sábado, 11 de junio de 2016

Sentimientos bélicos.



Todo lo que quería era volver a casa. Se sentía como un niño pequeño, solo, desamparado, asustado... No podía ser posible que las últimas décadas estuviesen llenas de guerras. Y esta, era la segunda gran guerra. Muchos le dijeron que probablemente no llegaría vivo a casa, que su cuerpo se quedaría quemado y abandonado en cualquier sitio. Y todas estas palabras le quitaban las fuerzas. Además no es que le gustara mucho la idea de asesinar a los soldados, aunque fueran del bando enemigo. A algunos ni siquiera les veía la cara. Todo se volvía tedioso, incluso el trato diario con sus compañeros de trinchera. Ellos lo trataban de terco, incluso se llegó a esparcir el rumor de que éste era un espía, lo que trajo consigo un motín contra él. Por suerte sólo quedó malherido, ya que el Sargento llegó a tiempo para evitar que lo mataran a golpes. Luego de ese incidente, las pocas veces que llegaba a charlar con sus compañeros eran simples pláticas triviales y aburridas. Y llenas de hipocresía.

Por fin se llegó el momento de atacar. Y él estaba asustado. Era como si sintiera la muerte cerca, pero no podía dejarse morir, aunque fuera un cobarde. O quizás no era un cobarde después de todo, quizás es la forma en que toda persona se sentiría en una guerra, luego de ver cientos de cuerpos calcinados, después de ver morir a sus compañeros en sus propios brazos, después de ver a su amada en el muelle, con las mejillas llenas de lágrimas y una profunda tristeza en sus ojos. "Jamás volveré a casa", se dijo antes de salir al campo de batalla. Y con las lágrimas nublándole la vista, disparó a diestra y siniestra al bando enemigo. Poco después se les acabaron las provisiones, quedaban sólo tres soldados. El Sargento también estaba muerto. De pronto, sintió cómo alguien le llamaba por su nombre de pila —cosa que casi nadie hacía—. Se acercó a un soldado que creía muerto.

—En mi bolsillo—dijo éste con voz débil. Inmediatamente buscó en el lugar señalado, el cual estaba lleno de sangre por una herida en el pecho. Sacó un papel torpemente doblado, un poco salpicado de sangre, pero estaba limpio.

—Dáselo a mi esposa, la dirección está escrita. Por favor—dijo el soldado caído con los ojos llenos de lágrimas. El otro asintió a pesar de que sabía que tampoco iba a volver a casa, y apretó la carta con su mano herida y llena de tierra. Los otros dos soldados sanos se acercaron al contemplar la escena. El soldado caído murió sonriendo con satisfacción.

Los tres sabían que esa sería su última noche con vida. Se sentaron juntos a esperar la llegada del bando enemigo. Una hora más tarde, quizás dos, llegó un convoy militar. Subieron, un médico militar curó sus heridas mientras los otros terminaban con los soldados enemigos. Y les prometieron que era la última batalla. La guerra había terminado. Por fin irían a casa.


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