sábado, 11 de junio de 2016

Suicidio en Schwangau.



En mi memoria permanecían sus ojos brillando a la luz de la luna. Ahora que ella ya no estaba no le veía sentido alguno a contemplar las noches desde la cabaña. El frío me impedía moverme de mi hogar para buscar sustento, prefería quedarme todo el día tocando tristes melodías en el viejo piano de la abuela. Luego de lo que parecieron meses, decidí abrir por fin la carta que dejó antes de suicidarse. Antes de comenzar a leer, vi la cuerda con la que colgó su cuerpo: aún estaba atada a una de las vigas del techo. Dirigí mi cansada mirada al papel amarillento y comencé a leer:

La monotonía del campo me ha hecho enloquecer. Las voces no paran de manifestarse en mi cabeza, y ya estoy harta. He tenido muy pocos momentos de cordura en medio de todo este martirio, necesito salir de esto de una vez. Adiós.

Posteriormente tomé el camafeo de la mesita de madera que estaba cerca, lo abrí y contemplé la imagen de mi amada Elodia, derramé una lágrima y luego lo azoté contra el suelo y lo pisoteé. Tomé el collar de perlas de la abuela, un trozo de pastel podrido y seco que estaba sobre un platito de porcelana, fue el último alimento que ella ingirió, y también tomé la esfera de nieve con el castillo de Neuschwanstein. Los tiré al fuego ardiente de la chimenea. Debí hacerlo desde el inicio.

Con el alma hecha pedazos caminé hacia la pequeña silla que estaba debajo de la cuerda, usada por mi mujer suicida. Eché una última mirada a su cadáver en alto estado de descomposición, y puse la soga alrededor de mi cuello.

Adiós.

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