un minuto o dos después, llegó Adonis.
  —Mi coche está en el estacionamiento, vamosdijo al llegar, y como gesto caballeroso tomó mi mochila y la cargó, me dejó salir primero del colegio, y cuando pasé, tocó mi espalda con su angelical mano, produciéndome un escalofrío que me recorrió desde los tobillos hasta la nuca.
El coche de Adonis era moderno y de color blanco, así que verlo montado en ese auto era como ver a un arcángel pasearse en una nube blancacon ruedas. Me abrió la puerta del copiloto y me dio mi mochila, luego subió él y condujo rumbo a un restaurante. Al llegar ahí y estar el camarero frente a nosotros, no supe qué ordenar, así que dejé que Adonis eligiera y pedí lo mismo que él. Mientras comíamos, me preguntó acerca de mis gustos literarios y filosóficos. Al principio fui algo tímida, pero luego sus ojos claros me transmitieron confianza y tranquilidad.
Adonis me contó que su abuela le había transmitido sus conocimientos de filosofía y literatura. En los tiempos de su abuela, aún había mucha discriminación hacia el sexo femenino. Su abuela había deseado estudiar alguna de estas dos carreras, pero en su época no era posible, así que se dedicó a leer y aprender por sí misma en sus ratos libres, cuando terminaba de hacer los quehaceres domésticos.
Luego, al nacer Adonis, quiso enseñarle todo lo que sabía para que sus conocimientos no se perdieran a la hora de su muerte.
La historia de la abuela de Adonis realmente me conmovió. Y lo que más me llamó la atención fue el nombre de su abuela: "Verónica".
Cuando terminamos de comer, Adonis ofreció llevarme a mi casa. Estando allí, me abrió la puerta del coche y me tomó la mano para ayudarme a salir. Nos miramos a los ojos, los suyos estaban llorosos.
  —Me quedé solo, Verónica—sollozó dejando resbalar una lágrima.
  —Me tiene a mí, profesor—dije yo y tomé su mano, tan suave...
Entonces, Adonis soltó mi mano y me abrazó con fuerza, recargando su bello rostro en mi hombro y mojándolo con su tristeza. Sus brazos me rodeaban completamente, tanto que no podía mover mis propios brazos para corresponder. Escuché sus sollozos muy cerca de mi oído, cerré los ojos para dejarme empapar de su aroma. Alzó un poco la cara y tomó la mía con sus manos. Me miró con esos hermosos ojos azules, que asemejaban dos lagos desbordados. Puse mis manos sobre las suyas, sentía su respiración tan cerca de mí que su aliento se iba a mis pulmones. Me lamí los labios, estaban secos. Adonis era mi profesor, del cual estaba profundamente enamorada, y no pude evitarlo. Lo besé.
Contrariamente a lo que pensé, correspondió. Dejó entrar mi boca en la suya y me besó. Luego de unos segundos tomó mi rostro con delicadeza y me alejó.
  —No puedo hacer eso...—dijo con tristeza. Seguía teniendo lágrimas en los ojos, la carita roja por el llanto—. No puedo profanar tu inocencia con mis labios sucios, eres tan solo una niña.
Agaché la cara intentando no llorar, no quise hacerlo sentir peor de lo que estaba, preferí dejar así las cosas, olvidarme de que alguna vez me habló de una forma distinta, que alguna vez subí ese auto, empapado de su aroma, que alguna vez sus labios me besaron. Era lo mejor.
Caminé alejándome de él, lo escuché llamarme pero no volteé; contuve el llanto hasta estar en la comodidad de mi cama, con la puerta cerrada y la música a un volumen alto. Lloré abrazando mi almohada. Me había enamorado de Adonis, lo amaba y me dolía que no podía ser realidad.
Los días siguientes, las clases de filosofía pasaron normalmente. Adonis impartía los temas, encargaba trabajos y tareas, era como si el beso y la comida en el restaurante jamás hubiesen pasado. Me sonreía igual que siempre, su rostro satisfecho al responder a sus preguntas, su entusiasmo, todo era igual. Fue un 13 de agosto cuando volvimos a hablar fuera de la clase. Sonó el timbre y todos nos apresuramos a guardar nuestras cosas.
  —Verónica, ¿podrías venir un momento, por favor?—dijo. Mis compañeros de clase no se inmutaron, era algo normal, ¿no?
Me acerqué al escritorio, Adonis estaba guardando unas carpetas en el maletín.
 —¿Qué necesita, profesor?—pregunté aparentando naturalidad.
Alzó el rostro y me miró sonriendo.
 —Hola, ¿cómo te ha ido?
Su pregunta me desconcertó, pero aún así le respondí:
 —Normal, nada nuevo.
Sonrió de lado.
 —¿Quieres ir a comer?—dijo colgándose el maletín al hombro y caminando a la salida.
 —¿Yo?—pregunté estúpidamente. Se detuvo, puso falsa expresión de reproche y luego sonrió.
 —No saldría con alguien más—se acercó y me tomó por la muñeca, me jaló suavemente para que caminara. Me llevó en su auto al restaurante de la vez anterior, hicimos el pedido y comenzó a sacar plática.
 —¿Has leído algo nuevo?
 —Recientemente leí Edipo—respondí rozando el bordado del mantel con los dedos.
 —Oh, qué interesante...—dijo mirándome a los ojos—. Me recordó al famoso Oráculo de Delfos, ¿sabes?
 —Me hubiera gustado que el oráculo siguiera existiendo—comenté—. Bueno, si es que realmente existió.
 —A mí también.
 —¿Qué le hubiera preguntado?—dije a mi vez. Adonis pensó un poco.
 —Le preguntaría por qué habrá puesto a cierta persona en mi camino, si no puedo acercarme a ella como quisiera.
 —¿De qué habla?
 —Estoy enamorado de ti, Verónica. Me gustas, quiero conocerte más, pero mi ética y la ley me lo prohíben. Estoy enamorado de ti, eres mi pequeña utopía, mi amor platónico porque sólo existe en mi mente y no en la realidad. Eres mi idea favorita, mi logos. Eres todo, Verónica.
Sus palabras me tomaron por sorpresa. Agaché la cara, tenía la vergüenza reflejada en el color de mis mejillas. No sabía qué hacer o responder, así que no hice ni dije nada. Pronto el mesero llegó con el pedido y comenzamos a comer, sin decir palabra. Al terminar pagó la cuenta y fuimos a su auto. Subimos, nos abrochamos el cinturón. Adonis puso ambas palmas al volante, pero no encendió el auto.
 —Disculpa si te incomodé—dijo al fin sin mirarme.
 —No se preocupe, profesor—volteamos a mirarnos y ocurrió de nuevo, nuestros labios se volvieron a juntar.
Salimos juntos alrededor de seis meses, a diario después de las clases me invitaba a comer, la excusa que usé en casa era que me quedaba a hacer servicio social en la biblioteca.
Después de comer íbamos a pasear, a visitar museos o a su casa a leer mitos griegos. A veces me besaba, muy lento, muy suave. Llegó un momento en que los besos dulces fueron subiendo de tono, me recostó en el sillón y con ternura me hizo suya. Su nerviosismo y torpeza me hicieron sospechar que Adonis era casto. Sus besos y sus caricias eran de todo menos lascivas, me trataba con una delicadez extrema, como si temiera romperme en pedazos con el movimiento de sus caderas. Me dio la libertad de poseerlo, poniéndome encima suyo. Mantuvo sus manos firmes en mis caderas mientras yo me movía pausadamente, no sabía hacerlo de otra forma. Cuando estuvo a punto de llegar al éxtasis, me hizo bajar de encima suyo. Nuestra irresponsabilidad nos hizo tener que tomar medidas: la cápsula de emergencia.
Los encuentros se fueron haciendo cada vez más frecuentes, perdimos el pudor y ganamos experiencia, la ternura persistía en cada beso, en cada movimiento de caderas. Nos amábamos.
Todo cambió aquel 10 de septiembre. Dos días antes habíamos tenido un encuentro, prometió verme al día siguiente en clase, pero esto no sucedió. Los jóvenes estaban felices charlando, algunos aliviados porque no habían hecho los deberes. Yo estaba mal, preocupada. Adonis no se presentó a clases ese día. Tampoco fue por mí al estacionamiento de la escuela. Pensé en buscarlo, pero mejor esperé.
Ese trágico 10 de septiembre el director fue a nuestra clase y habló.
—El profesor Adonis murió.
No escuché los detalles. La simple y desgarradora frase acaparó mi atención en su totalidad. Un remolino me daba vueltas en la cabeza y me impedía pensar.
Luego de superar el shock gracias al director, éste mismo me dijo que Adonis tuvo como última voluntad que fuese a su funeral.
—¿Por qué no me llamaron para ir a verlo a donde agonizaba?—pregunté al director estando a solas en su oficina.
—Adonis no quiso que sufrieras—respondió el hombre acongojado.
Adonis murió por culpa de un conductor irresponsable, que por causa de la embriaguez se pasó una luz roja y lo atropelló.
La pérdida de sangre hizo que muriera unas horas después, dejando como última voluntad que fuese yo a su funeral y conservara sus cenizas.
El funeral fue ese mismo día. El sol brillaba, contrario a la escena típica de los entierros y cremaciones.  Primero le hicieron misa de cuerpo presente. Me acerqué al féretro para verlo por última vez. Abrí la tapa y lo miré, parecía estar dormido, sólo que sus mejillas ya no tenían color y sus labios estaban secos. Me incliné un poco para besarlo, después, volví a cerrarla.
¿Cómo es posible que estas cosas pasen? Que te arranquen tu existencia de un momento a otro, que sea tan efímero el sentimiento de felicidad. ¿Por qué? me pregunté una y otra vez, y no he obtenido respuesta. 
Soy una asocial. Paso la gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca, leyendo textos filosóficos. Me estoy preparando para la universidad. Sé que algún día tendré que hacer mi tesis, y quiero estar lo mejor preparada posible.
Ojalá hubiera podido encontrar un tratado que me ayudara a vivir feliz luego de semejante pérdida. Ojalá hubiera podido estar preparada para ello. Nadie tomará su lugar nunca, de eso estoy segura. Adonis seguirá siendo siempre el dueño de mi vida.


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